Asesinadas en la tapia oeste del cementerio de la carretera de Zaragoza (Guerra Civil)
Nunca será suficiente el recuerdo y evocación de lo ocurrido en Huesca aquel domingo, como hoy mismo, 23 de agosto de 1936, hace setenta y nueve años. Ese día, no menos de noventa y cinco personas
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Nunca será suficiente el recuerdo y evocación de lo ocurrido en Huesca aquel domingo, como hoy mismo, 23 de agosto de 1936, hace setenta y nueve años. Ese día, no menos de noventa y cinco personas fueron asesinadas en la tapia oeste del cementerio de la carretera de Zaragoza. Falangistas, miembros de Acción Ciudadana y militares, el fascismo local amparado por el clero, cumplieron a rajatabla las instrucciones dictadas por el “director” del golpe de Estado, el indigno general Emilio Mola: “Es necesario crear una atmósfera de terror, hay que dejar sensación de dominio eliminando sin escrúpulos ni vacilación a todo el que no piense como nosotros. Tenemos que causar una gran impresión, todo aquel que sea abierta o secretamente defensor del Frente Popular debe ser fusilado”. Los camiones con presos empezaron a salir de la cárcel provincial a media mañana y solo a última hora de la tarde, cesó el cortejo de muerte. Los enterradores no daban abasto en medio de aquella orgía de sangre.
La orden de fusilamiento la dictó el coronel comandante militar de la plaza, el sanguinario Luis Soláns Lavedán, nacido en Albalate de Cinca, donde inexplicablemente y para vergüenza de todos los ayuntamientos democráticos que han gobernado en la localidad, el colegio público todavía lleva su nombre. Soláns venía de Melilla donde había protagonizado el asalto a las instituciones de la República y ejercido una brutal represión sobre la población civil, en particular la comunidad judía. El valeroso militarote no vaciló y mandó al paredón a decenas de anarcosindicalistas, militantes de Izquierda Republicana y gentes sin adscripción que habían sido detenidos tras la sublevación militar del 18 de julio. No hubo piedad, hombres y mujeres fueron pasados por las armas, algunos incluso asesinados a cuchillo por un conocido matarife que ahorró de este modo unas cuantas balas al arsenal de los sedicentes defensores de la ciudad.
Un muro acribillado a balazos
El escritor y miliciano de la Columna Ascaso José María Aroca, describe en su libro “Las Tribus” la impresión que recibió al llegar al entorno de la población a finales de agosto: “Cuando llegamos al cementerio de Huesca, descubrimos que uno de sus muros estaba literalmente acribillado a balazos. Al pie de la pared, la tierra, amasada con sangre, tenía un color parduzco. La cal aparecía salpicada, aquí y allá, de cabellos y de sesos humanos. En aquella tapia, los sublevados habían estado fusilando a los izquierdistas de la capital. Dentro del cementerio, unas inacabables fosas comunes daban testimonio de lo implacable de la represión fascista. A unos doscientos metros del camposanto, semioculto en un cañaveral, encontramos el cadáver de un obrero que al sentirse alcanzado por las balas había echado a correr para desangrarse bajo las estrellas. Tenía las manos atadas con una cuerda”. Cuerdas o alambres servían para sujetar por las muñecas, de dos en dos, a los reos que descargaban de los camiones a culatazos y patadas.
Es necesario crear una atmósfera de terror, hay que dejar sensación de dominio eliminando sin escrúpulos ni vacilación a todo el que no piense como nosotros. Tenemos que causar una gran impresión, todo aquel que sea abierta o secretamente defensor del Frente Popular debe ser fusilado. General Emilio Mola
El empleado de banca Emilio Coiduras Ascaso logró zafarse de las ataduras y corrió por el cementerio tratando de salvar la vida. “Emilia, Emilia –gritaba impotente nombrando a su mujer-, por favor, perdóname…”, fue abatido por los implacables perseguidores. A Emilio Coiduras quizá no lo habían apaleado en la prisión lo suficiente y por eso intentó la fuga imposible. No pudo ni siquiera pensar en tal posibilidad el médico militar jubilado y convencido azañista Alfonso Gaspar y Soler, valenciano de 50 años, afincado en Huesca desde 1918. Como a muchos izquierdistas le habían aconsejado que se fuera de la ciudad, pero como tantos, respondió que “no había hecho nada y nada podía temer”, razonamiento de todo punto equivocado y fatal frente a la barbarie destructiva de las gentes de orden, dispuestas a la aniquilación de los rojos en nombre de la patria. Gaspar y Soler había combatido con el capitán Francisco Franco en África, en la batalla de El Biutz, lugar próximo a Ceuta, donde el futuro caudillo resultó gravemente herido y salvado, precisamente, por el cirujano Gaspar. Cuando lo detuvieron, su esposa, Rosalía Auría, quiso convencerlo para pedir clemencia al antiguo compañero, pero éste la disuadió, Franco había demostrado con solvencia su falta absoluta de compasión y no le hubiera salvado. Apaleado brutalmente, con cada golpe le recordaban los mítines en los que intervino, las consultas que dispensaba sin gastos a la gente humilde, su prestigio social, la militancia política, las dañinas amistades izquierdistas. Incluso después de muerto fue pateado al pie de la tapia donde cayó. Su consulta y su casa, como la de otros muchos detenidos, fueron saqueadas y muebles, libros, joyas y objetos de todo tipo, repartidos como botín de guerra por los señoritos de la Falange local.
Pero la militancia política no siempre constituía un argumento para detener y matar. El juez de la Audiencia Juan Llidó Pitarch, de 39 años, carecía de significación partidista y eso no le valió de nada, como tampoco la aplicación diligente de la justicia a decenas de anarquistas que habían protagonizado algaradas y acciones revolucionarias en momentos de conflictos sociales y laborales durante la República. Llidó, castellonense, había sido destinado a Huesca en 1933, a donde llegó con su esposa y dos hijos. Nunca manifestó simpatía por las derechas, lo que a ojos del general Gregorio de Benito, que lo mandó detener el 22 de julio, constituyó una justificación incontestable: “Hace mucho más daño a nuestra causa –responde el general a una misiva del juez- y a la patriótica empresa de salvación a España que estamos llevando a cabo, la actitud pasiva y algo hostil de los que como usted no han secundado el movimiento salvador y se dedican a la fácil crítica negativa y nociva de café, que el que gallardamente se lanza a defender con las armas y corriendo el consiguiente riesgo, la causa contraria”.
Se llenó de presos la cárcel, el instituto y el cuartel
Las denuncias y delaciones sí servían para llenar la cárcel de presos políticos, pero también se llenó el instituto, hoy museo provincial, incluso el cuartel de la estación albergó civiles en las primeras semanas de terror caliente y encarcelamientos a mansalva. Al carnicero Miguel Jalle Vivas, anarquista, lo denunciaron por envidia, probablemente para quitar del mercado a un competidor. También el comerciante José Blanch Pujadó había prosperado más allá de donde parecía razonable para otros empresarios de la localidad, por lo que fue denunciado y detenido el 5 de agosto. Otro vendedor de su propia calle, Ramiro el Monje, denunciará a la frutera Eugenia Funes Tornes, que ingresa en prisión el 21 de agosto acusada de no se sabe qué.
A los políticos locales que no se habían puesto a salvo, concejales, miembros de la Diputación e incluso de la Cámara de Comercio se les persiguió con saña desde el primer momento. El farmacéutico Jesús Gascón de Gotor, celebró la llegada de la República como “presidente de la Cámara de Comercio Republicana” y no se lo perdonaron; Adrián Bonet Ulled, comerciante y concejal republicano con el alcalde Mariano Carderera también pagó con su vida la dedicación a su ciudad. El abogado y masón Antonio del Pueyo Navarro, que había presidido la Diputación Provincial, recibió la noticia del golpe de Estado militar en Panticosa, donde se encontraba de vacaciones con su esposa y su hija. Unos días más tarde el comandante del puesto de la Guardia Civil, con el que tenía buena relación, le dijo que había recibido una orden de detención contra él, pero que si quería podía pasar la frontera con Francia, lo dejaba marchar. Del Pueyo, que “no había hecho nada”, regresó a Huesca con su familia el 4 de agosto, inmediatamente quedó detenido. Lorenzo Bescós Santalucía, hombre de negocios, promotor de la Editorial Popular que puso en circulación el diario republicano “El Pueblo”, tan perseguidos por el régimen sus accionistas y trabajadores, resultó elegido concejal por Izquierda Republicana, fue detenido a mediados de agosto y torturado con demencial ferocidad.
Mataron a mujeres como Concha Monrás, viuda de Ramón Acín desde el 6 de agosto, las hermanas Barrabés Asún, Victoria y Rafaela, de 20 y 21 años, respectivamente, apresadas al no encontrar en casa a sus hermanos, a los que perseguía la policía del nuevo régimen que se abría camino sobre cadáveres; la activista María Sacramento Bernués Estallo, de 43 años, que ya había sido arrestada con anterioridad y en cuyo expediente carcelario se anota “no muestra ningún arrepentimiento”; Francisca Mallén Pardo, detenida el 18 de agosto por ser novia del anarquista José Espuis Buisán, también fusilado el mismo día, con el que se iba a casar pocas semanas después de este 23 de agosto de 1936, la jornada más trágica y larga de la historia de Huesca.
No caben en estas ya demasiado extensas líneas, los nombres de otras personas valerosas, humildes y luchadoras, vecinos nuestros, que el fascismo se llevó por delante. Tampoco tantas otras historias de anhelos y esperanzas truncadas, de multas imposibles de pagar, impuestas por los tribunales de responsabilidades políticas a las familias de los que ya habían sido asesinados.
El próximo 23 de agosto, cuando se cumplan ochenta años de esta barbarie, confiamos en haber podido colocar en la tapia oeste del cementerio municipal una leyenda que haga de este ámbito un lugar de memoria. En ese empeño de recordar andamos algunos comprometidos.
Víctor Pardo Lancina
Origen: Setenta y nueve años después, por Víctor Pardo Lancina – Cambiar Huesca