Apilados al sol y sin ojos: la misteriosa muerte de los 39 primeros españoles que dejó Colón en América
Cuando el navegante interrogó a Guacanagari sobre lo ocurrido, el cacique evitó contestar a las preguntas y se llevó varias veces las manos a una herida en la pierna. Solo con el tiempo se pudo reconstruir un relato del posible desenlace de los 39 europeos, de cuyos cadáveres se recuperar únicamente doce
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La saga de terror Alien se vanagloria de que «nadie puede escuchar tus gritos en el espacio». Pero tal vez no haya que irse tan lejos para sentir una angustia así. Los 39 españoles que dejó Cristóbal Colón en el primer asentamiento europeo en América, La Navidad, no sabían a ciencia cierta si sus compatriotas volverían. El navegante podía naufragar camino a España, perder su influencia en la corte o, simplemente, no acertar a saber en qué isla indeterminada del Caribe habían quedado sus hombres. Daba igual lo que gritaran en La Navidad, o lo que dijeran con voz calmada: nadie podía entenderlos. Y nadie lo hizo.
Durante su primer viaje, Cristóbal Colón describió a los indios que encontró en una isla del Caribe, probablemente en las Bahamas, como «un pueblo gentil y pacífico y de gran sencillez», a los que regaló gorritos rojos y abalorios de cristal que colgaron en sus cuellos a cambio de oro. La gente caminando desnuda y la fruta en los árboles evocaron a los europeos la idea del Paraíso perdido, una pureza y sencillez solo posible en los pasajes bíblicos. De aquel primer y feliz encuentro saltó a otras islas: a la primera, la llamó San Salvador; a la segunda, Santa María de Concepción; a la tercera, Fernandina, como el Rey; y a la cuarta, La Isabela.
A primeros de diciembre de 1492, Colón llegó a la isla que llamó La Española, llamada Haití por los locales, y fue informado de que el interior del territorio contenía grandes cantidades de oro. En una visita cordial al jefe tribal, un hombre llamado Guacanagari, los españoles recibieron un traje de lana con bellos adornos, una máscara de oro y cestas de comida y otros regalos. La fecha coincidía con Nochebuena y hubiera sido para la expedición el día más dichoso, si no fuera porque el barco Santa María, donde estaban la mayoría de provisiones, quedó varado en un banco de arena después de que el vigilante se quedara dormido aquella noche.
Los arrecifes de coral destrozaron el casco de la nao y obligaron a evacuar la nave hacia la Niña, la única embarcación disponible. Para entonces la expedición castellana estaba formada por solo dos barcos, puesto que la Pinta que gobernaba Martín Alonso Pinzón había decidido ir por su cuenta a finales de noviembre, tras lo que parece que fue un encontronazo de su capitán con Colón.
El naufragio de la nao Santa María
Fue imposible salvar la Santa María, aunque nunca han faltado las teorías de que fue el propio Colón el que prefería que se perdiera el barco para así tener un argumento sólido en la corte de los Reyes Católicos que justificara el regreso, a falta de grandes cantidades de oro que mostrarles. El cargamento fue sacado de la embarcación con ayuda de los hombres de Guacanagari, que transportaron material hasta la costa. Los amables indios incluso dispusieron un banquete de batatas, langostas y pan de mandioca para los asustados náufragos.
El navegante al servicio de los Reyes Católicos vio en la generosidad de Guacanagari una señal divina. Todos los hombres no entraban en la Niña, una carabela de escaso tamaño, por lo que ordenó fabricar con los restos de la Santa María una fortaleza, el primer asentamiento europeo en América, cumpliendo lo que parecía la voluntad de Dios. En el asentamiento, llamado La Navidad por la fecha del naufragio, quedaron varios europeos a la espera de que Cristóbal fuera y volviera de España. No está claro cómo se decidió quién se quedaba y quién volvía a España, tal vez fue por castigo o incluso de forma voluntaria, dado que la isla contenía supuestamente oro. En cualquier caso, no había riesgos aparentes entre indígenas tan razonable. Se quedaron allí el escribano Rodrigo de Escobedo, un carpintero, un hombre con conocimientos de medicina, un ingeniero, un sastre y varios marinos…
El 2 de enero de 1493, Colón, los indios y los primeros colonos celebraron una fiesta de despedida donde el «cacique mostró al almirante a la hora de marcharse mucho cariño y una gran pena», según el texto del navegante. En cuanto se echó a la mar, la Niña se encontró con la Pinta en las aguas caribeñas, lo que permitió repartir las tripulaciones de forma más equilibrada. Colón discutió con intensidad con Pinzón, que había encontrado una buena remesa de oro en otras islas, tras lo cual iniciaron la vuelta a casa.
A principios de 1493, los dos barcos visitaron una última isla. Para sorpresa de todos, se toparon allí con la otra cara de los nativos. Al intentar hacer un trueque, los indígenas los contestaron con arcos y flechas, de modo que se produjo el primer enfrentamiento violento entre europeos y americanos en el Nuevo Mundo. Se trataba de los feroces caníbales, de cuyos peligros ya habían advertido antes los indios pacíficos. Aquello fue el principio de un choque inevitable: el primer aviso de que los colonos que quedaban atrás no estaban exentos de peligros.
A Cristóbal Colón le costó muy poco convencer a los Reyes Católicos en Barcelona para que autorizaran un segundo viaje. Solo seis meses después, Isabel dispuso una segunda travesía, esta vez formada por 17 barcos y cientos de personas embarcadas. El primer contacto se produjo esta vez al este de la actual Puerto Rico, en una isla selvática que empujó como un imán a doce españoles a saltar del barco y adentrarse en la vegetación. Buscando a sus camaradas, los castellanos entraron en contacto con la tribu caníbal de los Caribes, en cuyo campamento «vieron piernas humanas sazonadas colgando de vigas, como acostumbramos nosotros a hacer con los cerdos, y la cabeza de un joven recién asesinado, aún con sangre húmeda, y partes de su cuerpo mezcladas con carne de ganso y loro», escribió Pedro Mártir.
Tal vez se trataba de una ceremonia en honor a familiares fallecidos o de enemigos valientes, como algunos historiadores actuales han especulado, pero desde luego heló la sangre a los europeos que lo presenciaron, imaginando el peor desenlace para los que se habían perdido en la selva. Junto a la despensa de cadáveres, hallaron prisioneros de otra tribu que iban a ser ejecutados en los próximos días y que Colón se llevó consigo. Entre ellos, había mujeres rollizas y hombres castrados para que su carne fuera más tierna…
Una historia de terror caribeño
Otras tribus igual de belicosas llenaron de flechas la travesía de Colón hasta el asentamiento La Navidad. Los heridos con estas armas, untadas de un veneno que atacaba el sistema nervioso, «murieron en medio de delirios […] y mordiéndose sus propias manos y su carne, a pesar del enorme dolor que sentían». Los mosquitos, las enfermedades tropicales y lo arbitrario del efecto de este veneno (unos sobrevivían y otros morían sin más) convencieron a muchos conquistadores de que Colón les conducía a las mismísimas puertas del infierno. Los castellanos, muchos de ellos nobles, se vieron obligados a comer perros y reptiles para no morir de hambre.
Como narra Kirstin Downey en su libro « Isabel, La Reina Guerrera» (Espasa), la flota de Colón se abrió desesperada paso hasta la colonia de La Navidad temiendo por el destino de los primeros españoles, no sin antes crear otro asentamiento llamado La Isabela, que serviría de base de operaciones para las siguientes expediciones. Al fin en La Navidad, descubrieron que los 39 españoles habían sido asesinados, probablemente solo un mes antes. Lo primero que encontraron fue dos cadáveres irreconocibles, con una soga de esparto al cuello. No fue hasta que hallaron dos barbudos crucificados que comprendieron que se trataba de europeos. En total, dieron con una docena de cadáveres apiñados por los nativos para que se pudrieran al sol. A todos les habían sacado los ojos, se cree que para comérselos, y habían incendiado la aldea. No todos los cadáveres aprecieron.
Cuando Colón interrogó a Guacanagari sobre lo ocurrido, el cacique evitó contestar a las preguntas y se llevó varias veces las manos a una herida en la pierna. Tampoco resultó convincente su posterior explicación de que el responsable del crimen había sido el líder caníbal Caonabo, el mismo que había disparado a Colón en su primer viaje. Únicamente el tiempo permitió reconstruir un relato aproximado del final del grupo.
Fernando, hijo de Colón, dejó escrito que los 39 colonos provocaron la ira de los indios al robarles comida y algo más sensible… Ante la falta de provisiones, los españoles se enfrentaron entre sí nada más partir la Pinta, mientras varios se hacían con «cuatro o cinco esposas cada uno» indias y otros tantos emprendían distintos caminos en busca de oro. Aquel motín terminó con los europeos asesinados por la propia tribu de Guacanagari, por otra vecina o, directamente, entre sí.
Colón no castigó al líder local que había permitido aquella matanza tal vez por miedo a represalias, o porque no pensó que era el responsable, pero sí permitió otros abusos contra los indígenas, en contra de las órdenes de la Reina de «tratar a dichos indios muy bien y con cariño, y abstenerse de hacerles ningún daño, disponiendo que ambos pueblos debían conversar e intimar y servir los unos a los otros en todo lo que puedan». El cronistas Bartolomé de Las Casas describió como Alonso de Ojeda apresó más tarde a varios indios y ordenó que a uno de ellos le cortaran las orejas ante la sospecha de que había robado ropa, una pena habitual para este delito en el Viejo Continente. La sangre corrió pronto en ambos sentidos…
Historias de terror como la de La Navidad y la presencia de tribus caníbales llevaron a pensar a muchos europeos que los indios no eran del todo humano, lo que no deja de ser paradójico porque, de igual modo, muchos nativos dudaban sobre si aquellos hombres barbudos eran enviados del cielo. Sin ir más lejos, la ciudad de La Isabela, levantada por Colón, quedó pronto abandonada y pasó a ser a ojos de los españoles un lugar encantado donde los fantasmas de colonos vagaban por sus calles vacías. Porque el Diablo estaba en América antes de que pisaran allí los primeros cristianos. Los Reyes Católicos creían urgente evangelizar a las millones de vidas que corrían el riesgo de condenarse al hallarse muestras de «idolatría y sacrificios diabólicos para venerar a Satán».