28 marzo, 2024

Así evitaba el Imperio español que sus cargos fueran corruptos o abusaran de los indígenas en América

Pedro Nuño Colón de Portugal y Castro, 26º virrey de Nueva España

El juicio de residencia constituía una institución orientada a enmendar y limitar las arbitrariedades que los funcionarios públicos pudieran cometer durante el ejercicio de sus cargos. No se trataba de un mecanismo simbólico, sino totalmente operativo, pero existe controversia entre los historiadores sobre su eficacia más allá del periodo Habsburgo

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La necesidad de controlar los excesos de los virreyes, gobernadores y demás funcionarios de la Corona a miles de kilómetros de la Corte, desde Manila a Lima, obligó a los castellanos a aplicar un curioso procedimiento legal llamado juicio de residencia. De tal manera que cualquier funcionario público que hubiera ejercido responsabilidad en los territorios españoles de ultramar podía ser sometido a un juicio público, donde se admitían acusaciones de todo tipo contra él por haber desempeñado de manera deshonesta su trabajo. El funcionario tenía prohibido abandonar el lugar, hasta que no hubiera una sentencia,.

Un mecanismo de herencia romana y medieval

Isabel La Católica aplicó esta medida jurídica en réplica a los conocidos como juicios de concusión o peculado propios de la Antigua Roma, con la diferencia de que los de residencia se realizaban in situ en el lugar donde el gobernante hubiera ejercido su responsabilidad. Hacia 1480, las Cortes castellanas, reunidas en Toledo, determinaron que todos los funcionarios de su Corona debían hacer una residencia de treinta días, señalando que «si al concluir su encargo no otorgaban fianza suficiente para garantizar los posibles daños a que pudieran ser condenados», se les embargaría el último tercio de su salario, con la finalidad de resarcir al agraviado en el daño ocasionado por el funcionario.

Estos juicio de residencia evolucionaron y se adaptaron a la necesidades abiertas con el descubrimiento y conquista de América. En 1501, Isabel ordenó la primer residencia en las Indias, al nombrar aNicolás de Ovando para residenciar a Francisco de Bobadilla, segundo gobernador general de las Indias Occidentales, en concordancia con la Ley de Toledo.

Hasta 1585, estas personas sujetas a juicio de residencia por motivo de su encargo eran designadas directamente en España, desde donde también se decidía quién sería el juzgador, el cual cambiaba atendiendo a la jerarquía del cargo sujeto a juicio. De tal manera, a los gobernadores los residenciaba la persona que enviara la Corona o el Consejo de Indias, que desde 1680 se adueñó en exclusiva de esta facultad.

Juan Francisco de Leyva y de la Cerda, 23º virrey de Nueva España
Juan Francisco de Leyva y de la Cerda, 23º virrey de Nueva España

El juicio en sí podía durar meses y, hasta que fuera absuelto, se retenía al acusado parte de su salario para pagar la posible multa derivada de su condena. El juicio era de carácter público y de hecho se pregonaba por los alguaciles para que todo el mundo participara, aunque parte de la instrucción era secreta para proteger a los testigos y a la acusación de represalias.

En la primera fase, el juez interrogaba a los testigos de manera confidencial para levantar una posible acusación con la información reunida. Luego, en la segunda fase, los vecinos podían presentar querellas o demandas contra los funcionarios imputados y estos debían proceder con su defensa, dando respuesta a estas quejas y a los cargos que habían resultado de la pesquisa secreta. Finalmente, el juez elaboraba una sentencia y dictaba una posible pena, remitiendo toda la documentación al Consejo de Indias, o a la Audiencia correspondiente para su aprobación.

Una medida eficaz contra el desgobierno

Como cuenta María Elvira Roca Barea en su libro «Imperiofobia y Leyenda Negra» (Siruela), no se trataba de un procedimiento simbólico, sino de algo totalmente reglamentado y que funcionó, al menos en los primeros siglos de virreinato, como una salvaguarda contra los abusos y los gobernantes corruptos, que pensaban que la distancia los hacía inmunes al juicio del Rey y de sus súbditos. Hasta el punto acanzaba su rigor, que un oidor del Perú fue obligado a regresar a América por abandonar el lugar un día antes de que finalizara el juicio, a pesar de que fue encontrado inocente de cualquier irregularidad, según recoge Solórzano Pereira en su obra «De Indiarum iure».

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Ni los gobernadores ni los virreyes estaban exentos de pasar por este mal trago, que incluía una investigación sobre el respeto a las leyes de protección de la población indígena. La condena por incurrir en ilegalidades o errores invalidaba al funcionado para progresar en la administración imperial, aparte de que se le podía sancionar con penas de multas, postergación a puestos inferiores e incluso la cárcel.

Una de las sentencias más duras recayó sobre Don Pedro de Heredia, fundador de Cartagena de Indias y gobernador de la Nueva Andalucía, que en el segundo de los cuatro juicios de residencia a los que fue sometido fue encontrado culpable y condenado a prisión y a la confiscación de sus bienes. Fue necesario apelar al Consejo de Indios, órgano dentro de la Corte, para que se atenuara la condena a Heredia, que pudo seguir en la administración. No así José Manuel Solís Folch, tercer virrey de Nueva Granada, que ingresó en un convento franciscano ante la vista del voluminoso juicio del que fue objeto, con seis meses de investigación y 20.000 folios de instrucción. Finalmente, el 5 de agosto de 1762, se le condenó por 22 cargos relacionados con fraude y disipación del erario público.

Gaspar de la Cerda Sandoval Silva y Mendoz, 30º Virrey de Nueva España
Gaspar de la Cerda Sandoval Silva y Mendoz, 30º Virrey de Nueva España

Muchos historiadores han advertido, sin embargo, de que estos juicios de residencia no eran completamente eficaces en sus objetivos, sometiendo al gobierno indiano a un control «más bien tenue», según la historiadora y jurista Tamar Herzog, entre otras cosas porque la influencia de los reyes podían orientar la sentencia. Eran, de hecho, ellos quienes elegían a los jueces.

«Lo mejor que hacían era contribuir a una sensación genérica sobre si las cosas iban bien o mal en Quito»

Los datos que surgían en dichos procesos eran insuficientes como para que las autoridades peninsulares pudieran actuar sobre los problemas o situaciones en Indias, «lo mejor que hacían era contribuir a una sensación genérica sobre si las cosas iban bien o mal en Quito» y si «algún mandatario se destacaba por ser mejor o peor que sus colegas», en palabras de Herzog, autora de «Ritos de control, prácticas de negociación: Pesquisas, visitas y residencias y las relaciones entre Quito y Madrid (1650-1750)».

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Por su parte, Mariluz Urquijo en su obra «El agente de la Administración Pública en Indias» (1998) concluye que, a pesar de las noticias de la época sobre la inutilidad de las mismas y los problemas que su celebración a veces acarreaba, esta institución contribuyó claramente a limitar los excesos de los funcionarios en Indias.

El ocaso con los Borbones

Más eficaces o menos, todos los autores que se han acercado a este mecanismo legal coinciden, al menos, en que era mejor opción que una total falta de control y, desde luego, un método rápido para conocer y solucionar la ineficacia de los organismos de gobierno en América. Ajeno a sus ventajas, Carlos III terminó con la esencia de estos juicios al desviar los procesos más relevantes a la Corte, lo que fue en detrimento de la autonomía de los virreinatos indianos en pos de una mayor centralización de la administración imperial. A comienzos del siglo XIX, en vísperas de los procesos de independencia de los territorios español en América, los juicios de residencia entraron en desuso. Las Cortes de Cádiz de 1812 derogaron este sistema de control definitivamente.

En opinión de María Elvira Roca Barea, la pérdida de importancia de este tipo de mecanismo con la dinastía borbónica y luego con las corrientes liberales, demuestra que «jamás entendió [la administración borbónica] el sistema imperial habsburguiano, tan generoso y flexible, haciendo cuanto estuvo en su mano para convertir América en una colonia al modo francés o inglés, en un proceso que reyes como Carlos III entendieron que era “modernizar”, pero que no era más que “des-imperializar” un territorio inmenso que no podía administrarse de aquella manera».

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José Manuel Solís Folch de Cardona, 3º virrey de Nueva Granada
José Manuel Solís Folch de Cardona, 3º virrey de Nueva Granada

No obstante, el doctor de la Universidad de Sevilla Ismael Jiménez considera, en un artículo de carácter académico titulado «Una herramienta inútil. Juicios de residencia y visitas en la audiencia de Lima a finales del siglo XVII», que para esas fechas este mecanismo legal había perdido cualquier eficacia debido a distintos factores de índole legales, clientelares y políticos. De tal forma que la falta de modificaciones en el esquema de comportamiento y en el Derecho procesal que regían estos juicios «provocaron que se pasara de una eficacia considerable a un rendimiento casi nulo» a finales del siglo XVII.

«Las residencias habían dejado de tener su valor coercitivo décadas atrás, pero seguían ejecutándose impasiblemente. Además, lo dilatado de estos procesos hizo que su valor fuese en descenso, precisamente en un momento en el que la administración demandó un mayor dinamismo. […] al finalizar la centuria, las residencias habían pasado a ser un proceso protocolario añadido en las magistraturas –uno más dentro del amplio ceremonial cortesano-judicial– y no una medida práctica para garantizar el buen gobierno en la Audiencia de Lima», asegura Ismael Jiménez en su artículo.

Origen: Así evitaba el Imperio español que sus cargos fueran corruptos o abusaran de los indígenas en América

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