Así conquistaron por tierra y mar los Tercios españoles el territorio de Portugal: Felipe II, Rey del mundo
El Gran Duque de Alba orquestó una invasión relámpago, mientras que don Álvaro de Bazán apoyaba a las fuerzas hispánicas desde sus galeras. Ambos entendían la importancia de la rapidez en una operación así y golpearon como un martillo en la fragua
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La vieja guerra naval en el Mediterráneo y la que se alumbraba en el Atlántico tenían pocos puntos en común, más allá de que ambas se desarrollaban sobre el agua. Ni los barcos, ni las tácticas, ni siquiera el viento eran los mismos. Don Álvaro de Bazán, un veterano de la mayor batalla en el Mediterráneo, la de Lepanto, tuvo que aprender sobre la marcha estas lecciones, porque del mejor almirante castellano, «el invicto», se esperaba que se adaptara a los tiempos incluso cuando no había nada escrito.
Los resistentes buques atlánticos, diseñados para cruzar el océano con la única ayuda del viento, permitían una nueva forma de hacer la guerra donde el abordaje entre embarcaciones solo era el último recurso. La incorporación al Imperio español de una de las flotas atlánticas más temidas, la portuguesa, dio el pistoletazo de salida para España a esta innovadora forma de guerrear. No obstante, hacerse con el país vecino no fue una tarea fácil para Felipe II, que años después presumiría de que «el reino de Portugal lo heredé, lo compré y lo conquisté».
La herencia del Rey
En 1578 falleció sin dejar descendientes el Rey de Portugal Sebastián I, en una demencial incursión en el Norte de África. El pueblo portugués tardaría décadas en creer que su bizarro monarca hubiera fallecido realmente en unas circunstancias tan bobas e incluso surgieron varios farsantes haciéndose pasar por el muerto. No así las grandes cortes, que tardaron mucho menos, un instante si acaso, en limpiarse las lágrimas. Mientras el anciano Enrique, tío de Sebastián, asumió de forma breve la corona, sin esperanza de tener descendientes a tiempo; Felipe II comenzó a blandir sus derechos al trono como hijo de una infanta portuguesa.
Para cuando Enrique I murió, el 31 de enero de 1580, Felipe II había convencido ya a la mayor parte de la nobleza lusa y a las grandes potencias europeas de que él sería el nuevo rey. El prior Antonio de Crato, nieto bastardo del Rey Manuel I el Afortunado, no estuvo de acuerdo y levantó una rebelión en el país con el apoyo de Francia, Inglaterra y las clases más humildes, lo que forzó al Imperio español a invadir Portugal.
El Gran Duque de Alba orquestó una invasión relámpago, mientras que don Álvaro de Bazán apoyaba a las fuerzas hispánicas desde sus galeras. Ambos entendían la importancia de la rapidez en una operación así y golpearon como un martillo en la fragua. El Rey puso en manos de Bazán, un héroe nacional desde lo ocurrido en Lepanto, 64 galeras para que apoyara la invasión terrestre y embarcaran a los 4.700 hombres del tercio de Rodrigo de Zapata y Martín de Argote. El grueso de la infantería se desplazó siguiendo la línea Badajoz-Elvas-Estremoz-Setúbal, mientras que la flota española se dirigió en paralelo a Setúbal con víveres y equipos para los soldados de Alba.
El avituallamiento de un ejército elefantiásico de 28.000 hombres era el principal reto de la campaña, incluso por encima de las fuerzas enemigas, que antojaban débiles por tierra. El veterano duque tuvo la ocurrencia de que las vituallas del día fueran por delante de la infantería, custodiadas por arcabuceros a caballo, para que el desplazamiento no fuera tan lento. La infantería logró así establecer una marcha sin interrupciones, aunque no pudieron impedir que se les adelantara la flota del Marqués de Santa Cruz, ante la que los puertos portugueses fueron entregándose a un ritmo de uno por día.
La importancia de la logística
En Setúbal, la ciudad se rindió sin mucho esfuerzo, pero en la fortaleza de Outâu resistieron 100 partidarios del Prior de Crato y sus 47 cañones, situados en una zona de difícil acceso. Todo ello, mientras tres grandes galeones protegían desde el mar la posición como si de tres tiburones nadando en círculos se tratara. Se emprendieron las labores de ingeniería habituales en estos casos y, una vez batida la zona, los españoles lanzaron un asalto sobre la fortaleza de Outâu a cargo de las tropas italianas de Próspero Colonna. El ataque fue bien hasta que el fuego de los poderosos galeones hizo retroceder a los soldados e ingenieros españoles. Solo la intervención de Bazán devolvió el desequilibrio total a la contienda.
Las galeras abordaron como pirañas al galeón más activo en la lucha, el San Antonio, mientras los otros dos buques se retiraban al abrigo de la fortaleza. La posterior rendición de estos galeones y el acceso de Santa Cruz a sus 80 piezas de artillería precipitaron la rendición de los 70 últimos supervivientes. Los defensores fueron puestos en libertad por su valor y resolución, aunque con ello se ponga en cuestión la imagen del «coco» Alba que ha querido proyectar la leyenda negra. Otra cosa muy distinta es la fama de su mal carácter, que tiene muy poco de leyenda. Ante un retraso de dos días en la travesía de la flota, el irascible general perdió por un momento los nervios:
«Por cierto que el Marqués pudiera muy bien excusarse el andarse a tomar bicocas y también fuera justo que excusara el enviar a su hermano antes de llegar a este puerto, sabiendo que consiste en la llegada de la Armada la salvación de este Ejército y el hacerse con ella los efectos que Vuestra Majestad sabe (…). Me duele por el Marqués, que es muy buen caballero y muy grande amigo, pero llegado a este punto, no tengo ni padre ni madre».
Un desembarco propio de otro siglo
El día 22 de julio la Armada y el ejército se pudieron dar la mano e intercambiar vituallas. Como en otras ocasiones, el Gran Duque había hablado antes de tiempo y demasiado alto. Bazán, en la mar, era lo que Alba había sido en tierra en los últimos cincuenta años. Dos genios de la guerra trabajando juntos. Felipe II había calculado con acierto que el prior de Crato planeaba montar su última defensa en torno a Lisboa y la desembocadura del Tajo, de tal manera que las fuerzas españolas debían desembocar en este punto.
El primer obstáculo que debieron superar los españoles era cómo cruzar a la otra orilla del Tajo. Algo que a ojos de cualquier comandante corriente del siglo xvi hubiera requerido muchas semanas construyendo barcazas o un intento hercúleo de remontar el río hacia un paso más fácil… Pero es que las mentes de dos genios de la guerra como Bazán y Alba no eran corrientes.
Los dos mandos españoles concibieron el audaz plan de que las galeras del marqués desembarcaran una fuerza de élite por sorpresa en la playa de Cascais, a las puertas de Lisboa, y aseguraran una cabeza de puente para el resto de las tropas de infantería. Los elegidos para el desembarco fugaz fueron los hombres de Rodrigo de Zapata y Martín de Argote, y la playa una de pequeño tamaño rodeada de rocas.
El plan era arriesgado, tanto como para que pillara desprevenidos a los portugueses, que habían descartado por temeraria esa opción. Un ejército de 3.000 hombres y 400 jinetes portugueses se dirigió a la pequeña playa cuando divisaron las galeras. La vanguardia del ejército portugués llegó antes de que comenzara el desembarco, lo que a su vez obligó a los mosqueteros veteranos de Rodrigo Zapata a echarse al barro con la única protección del fuego de las galeras a sus espaldas. La calidad de esta fuerza profesional, y las virtuosas maniobras de Bazán, lograron espantar a los portugueses, en su mayoría bisoños y milicianos. Con la posición ocupada, el grueso de las fuerzas españolas desembarcó con éxito en una operación que se prolongó unas horas y que hizo gala de la enorme visión táctica que habitaba en la cabeza del almirante español.
El ejército de Alba, apodado «el duque gravedad», siguió su inmisericorde avance hacia la capital y tomó los principales fuertes que se alternaban por el Tajo. La mera estampa de las galeras de don Álvaro de Bazán a la entrada del Tajo motivó la rendición del fuerte de Cabeza Seca sin que se gastara un miligramo de pólvora. Tomar la hoy turística Torre de Belem costó más esfuerzo, porque contaba con 30 cañones y el apoyo de los enormes galeones que dormitaban en el puerto lisboeta. No obstante, la resistencia duró justo el tiempo que los galeones se retiraban al interior del puerto.
El prior Antonio de Crato se preparó para arriesgar el todo por el todo en una única batalla, puesta la fe en que la falta de experiencia de sus tropas pudiera suplirse con su superior conocimiento del terreno. Confiaba además en que la flota atlántica —42 naos, carabelas, carracas y galeones y siete galeras— apoyara desde el Tajo el combate terrestre. La batalla de Alcántara, librada el 25 de agosto de 1580, devino en una victoria plácida para las fuerzas de Alba; de hecho la lucha duró muy poco tiempo y en todo momento parecía inevitable que se impusieran las mejor entrenadas tropas españolas.
Una flota para una nueva era
Fue en el agua donde la incertidumbre se alargó por más tiempo. Al igual que en Lepanto, las galeras españolas habían sido reforzadas con 1.000 arcabuceros y tenían la orden de entablar combate cuanto antes con las naves portuguesas, que a larga distancia contaban con ventaja. Pero una cosa son las líneas trazadas sobre un mapa de batalla y otra el caprichoso viento… El soplido contrario de Poseidón y la bajamar impidieron repetidas veces que Bazán pudiera remontar el río Tajo. Desgañitado de tanto gritar sus órdenes, Santa Cruz logró al final subir el río a base de que muchos remeros reventaran de esfuerzo.
Las 62 galeras arrojaron la noche sobre los buques portugueses, que, viendo el desastre terrestre, arriaron sus velas y se rindieron antes de que comenzara la fase de abordajes. Prácticamente toda la flota portuguesa fue capturada, incluso las galeras que trataron de escabullirse lamiendo la costa. El que sí logró huir fue el escurridizo prior de Crato una vez terminaba la batalla, la última que disputaría aquel monumento a Ares llamado Fernando Álvarez de Toledo, III duque de Alba, que murió el 11 de diciembre de 1582 con el país ya pacificado. La ciudad fue tomada por los españoles y la guerra se alargó varios meses solo porque algunos focos rebeldes seguían activos.
Una vez acondicionadas para la guerra las grandes carracas portuguesas que guardaban en puerto, a Bazán le tocó acabar también con la resistencia rebelde en algunos territorios de ultramar portugueses. El prior levantó contra el Rey a la población de la Isla Terceira (en las Azores) como forma de mantener abierta la cuestión sucesoria. La batalla naval conocida como de las Terceiras, con estridente victoria española, marcaría las reglas a seguir en los próximos siglos en los combates en el Atlántico.