Así contó la prensa española la muerte de Napoleón: «¡Dios mío y la nación francesa!»
Los periódicos de 1821 aseguraron que, justo antes de fallecer, Bonaparte «se puso el uniforme, las botas y las espuelas» y que, después, pidió que «se abriese su cadáver para saber si padecía cáncer de estómago»
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Durante dos siglos, la muerte de Napoleón Bonaparte ha estado rodeada de todo tipo de especulaciones. La causa oficial dada aquel 5 de mayo de 1821 fue un cáncer de estómago, aunque investigaciones posteriores expusieron que el emperador francés había sido envenenado. Pero, ¿qué contaron exactamente los diarios españoles de la época?, ¿cuándo llegó la noticia?, ¿qué detalles se dieron acerca de sus últimas horas de vida?, ¿lamentaron o celebraron el fallecimiento del hombre que había conquistado Europa 13 años antes? o ¿cuáles fueron sus últimas palabras?
Para responder a estas preguntas, ABC ha realizado un viaje en el tiempo rescatando los artículos publicados por periódicos desaparecidas hace doscientos años, tales como «El Censor», «El Espectador» o el «Nuevo Diario de Madrid». Periodismo en una época no precisamente marcada por la inmediatez de internet. De hecho, la primera noticia de la muerte de Napoleón no llegó a España hasta el 17 de julio de 1821, dos meses y medio después de haberse producido. Según los ejemplares conservados en la Biblioteca Nacional, la exclusiva correspondió a dos diarios: «Miscelánea», una de las cabeceras más influyentes del Trienio Liberal, y «El Universal», periódico constitucionalista que se publicó entre 1920 y 1923.
El primero incluía una breve y aséptica reseñaescondida en sus páginas interiores: «Los papeles extranjeros que recibimos hoy anuncian que el 5 de mayo a las 6 de la tarde murió Napoleón Bonaparte en Santa Elena —decía sobre la isla en la que los británicos le habían desterrado hacía seis años—, después de cuarenta días de cama. La causa, un cáncer de estómago, según se ha descubierto por la disección de su cadáver pedida por él mismo».
¿Cáncer o envenenamiento?
No fue hasta bien entrado el siglo XX cuando se cernieron las primeras dudas sobre los resultados de esta autopsia realizada por seis médicos británicos y el doctor personal de Napoleón. Vinieron por parte de un prestigioso estomatólogo sueco, que aseguró, en 1961, que el emperador había sido envenenado con arsénico. Desde entonces han sido muchos los estudios que han defendido una y otra hipótesis, avalados por el mismo Gobierno francés o por agencias como el FBI. El último, publicado por «National Geographic» en 2015, concluyó que, efectivamente, había falleció por un cáncer de estómago. Al parecer, la revista no encontró evidencias de arsénico en los análisis que había encargado.
La reseña de «El Universal» el mismo 17 de julio de 1821 era algo más extensa que la de «Miscelánea». Se hacía eco de lo publicado por medios ingleses para informar de que Napoleón, «antes de expirar, pidió que se abriese su cadáver para ver si su enfermedad procedía de la misma causa que puso fin a la vida de su padre. Esto es, el cáncer. Así lo hicieron los facultativos y hallaron que el enfermo no se había engañado. Y conservó todo su conocimiento hasta exhalar el último suspiro, muriendo, al parecer, sin dolor».
En la misma noticia se asegura que Bonaparte no se empezó a tratar su tumor hasta 15 días antes de fallecer y que, cuando lo hizo, «anunció a los médicos que no saldría de esa». «Es fácil adivinar qué causas habían producido aquella dolencia, considerando los reveses de fortuna que experimentó [Napoleón]. Principalmente, la dolorosa separación de su amada y tierna esposa y de su adorado hijo. Y, por otra parte, el injusto destierro que estaba padeciendo, condenado a vivir de un modo enteramente contrario a la vida activa a la que estaba acostumbrado», conjeturaba a continuación.
Napoleón, el nuevo Cid
Durante los dos meses y medio que tardó en llegar la noticia, los diarios españoles siguieron publicando noticias de Napoleón como si estuviera vivo. La sombra del hombre que había dominado Europa y cambiado el rumbo de la historia era demasiado grande, a pesar de su encierro en una isla en medio del Atlántico.
Cabeceras de carácter liberal criticaban la ambición del emperador francés, mientras se celebraba el aniversario del alzamiento contra el «usurpador», según le calificaba el «Nuevo Diario de Madrid». «El Espectador», por ejemplo, se despachaba a gusto considerando que «Bonaparte quiso ensanchar los límites de su poder de un modo que no permitía la naturaleza misma de la cosas y se vino al suelo». Mientras, «El Censor» se preguntaba: «¿Cuándo se impuso freno a sí mismo? Nunca, pues con los triunfos crecen las pretensiones». Una línea editorial contundente y comprensible, antes de saber que ya había pasado a mejor vida, si tenemos en cuenta su invasión de España se había producido solo una década antes.
Pero lo más sorprendente es cómo, aún entre rejas, Bonaparte era considerado una amenaza para la estabilidad del viejo continente y un hombre capaz de ganar guerras. En un artículo publicado el sábado 23 de junio de 1821, «El Universal» daba cuenta del interés de Grecia por enviar a Santa Elena a varios emisarios para persuadir a Napoleón de que comandara sus ejércitos contra los turcos, como si del Cid se tratara cabalgando muerto. El emperador había pasado a mejor vida hacía un mes y medio y el diario madrileño aún barajaba la hipótesis de que podía regresar a la guerra para frenar el poder de otras potencias enemigas: «No podemos negar que el rumor de que se pensaba dar libertad al prisionero de su isla ha corrido en los últimos días por toda Europa», decía, para asegurar después que «la aparición de Napoleón sería el mejor dique que pudiera oponerse a la inmensa ambición de Rusia y a la insufrible insolencia de los ultras franceses. Sería la mejor salvaguardia de la libertad constitucional de Europa».
Sus últimas palabras
Cuando la noticia de la muerte llegó por fin a España, la mayoría de los diarios no escatimaron en detalles sobre lo sucedido. «El Universal» aseguraba que Bonaparte había depositado 40 millones de francos en la Torre de Londres. El «Nuevo Diario de Madrid» se hacía eco de varios rumores no del todo confirmados. Uno decía que el barco que trajo la noticia desde Santa Elena a Europa también portaba su cadáver: «Parece que esto no es cierto», aclaraba después. Otro defendía que el finado pedía en su testamento ser enterrado en la misma isla, «en un paraje situado en un hermoso valle». Y el tercero que Napoleón no dio ninguna muestra de dolor, «aunque debió sufrir mucho durante su enfermedad», hasta que se le escapó su último suspiro.
El 24 de julio, «El Espectador» dedicó una página y media a contar cómo había pasado Napoleón, día a día, hora a hora, sus últimos momentos, hasta que «se perdió toda esperanza de restablecimiento» y se comprobó que «tenía las extremidades frías y apenas pulso». «A eso de la 3 de la mañana del día 5 perdió el conocimiento. Las últimas palabras que se le oyeron pronunciar fueron: “¡Dios mío y la nación francesa!”», detallaba esta cabecera. Y unas líneas más abajo informaba de que su cuerpo había sido expuesto públicamente dos días, antes del multitudinario entierro «bajo unos sauces», con 3.000 soldados y cuatro bandas de música acompañando al féretro: «Tenía puesto el uniforme, una placa a un lado y una cruz de plata sobre el pecho. Descansaba sobre el catre de campo que le había servido en casi todas sus campañas. Debajo de su cuerpo estaba la capa de paño azul bordada en plata que había llevado el día de la batalla de Marengo [el 14 de junio de 1800, contra las tropas austríacas] y que le ha servido de paño mortuorio en sus exequias».
[Lee los curiosos detalles del entierro publicados por «Miscelánea», el 25 de julio de 1821]
Tuvieron que pasar unos diez días desde que la noticia atracara en España, para que los diarios comenzaran a hacer un análisis más sosegado de la figura histórica de Napoleón. Tan solo «Miscelánea» —a 21 reales vellón por periódico— se mostró cauto: «Todavía rodean demasiado su sombra, el odio, la amistad y la admiración para esperar que se oiga la inexorable e impasible verdad. Estas pasiones se enfriarán, pero sus cenizas aún están calientes».
«El Censor» le dedicó nada menos que 32 páginas a su figura, bajo el titular «Mérito, fortuna, errores, crímenes y desgracias de Napoleón Bonaparte». Una extensa semblanza tan solo dos meses después del fallecimiento, que comenzaba: «Murió Bonaparte. Ya no existe el hombre ante el cual se postraron en otro tiempo las naciones y cuya voz hacía estremecer sobre sus tronos a todos los monarcas del continente».
«El Universal» ofreció, el 26 de julio de 1821, un punto de vista similar: «Pocos conquistadores han tenido una celebridad tan prodigiosa como él. Se ha oído su nombre en toda Europa y aún ha resonado hasta en las extremidades de Asia. Fue colocado Bonaparte, por la irresistible fuerza de los acontecimientos, a la cabeza de una gran nación cansada de una larga anarquía. Y se convirtió en heredero, por decirlo así, de una revolución [la Revolución Francesa de 1789] que exaltó todas las pasiones buenas y malas», explicaba.
Testimonios valiosísimos para entender la importancia del hombre que abrió las puertas de la historia contemporánea mundial, tan solo veinte años después de haberlo hecho. Muerto el hombre, el mito ya había nacido.
Autor: ISRAEL VIANA – Isra_Viana
Origen: Así contó la prensa española la muerte de Napoleón: «¡Dios mío y la nación francesa!»