Alcocer: la mítica batalla en la que el Cid Campeador aniquiló a cientos de moros con un curioso engaño
Durante su primer destierro, Rodrigo Díaz de Vivar tomó una fortaleza ubicada cerca del Jalón tras 15 semanas de asedio. Hasta ahora, esta contienda navegaba entre la verdad y la invención, pero una excavación arqueológica ha desvelado su veracidad
Entre la historia y la leyenda. Así permanecía hasta ahora la batalla de Alcocer. Una contienda en la que Rodrigo Díaz de Vivar (más conocido por su apodo: el Cid Campeador) tomó con una curiosa treta una fortaleza inexpugnable ubicada cerca del Jalón. Todo ello, después de ser desterrado por el rey Alfonso VI. Según el «Cantar del Mio Cid» (el mítico poema que relata las hazañas de este personaje con más misticismo que verdad) el líder militar, al ver que no podía conquistar la plaza, decidió fingir una retirada. Para ello, levantó todo su campamento menos una tienda y, cuando los musulmanes se acercaron a investigar (dejándose las puertas de la fortaleza abierta) él y sus hombres les atacaron. El plan salió a pedir de boca.
Hasta ahora, se consideraba que la batalla de Alcocer había sido imaginada por el autor del cantar. Sin embargo, un nueva investigación desveló el pasado fin de semana que de mitológica no tuvo nada, y que -al menos- se sucedió. Y es que, una excavación llevada a cabo en Zaragoza acaba de descubrir un material hispano musulmán de entre los siglos XI y XII que podría pertenecer al asentamiento que asedió el Campeador. La contienda, curiosamente, no se ubica así en Alcocer (Guadalajara), el pueblo que cuenta con el mismo nombre que el mítico enfrentamiento.
Por todo ello, hoy recordamos los pormenores de esta batalla y cómo se sucedió según los textos antiguos.
Reyes y parias
Para suerte cristiana, cuando el Cid empezó a levantar su espada contra los musulmanes estos andaban dándose de mandobles entre sí. Estaban divididos en multitud de reinos llamados «taifas». Cada uno de ellos, dirigido por un líder diferente ansioso por aplastar a sus compatriotas para evitar que adquiriesen poder.
Como explica José Luis Martín (catedrático de Historia Medieval) en su dossier «La espada de Castilla», los árabes eran «incapaces de unirse frente a los cristianos». Pero no solo eso, sino que también solicitaban alguna ayudita que otra a los seguidores de la cruz para lograr resistir los tortazos y, llegado el momento, atacar a sus compatriotas en venganza. Con ese percal, también pagaban tributos a sus enemigos para que no hicieran expediciones de castigo contra ellos.
«Para evitar sus ataques necesitaban pagar la protección de los cristianos, y reunían el dinero mediante una mayor presión fiscal que, con frecuencia, daba origen a motines y revueltas que eran dominadas nuevamente con ayuda de las tropas cristianas», añade el experto. Esto provocaba, a su vez, que los líderes musulmanes se vieran obligados a pedir todavía más dinero a los seguidores de Cristo. Algo que les convertía en deudores (todavía más si cabe).
Este curioso sistema económico (conocido como el de impuestos o «parias») fue de sumo interés para los reyes hispanos que azuzaban con la Reconqusita desde el norte. Y es que, a los cristiano este «dinerillo extra» les permitía llenar su bolsa de un oro que ahorraban para, posteriormente, crear su propio ejército y avanzar sobre las mismas regiones árabes que les pagaban.
En ese contexto vino el Cid al mundo. O más bien Rodrigo Díaz de Vivar (pues este era su nombre verdadero). Lo hizo en el año 1043 y como el noble de una familia menor. Una fortuna que le permitió entrar a los 14 años en la corte a las órdenes del príncipe Sancho, el primer hijo y heredero del rey Fernando I.
Dicen de él los cronistas que, además de ser todo un virtuoso de la espada, tampoco andaba mal en lo que a cocorota se refiere, ya que sabía leer, escribir y entendía de leyes. Al final, con poco más de una veintena de años, logró ascender en el escalafón medieval como vasallo y soldado hasta convertirse en el hombre de armas de su señor. Uno de los cargos más altos al que se podía llegar como militar.
Y así siguió hasta que comenzó el juego de tronos en la Península tras la muerte del Su Majestad Fernando en el 1065. ¿Por qué? Pues porque al monarca no se le ocurrió otra cosa que dividir sus dominios entre sus hijos. A Sancho, el primogénito, le cedió Castilla. Hasta aquí, todo correcto. El problema fue que a su retoño Alfonso le cedió las tierras de León, por entonces más fértiles.
El lio estaba armado. Poco después se inició una guerra entre ambos en la que el Cid acudió al campo de batalla bajo la bandera del que siempre había sido su principie y señor: Sancho. Ek enfrentamiento perduró durante varios años. «Al final, combatiendo en Zamora […] Sancho murió en el 1072», añade el experto. Que el primero de los herederos se fuera al otro barrio no pudo ser mejor para su hermano, que se quedó sus tierras y dio por finalizada la contienda con un (para él) feliz final.
El destierro
Cuenta la leyenda que Rodrigo, héroe de decenas de batallas, exigió entonces al rey Alfonso que jurara no haber tenido nada que ver con la muerte de su hermano. Lo hizo a cambio de ser su vasallo. La realidad, no obstante parece que fue diferente. Y es que, por mucho que nos guste imaginarnos a este héroe poniendo entre la Tizona y la pared a un monarca, poco tiene esto de verdad. Por el contrario, lo más probable es que (aunque las habladurías pueblerinas sí cargasen contra el de la corona), nuestro protagonista, simplemente, aceptase rendirle pleitesía para tener un señor por le que luchar. Algo tan necesario en aquellos años como contar con un buen filo con el que atravesar (o partir por la mitad) al contrario.
En todo caso, parece que no le fue mal al Cid como vasallo de Alfonso VI, pues fue nombrado juez por él en varias ocasiones, participó en campañas militares como la de Navarra, y fue destinado a cobrar las «parias» a los musulmanes. Y no es muy lógico dejar el dinero en poder de alguien del que, al fin y al cabo, no te fías.
Además, tampoco era extraño que, en plena corte, los mejores puestos fueran para aquellos que más lamían las botas a su señor y que le habían seguido desde sus inicios. El roce, que hace el cariño, como se suele decir. Sin embargo, el idilio del Campeador con el monarca fue breve.
Apenas duró hasta que nuestro protagonista tuvo un incidente militar con el conde García Ordóñez, quien tenía bastante mano dentro de la corte. Este, haciendo honor a su apodo («boca torcida», por su capacidad -según algunos autores- de introducir mentiras en cabezas ajenas) logró poner en contra a Rodrigo y al monarca. Todo ello, afirmando que el Cid se quedaba con parte de los tributos que recogía de los musulmanes.
«Pasó los cinco años siguientes como soldado mercenario al servicio del gobernador musulmán de Zaragoza»
Esa falacia, unida a alguna desavenencia más, provocó que el rey desterrara al Campeador de sus tierras. O lo que es lo mismo, que confiscase sus dominios y le mandase al quinto pino del reino con todo aquel que quisiera seguirle. «Alfonso VI desterró a Rodrigo en 1081, cuando este atacó a los musulmanes de Toledo, protegidos del rey», añade el experto en su dossier.
Desterrado, se vio obligado a ir de ciudad en ciudad alquilando su vida y la de sus hombres al mejor postor. «Pasó los cinco años siguientes como soldado mercenario al servicio del gobernador musulmán de Zaragoza. En el transcurso de ellos, Rodrigo siguió adquiriendo fortuna y renombre», explican los autores Richard A. Fletcher y Javier Sánchez García-Gutiérrez en su obra «El Cid». Fue precisamente en la jornada 16 de este destierro cuando el Cid llegó a la ciudad de Alcocer.
Alcocer y el campamento
A partir de este punto es en el que la mitología supera a la realidad y la fuente principal es el «Cantar del Mio Cid». Este poema deja escrito que Rodrigo llegó a esta población después de abandonar Castejón y saquear Alcarría (Guadalajara) y el valle del Tajuña. A partir de ese momento, y tal y como explica Alberto Montaner Frutos (de la Universidad de Zaragoza) en su dossier «La toma de Alcocer en su tratamiento literario: un episodio del cantar del Cid», el texto tan solo aporta alguna que otra pista que puede dar idea de dónde se hallaba concretamente la villa de Alcocer.
Así se puede leer en la versión actualizada del «Cantar del Mio Cid» elaborada por Frutos: «Cruzaron los ríos, entraron a Campo Taranz. por esas tierras abajo a toda velocidad, entre Ariza y Cetina mio Cid se fue a albergar; grande es el botín que obtuvo en la zona por donde va. No saben los moros que propósito tendrá. Otro día se puso en marcha mio Cid el de Vivar y pasó frente a Alhama, por la hoz abajo va, pasó por Bubierca y por Ateca, que está adelante, y junto a Alcocer mio Cid iba a acampar». ¿Dónde podría situarse el campo de batalla? En palabras del experto, es difícil saberlo, pues únicamente ubica vagamente la zona mediante algunos «vagos topónimos».
El texto no ahonda demasiado en la construcción del campamento ideado por el Cid para asediar la ciudad. Un emplazamiento del que se dice poco más que se edifica encima de un otero (un pequeño monte) «fuerte e grande» y al cual «agua no le puede faltar» porque «corre cerca el Jalón» (uno de los principales afluentes del Ebro).
En definitiva, se dice que la posición no podía ser mejor, pues contaba con inmediato acceso al líquido elemento y permitía a los sitiadores resistir un posible ataque realizado desde la urbe. Tampoco se explica de forma pormenorizada el tipo de campamento que se crea, del cual únicamente se da alguno que otro detalle: «Bien se planta en el otero, hace firme su acampada, los unos hacia la sierra y los otros hacia el agua. El buen Campeador, que en buena hora ciñó espada, alrededor del otero, muy cerca del agua, a todos sus hombres les mandó hacer una zanja, que ni de día ni de noche por sorpresa les atacaran, que supiesen que mio Cid allí arriba se afincaba».
En los siguientes versos, el cantar explica de forma supina como el Cid actuó como era menester por aquellos tiempos: sitió la ciudad de Alcocer y le solicitó tributos o «parias» a cambio de no atacarla. También hizo lo propio con algunas otras urbes de la zona, como Ateca y Terrer». El Campeador, de esta guisa (recibiendo más oro del que podía soportar su bolsa y atesorando riquezas) se mantuvo frente a las murallas de Alcocer más de dos meses. O, más concretamente, «15 semanas», en palabras del Cantar.
«No es posible creer que el poeta haya querido sugerir que el Cid se comportó de mala fe para con los alcocereños»
No obstante, Frutos hace hincapié en que no hay que llevarse a engaños, y el objetivo último de este guerrero no es otro que terminar conquistando la plaza debido a la supuesta «importancia estratégica» que se le da en el texto.
Con todo, algunos autores como Peter Edward Russell afirman en sus escritos que no hay que entender al Cid como un tirano que pretendía esquilmar la zona para luego conquistarla, sino como un estratega militar que entendía la importancia psicológica de asediar una plaza fuerte: «No es posible creer que el poeta haya querido sugerir que el Cid se comportó de mala fe para con los alcocereños. Parece que introdujo el tema de las parias con el fin de llamar la atención sobre el temor que sentía la guarnición al verse asediada por el Cid, pero sin atender debidamente a las consecuencias jurídicas de dicha introducción».
El plan
A las quince semanas el Cid se hartó de que Alcocer no se rindiese y pasó a la acción. ¿Qué se le pasó por la cabeza? Una curiosa estratagema para hacer salir a los defensores de la ciudad. Ordenó recoger todas las tiendas menos una y fingir una retirada. «La retirada tenía como objetivo desconcertar a los alcocereños e invitarles a aprovechar la situación abandonando el refugio de las murallas», añade el experto. ¿Por qué abandonarían estos la seguridad de su ciudad? Sencillamente, por las ansias de vil metal: las «parias» que el Campeador llevaba acumulando durante más de dos meses.
Así se narra este suceso en la versión modernizada de Frutos del poema: «Él hizo una estratagema, más no lo retrasaba: plantada deja una tienda, las otras se las llevaba, avanzó Jalón abajo con su enseña levantada, con las lorigas puestas y ceñidas las espadas, a guisa de hombre prudente, para llevarlos a una trampa. Lo veían los de Alcocer, ¡Dios, como se jactaban! -Le han faltado a mio Cid el pan y la cebada; las otras apenas se lleva, una tienda deja plantada; mio Cid se va de tal modo cual si en derrota escapara. Vayamos a asaltarlo y obtendremos gran ganancia, antes de que le cojan los de Terrer, si no, no nos darán de ello nada; la tributación cogida devolverá duplicada».
El plan había funcionado. El Cid había logrado que abandonaran la seguridad de su plaza fuerte. A su vez, la suerte le sonrió, pues «con las ansias del botín, de lo otro no piensan nada, dejan abiertas las puertas, las cuales ninguno guarda». De esta forma, el Campeador (cuyas fuerzas eran formadas por unos 300 hombres, atendiendo a las fuentes) solo tuvo que esperar hasta que sus enemigos (la mayoría, según se da a entender, soldados a pie) estuviesen lo suficientemente lejos de las defensas como para no poder retirarse si él iniciaba la carga.
La carga
A partir de este momento, existe cierta controversia en relación a la forma en la que el Cid atacó a los musulmanes. La versión modernizada de Frutos del «Cantar del Mio Cid» explica que cuando «el buen Campeador hacia ellos volvió la cara» y vio que «entre ellos y el castillo el espacio se agrandaba», ordenó girar la bandera, espolear los caballos, y cargar sin ningún pudor a sus hombres contra aquellos «infieles». «¡Heridlos, caballeros, sin ninguna desconfianza! ¡Con la merced del Creador, nuestra es la ganancia!». A partir de ese momento comenzó la verdadera batalla.
Tal y como señala el texto, los jinetes del Cid cargaron, con el Campeador y Álvar Fáñez (uno de los principales capitanes de Rodrigo) en cabeza: «Han chocado con ellos en medio de la explanada, ¡Dios, qué intenso es el gozo durante esta mañana! Mio Cid y Álvar Fáñez adelante espoleaban, tienen buenos caballos, sabed que a su gusto les andan, entre ellos y el castillo entonces entraban. Los vasallos de mio Cid sin piedad les daban». Poco más se dice de la contienda más allá de que cargaron a gritos mientras la retaguardia de los musulmanes trataba de regresar a la seguridad de Alcocer.
«¡Heridlos, caballeros, sin ninguna desconfianza! ¡Con la merced del Creador, nuestra es la ganancia!»
«En poco rato y lugar a trescientos moros matan. Los de delante los dejan, hacia el castillo se tornaban; con las espadas desnudas a la puerta se paraban, luego llegaban los suyos, pues la lucha está ganada. Mio Cid tomó Alcocer sabed, con esta maña». En el Cantar no se habla del número exacto de jinetes que llevaron a cabo el ardid (al menos en estos fragmentos), ni las bajas cristianas, por lo que siempre se ha supuesto que no se había sucedido ninguna. Al menos, en palabras del autor del «Cantar del Mio Cid».
Más allá de esta fuente, han sido muchos los autores que han tratado de explicar de forma pormenorizada cómo es posible que los musulmanes no tuviesen tiempo suficiente para regresar a la seguridad de Alcocer.
En base a los textos originales, Frutos es partidario de que el Cid dividió a sus tropas en dos unidades. La primera, encargada de atacar y entretener a los enemigos. La segunda, con órdenes de tomar la urbe. «El ardid consistía en una huida fingida que atrajera a los alcocereños a la lucha en campo abierto. Cuando esto se consiguió, el Cid y sus tropas dieron media vuelta y, gracias a una maniobra envolvente, obligaron a los musulmanes a permanecer luchando en el campo de batalla mientras la vanguardia del Campeador , encabezada por él y Minaya, se apoderaban de la plaza desguarnecida», explica.
Un final incierto
En todo caso, el Cantar explica que la batalla acabó cuando Pedro Bermúdez, soldado del Cid, puso en la parte más alta de las murallas la bandera de su señor. El Campeador, por su parte, no pudo contener la alegría. Aquella noche, al fin, dejaría la tienda de su campamento en favor de una cómoda habitación. «¡Gracias al Dios del cielo y a todos sus santos, ya mejoraremos el aposento a los dueños y a los caballos!».
«¡Gracias al Dios del cielo y a todos sus santos, ya mejoraremos el aposento a los dueños y a los caballos!»
A su vez, Rodrigo ordenó a sus hombres que no matasen a los prisioneros, pues estaban desarmados.
«Oídme, Álvar Fáñez y todos los caballeros: en este castillo un gran botín tenemos, los moros yacen muertos, vivos a pocos veo; a los moros y moras vender no los podremos, si los descabezamos nada nos ganaremos, acojámoslos dentro, que el señorío tenemos, ocuparemos sus casas y de ellos nos serviremos». La conquista había acabado bien. O eso parecía. Y es que, posteriormente, el señor de Valencia ordenó mandar contra Alcocer 3.000 musulamanes armados. Pero eso, como se suele decir, es otra historia.