Así engañó el comunismo a 600.000 liquidadores para que murieran por la URSS en Chernóbil
Tras el accidente nuclear de Chernóbil, entre 600.000 y 800.000 liquidadores se presentaron voluntarios para aislar el núcleo del reactor. Lo hicieron sin saber la verdad sobre lo que les podía suceder después
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«Apto para el servicio». Cada año, al someterse a su revisión de rigor, el ingeniero ucraniano Konstantin Tatuyan recibía siempre este diagnóstico. Por desgracia, poco tenía de veraz. La realidad era bien diferente y dictaba que estaba infectado con el mal de la radioactividad. La suya fue la enésima historia médica falsificada por el gobierno de la URSS para esconder que había enviado a la muerte (o de cabeza hacia una epidemia nuclear) a entre 600.000 y 800.000 personas; un «ejército» de voluntarios a los que ofrecieron desde riquezas hasta evitar el servicio en Afganistán para sellar -a base de pala y escombros- el reactor número 4 de la central de Chernóbil. El mismo que había saltado por los aires el 26 de abril de 1986. Ellos fueron los «liquidadores», unos héroes en la sombra que formaron una fuerza veinte veces mayor al ejército que partió junto a Napoleón Bonaparte para conquistar Egipto.
El secretismo y las falacias no acabaron después de que aquel desastre hiciera estremecerse a Ucrania. Cuando el reactor número 4 dejó de escupir muerte y dolor, el gobierno de la URSS se empecinó en evitar, al precio que fuera, que las repercusiones del accidente fueran conocidas (entre ellas, que las emisiones nucleares lanzadas a la atmósfera en Chernóbil equivalían a 500 bombas de Hiroshima). Según explica a la BBC Irena Taranyuk (entonces una niña residente en el país) hubo tanta desinformación en torno al suceso que no tuvieron más remedio que informarse a través de los medios extranjeros. El caso más exagerado fue el del presidente Mijail Gorbachov quien, a pesar de que conoció los sucesos en la planta nuclear a primera hora, no interrumpió su fin de semana y evitó hablar de ello en televisión hasta que pasaron 18 días.
De la misma opinión es el periodista Adam Higginbothan (autor de«Midnight in Chernobyl»). Tal y como ha narrado a la misma cadena, la reacción de los principales líderes de la URSS fue «ocultar la tragedia» y «tratar de minimizar la información que se publicaba». Aunque, en su opinión, no solo por miedo a que aquel desastre destrozara la reputación del país, sino también porque «el evento era tan catastrófico» que ni los expertos «podían asimilar lo que estaban viendo». En todo caso, no dice mucho en favor de Gorbachov el saber que ordenó cortar las redes telefónicas y prohibió a los «liquidadores» y a los trabajadores de la central contar lo que había ocurrido en el reactor número 4. Aquella fue la enésima mentira de unos políticos que habían engañado a miles de personas para que se presentasen voluntarias y acudieran a paliar, lanzando escombros, aquel desastre nuclear.
El infierno nuclear de estos hombres (así como la de los pilotos y los bomberos que acudieron a la central) comenzó después de la explosión acaecida en el reactor número 4 de Chernóbil -sucedida a la 1:23 de la mañana-. Para empezar, por la ingente cantidad de escombros incandescentes y altamaente radiactivos que volaron por el cielo de Ucrania y cayeron sobre la tierra desnuda ubicada cerca del gigantesco edificio. La mayoría de ellos, como bien señala el doctor Renato Radicella en su dossier «Chernóbil, los hechos» (de la Comisión Nacional de Energía Atómica) fueron trozos de la estructura, combustible y pedazos de grafito. Todo ello, mientras el interior del núcleo bullía a más de 3.000 grados y las llamas se extendían por varias salas de la central.
«Los restos del núcleo que no fueron expulsados por la explosión quedaron expuestos a la atmósfera. […] La [“nube”] formada por humo, productos radiactivos y escombros se elevó hasta una altura de aproximadamente 1000 metros. Los componentes más pesados se depositaron rápidamente en las proximidades de la planta, mientras los componentes más livianos, incluyendo los productos de fisión, fueron arrastrados por el viento en dirección al noroeste. El intenso fuego producido en Chernóbil por el grafito fue el principal responsable de la dispersión de los productos de fisión a grandes alturas», explica el experto.
Pilotos: los primeros valientes
Durante el desconcierto inicial, varios agentes fueron obligados a acudir a las inmediaciones de Chernóbil para crear un perímetro de seguridad. Los que regresaron lo hicieron con la piel de las piernas severamente dañada por el polvo radioactivo. Posteriormente, el ejército hizo llamar a varios de sus pilotos de helicópteros -una buena parte de ellos veteranos de Afganistán– para que acudieran a la zona. A ellos se les asignó la misión de mitigar el incendio del reactor, el primer paso para lograr sellarlo y evitar que más material y polvo radioactivo salieran a la atmósfera.
«Se decidió dar comienzo a la operación: los pilotos se las ingeniaron para mantener los aparatos estables sobre el núcleo en llamas mientras soldados sin equipamiento especial arrojaban desde ellos bolsas de ochenta kilos de arena con la que esperaban sofocar el fuego. Esperaban neutralizar el incendio arrojando al pozo infernal toneladas de arena y ácido bórico, que neutraliza la radiación. El primer día, los pilotos hicieron más de cien salidas, al día siguiente más de trescientas. En esos momentos, en su cota de vuelo, el nivel de radiación era de 3.500 roentgens, más de nueve veces la dosis letal. Algunos pilotos realizaron más de treinta vuelos en un solo día», explica el periodista Ignacio Camacho en su obra «Chernóbil, 25 años después».
Uno de estos fue Andrej Misko, que fue llamado para participar en las labores de sellado del sarcófago. «Recibí el mensaje de lo que sucedió estando en la ciudad de Sebastopol. Completábamos un entrenamiento de supervivencia […] y nos preparábamos para una operación en Afganistán. La gravedad de la situación se hizo evidente el 30 de abril, cuando todo el regimiento fue alertado y tuvo que prepararse para volar a Chernóbil. El 2 de mayo un telegrama del cuartel general del ejército llegó: necesitaban ocho tripulaciones de helicópteros Mi 6 y había que modificar los aparatos para transportar cargas exteriores», explicó en entrevista a Fedasib – Federación Nacional de Acción Social con la Infancia Bielorrusa-.
El 5 de mayo llegó a Chernóbil. Aquel día se levantó a las 4 de la mañana, desayunó a las 5:30 y partió hacia la central nuclear. Como parte de la tripulación del helicóptero lanzó hasta 11 cargas de arena desde el aire hacia el núcleo del reactor en un área de unos 30 kilómetros. «El primer vuelo me causo una gran impresión. El pueblo de Pripyat ya había sido evacuado, y desde arriba veíamos camiones y coches abandonados, ropa tendida en los balcones, era un vacío aterrador, no quedaba un alma. Sólo la voz del controlador de tránsito aéreo, que estaba en el hotel, el edificio más alto, de Pripyat, fue escuchado en nuestros auriculares», completó. En palabras de Camacho, los pilotos entendieron que era una misión suicida.
Con todo, Misko tuvo más suerte que algunos de sus compañeros. Unos de ellos fueron los tripulantes de un helicóptero Mi-8 que, tras llevar a un fotógrafo llamado Ígor Kostin hasta la parte superior del reactor y dejarle luego en tierra, fallecieron tras sufrir un accidente en una de sus múltiples salidas para lanzar deshechos sobre el núcleo. Al parecer, su piloto se desvaneció en el aire debido al cansancio y a la radiación, perdió el control del aparato, y chocó contra las grúas. Cayeron en el mismo núcleo.
Bomberos
Paralelamente a los pilotos, y en las tres primeras horas tras la explosión, fueron movilizadas varias unidades de bomberos con la misión de evitar que las llamas se extendieran y de apagar los incendios generados en la planta. Y eso, a pesar de las altas temperaturas que se alcanzaron (de hasta 2.500 grados, según afirma el escritor Fernando Bermúdez Ardila en su obra «El fin del fin»). Las imágenes que han quedado para la posteridad nos los muestran vestidos únicamente con un traje de goma y unas mascarillas similares a las de los hospitales.
Poco podían hacer esos trajes contra la radiación, por lo que las bajas de estos primeros valientes fueron incontables. Con todo, algunos de ellos como Víctor Zajárchenko -entonces jefe de bomberos- lograron sobrevivir. En 2016 contó sus peripecias en Kiev. «No era la primera vez que teníamos que extinguir un fuego en la central, pero lo que no pude imaginar es que esa vez se trataba del propio reactor. En lugar de los 15 días que duraba cada turno estuve 45 en Chernóbil», explicó, como bien señala el corresponsal de ABC en Moscú Rafael M. Mañueco en su artículo «Un experimento causó la catástrofe de Chernóbil».
Falsos voluntarios
Tras los bomberos (y después de entender que la única forma de enterrar aquel infierno sobre la tierra era con fuerza humana) las autoridades empezaron a reclutar un ejército de «voluntarios» con el valor suficiente para ir al tejado de uno de los reactores y, desde allí, arrojar todos los escombros que encontrasen al núcleo del reactor 4 para sellarlo.
Se estableció que su «turno» sería de 2 a 3 minutos para que su cuerpo no se viera excesivamente expuesto a la radiación. En ese tiempo tenían que correr desde el punto de salida, subir al techo como alma que lleva el diablo, arrojar todos los restos que pudiesen al fuego (los privilegiados contaban con una pala) y, finalmente -y cuando oyeran una bocina-, darse la vuelta y huir para ponerse a salvo. Aún así, se arriesgaban a sufrir dosis de entre 250 y 500 milisievert de golpe (siendo 2 la radiación media, 5 la máxima que aconsejan que reciba el público general al año y 100 la dosis máxima para bomberos en plena intervención -según el manual «Bomberos, temario general»-).
Para «convencer» a los soviéticos de que acudieran de todas las partes de la URSS y (como ya hicieran durante la defensa de Stalingrado) defendieran a su país a costa, probablemente, de su vida, las autoridades idearon un curioso plan. El primer lugar, y tal y como explica la agencia de noticias SINC, alentaron a muchos militares proponiéndoles cambiar tres minutos sobre el reactor por dos años en los campos de Afganistán. A los civiles se les ofrecieron considerables sumas de dinero y hasta un coche. También hubo muchos comunistas que fueron obligados por el mismo partido a personarse en la zona. No obstante, otros tantos supieron desde el principio a qué se enfrentaban y decidieron acudir de igual forma para salvar su patria.
Contad los muertos
Al final, en los siete meses que durarían estas operaciones trabajaron en la central entre 600.00 y 800.000 «liquidadores», como fueron llamados. Y todo ello, en muchos casos, sin saber a lo que se enfrentaban. O al menos, así lo afirma Camacho en su obra: «Muchos de los liquidadores ni siquiera conocían la magnitud de aquello a lo que se enfrentaban. Tan sólo se les dijo que había habido un accidente en una instalación del gobierno y que tenían que mitigar los daños en el lugar y ayudar en las labores de limpieza de sus alrededores. Esos trabajadores, generalmente hombres de veinte a cuarenta y cinco, tenían perfiles muy diversos y procedían de Rusia, Bielorrusia, Ucrania y otras zonas de la Unión Soviética». La agencia SINC es de la misma opinión, pues explica que no fueron informados de los riesgos en ningún momento.
¿Qué se les ofreció para combatir contra aquel infierno nuclear? Al parecer, poco más que trajes contra incendios sobre los que se les ponían «armaduras» de entre 25 y 30 kilos formadas por planchas de plomo sacadas de los más variopintos lugares y cortadas a mano con tijeras (como se puede ver en varias fotografías). Lo mismo sucedía con las máscaras antigás de «morro de cerdo» a las que, en palabras de Camacho, se les añadieron las mismas placas de este metal.
Al final, y además de las labores de desescombro y de extinción del incendio, estos soviéticos colaboraron también en la construcción de un gigantesco sarcófago alrededor del reactor número 4 para contener la fuerza de la radiación. Su actuación fue tan destacada que, tras el suceso, todos ellos recibieron una medalla conmemorativa por su valor en la catástrofe. Una insignia que incluye una gota de sangre cruzada por varios rayos de radiación y que muchos llevan con orgullo sabiendo que, según la principal organización de «liquidadores», Chernóbil se llevó a 60.000 de estos valientes a la tumba e incapacitó a 150.000 debido a enfermedades como el cáncer.
Con todo, también existen voces discordantes con estas secuelas. «Entre los «liquidadores», la incidencia de enfermedades (980 sobre 1000 hombres en edad de trabajo por año) es un 25% menor que entre la población general de Rusia (1.300 sobre 1.000) y no se ha observado ningún aumento en la incidencia de leucemias (Tukov y Dzakoeva, 1993). De acuerdo a Logachev, et al. (1993), la cantidad de neoplasmas entre los “liquidadores” de Ucrania no aumentó durante los primeros siete años después del accidente. Entre los «liquidadores» de Belarus, la incidencia de cáncer fue un 22% menor en los hombres, y un 9% en las mujeres, que entre la población general del resto del país (Okeanov et al. 1996)», explica la Fundación Argentina de Ecología Científica en su obra «Mitos y fraudes» (un compendio de artículos).
Más información en – Los soviéticos que murieron «engañados» para evitar el apocalipsis nuclear de Chernóbil
Origen: Así engañó el comunismo a 600.000 liquidadores para que murieran por la URSS en Chernóbil