Así recuerdan los españoles (de ambos bandos) el final de la Guerra Civil: «Todo parecía un mal sueño»
Se cumplen 80 años del día en que el actor Fernando Fernández de Córdoba leyó el último parte de guerra que ponía fin al conflicto español. Un momento que ha quedado marcado en la memoria de los supervivientes al igual que otras fechas como el 11-M o el 11-S
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El 28 de marzo de 1939, el Ejército franquista había hecho su entrada en Madrid. Durante los tres días siguientes realizó la ofensiva final para ocupar, sin apenas resistencia, la zonas de España que aún permanecían bajo el control de los republicanos: el 29 conquistaron Cuenca, Albacete, Ciudad Real, Jaén, Almería y Murcia; el 30, Valencia y Alicante, donde miles de personas trataban de subirse en alguno de los barcos británicos y franceses que partían hacia el exilio, y el 31, Cartagena.
Y el 1 de abril, hace hoy 80 años, a las 10.30 horas, la voz del actor Fernando Fernández de Córdoba sonó con énfasis a través de Radio Nacional de España: «Parte oficial de guerra, del cuartel general del generalísimo, correspondiente al día de hoy, primero de abril de 1939, tercer año triunfal. En el día de hoy, cautivo y desarmado el Ejército Rojo, han alcanzado las tropas nacionales sus últimos objetivos militares. La guerra ha terminado. Burgos, primero de abril de 1939, año de la victoria. El generalísimo Franco». Un momento que quedó marcado durante décadas en la memoria de los españoles supervivientes –al igual que otras fechas traumáticas como el 23-F, el 11-M y el 11-S–, independientemente del bando con el que simpatizaran ellos o sus familias. Lo importante era que se acababa de poner punto final a una de las etapas más trágicas de nuestra historia, con alrededor de medio millón de muertos y miles de exiliados.
Cuando comenzó la guerra, Gaspar Viana vivía en un pequeño pueblo de agricultores de Guadalajara, Peralveche, «donde no había ni fascistas ni rojos». «Allí no sabíamos nada de lo que estaba pasando en Madrid, donde ya habían matado al ministro de Hacienda, quemado conventos y se había producido la sublevación del cuartel de la Montaña. Pero en Peralveche solo nos enterábamos de lo que pasaba en Peralveche, porque no había ni prensa ni nada», recuerda. Aún así, cuando los republicanos entraron en el pueblo y cometieron algunas tropelías –«cogieron al cura de mi pueblo, le pegaron cuatro tiros y le cortaron las orejas, después de haberle paseado desnudo con una cuerda atada a sus partes»–, no se pudo salvar de ir al frente cuando la llegó la edad, en enero de 1938. Fue enviado al frente de Teruel y no se avergüenza de reconocer que se pasó la Guerra Civil corriendo de un lado para otro intentando evitar entrar en batalla: «Sólo pensaba en salvarme, nada más. Ni política ni nada. Sólo salvar la “pellica”. Y vivo de casualidad», asegura.
«Estaba claro que la guerra estaba acabada»
Tras dos años sirviendo como soldado republicano, ingresó en la Falange clandestina, la conocida como «quinta columna», para salvar la vida o no acabar en las cárceles franquistas. El alcarreño, de 96 años, recuerda perfectamente dónde se encontraba aquel 1 de abril de 1939, cuando tenía 21. Estaba en Madrid. Tres días antes, cuando las tropas nacionales entraron en la ciudad, le ordenaron que cogiera un fusil y saliera a tomar el control del almacén de comida que había en la calle Abascal. Su misión era desarmar a los carabineros republicanos que había allí apostados y custodiar los alimentos que había almacenados hasta que llegaran los mandos del bando ganador. «Estaba claro que la guerra estaba acabada. Fue allí donde me llegó la noticia y donde estuve hasta el 2 de abril. Recuerdo perfectamente que aquel día apareció de inmediato un coronel franquista pidiéndome si se podía llevar algo de comida para su familia, que lo estaba pasando muy mal», cuenta.
No importa que algunos de los protagonistas de este reportaje fueran niños cuando se produjo el final de la guerra. Habían vivido igualmente tres años de muertes de seres queridos, de separaciones dolorosas y de mucho hambre. Experiencias traumáticas que no se olvidan con facilidad. «Me acuerdo perfectamente del 1 de abril de 1939. Esas cosas se quedan grabadas para siempre. Ese día, a pesar de mi edad, era fácil sentir que estaba pasando algo muy importante. Tenía la sensación de que todo lo anterior hubiera sido un mal sueño», explica Carmen de Alvear, que tenía entonces siete años y se encontraba en Palma de Mallorca. Allí había huido con su madre y unas tías para salir del «infierno» que era la Península, tras un viacrucis por aquella España que se desangraba: de Cartagena a Murcia, después a Madrid, Marsella y Ceuta, hasta acabar, finalmente, en las islas Baleares, los más lejos posible de las bombas.
«El día que acabó la guerra estaba toda la familia alrededor de una radio de esas antiguas –continúa–, en una casita de campo que habíamos alquilado. Y, de repente, todos empezaron a abrazarme, llorando y repitiendo lo felices que estaban. Yo me preguntaba que por qué lloraban si estaban contentos». Se acuerda también de que «todo toda la familia se puso a comer picatostes, como algo excepcional, para celebrarlo». La expresión de su madre, que no pudo contener las lágrimas, era especialmente emocionante. Se le estaba pasando por la cabeza el día en que le comunicaron que su marido había sido asesinado y el año que estuvo pensando que estaba muerto, hasta que se enteró de que, en realidad, no lo estaba. Pronto volvería a casa.
Tragedias en ambos bandos
Julia Cepeda tenía ocho años y, durante la guerra, había visto como los republicanos mataban a sus dos abuelos, a un tío y a su primo en Villacañas (Toledo). También presenció como se llevaban presa a su tía («que nunca fue capaz de contar lo que le hicieron») y a su padre («después de que huyera harto de que le dieran palizas»). Experiencias traumáticas como la que vivió también Juan Ortiz, aunque como víctima del otro bando. Él fue testigo de la muerte de su padre al que le cayó encima una bomba de la aviación franquista a escasos metros de distancia, durante el bombardeo del Mercado de Alicante del 25 de mayo de 1938. El mismo que a él le dejó al borde de la muerte, aunque lograra sobrevivir: «Una mujer cobijó a mi hermano en una pensión y no le ocurrió nada, pero a mí en el corralón me saltó la puerta encima con la explosión y perdí el conocimiento. Cuando me desperté, tenía los intestinos colgando. Me los cogí como pude y salí corriendo, pero me desplomé de nuevo, mientras los aviones seguían ametrallando en picado», reconoce.
Por eso el 1 de abril del 39 fue uno de los días más felices de su vida. «Principalmente, porque sabíamos que ya no iban a continuar matando», comenta Julia, a quien la noticia le llegó por la mañana. Relata como salió corriendo inmediatamente después de conocer la noticia con una treintena de niñas hacia Lillo, un pueblo cercano por el que les habían asegurado que iban a pasar las tropas de Franco. «Nos repetían que con ellos íbamos a vivir bien y al pasar nos dieron un montón de chocolate, algo que nosotras ni sabíamos lo que era durante la guerra», explica a sus 84 años. También se acuerda de que su madre le había estado buscando todo el día, pero cuando apareció por casa no le echó la más mínima bronca, «porque estaba loca de contenta». «Sabía que pronto iba a poder ver a mi padre, que cumplía años precisamente el 1 de abril, y al que no había vuelto a ver desde que huyera».
Ortiz, por su parte, recuerda «el enorme jaleo y la alegría» que estallaron en las calles de Alicante. «La gente acudió inmediatamente a asaltar los almacenes de comida de la Iglesia de San Nicolás, de la antigua estación de autobuses y del puerto, donde habíamos estado viendo durante meses montones de sacos de habichuelas y garbanzos tapados con lonas. Eran las reservas para que los soldados hicieran frente a la guerra, mientras nosotros nos moríamos de hambre. La gente lo asaltó todo». «Y recuerdo –añade– a los carros pasando por la explanada cargados con esos sacos y a los vecinos acercándose por detrás para rajarlos y llenarse rápidamente una bolsa y salir corriendo».
«¡La guerra ha terminado!»
José Aracil vivía en la pedanía de los Desamparados, en Orihuela (Alicante), y Ángel Sánchez, en Almenara (Salamanca). Los dos tiene un recuerdo parecido a pesar de vivir en lugares diferentes: las campanas de sus iglesias pueblo repiqueteando a medio día. El primero no las había escuchado ni una sola vez durante la guerra, porque «los republicanos habían quemado todas las vírgenes y los santos que había dentro de la parroquia y habían convertido el edificio en un almacén». Por eso se sorprendió ese día se pusieron a voltear de nuevo. No solo las de su parroquia, sino las de de todas las iglesias de Orihuela. «Uno de mis hermanos entró gritando en casa: “¡La guerra ha terminado, la guerra ha terminado!”. Y mi madre repetía: “Así es, hijo, así es”. Mi padre, que había estado en la cárcel de Alicante, se encontraba en ese momento en la prisión de San Miguel. Poco después lo soltaron», comentaba a ABC a sus 85 años.
Las campanas de Almenara, en cambio, sí sonaban cada vez que las tropas de Franco conquistaban una ciudad. No hay que olvidar que Salamanca había sido tomada poco después del golpe y en ella había establecido este su cuartel general. Sin embargo, nunca habían sonado tanto tiempo como aquel 1 de abril. «Estuvieron repiqueteando una media hora, mucho más tiempo del que solían hacerlo», asegura Sánchez, de familia católica y conservadora, que a sus siete años decía estar ya «completamente mentalizado para asumir el final de la guerra y ser consciente de la victoria del bando nacional, la zona en la que vivía».
Recuerda hasta el clima que hacía ese día: «Era mediodía y hacía buen tiempo, no muy soleado, pero seco y sin frío. Todo el mundo se arremolinó en torno a las tres o cuatro radios que había en el pueblo para escuchar el último parte, aunque toda la provincia de Salamanca sabía ya de sobra hace días que la guerra iba a terminar. Algo que todo el mundo estaba deseando que ocurriera. Por la tarde incluso improvisaron una verbena para celebrarlo a la que acudió mucha gente. Yo no pude porque me habían puesto la vacuna de la viruela y me había subido la fiebre. Pero la gente estaba contentísima, la guerra había sido muy dura… aunque la posguerra fue peor», apuntilla.
«Suspendemos las clases por hoy»
Siempre y cuando no les hubiera tocado sufrir el exilio o la represión, las escenas de alegría por el fin la guerra se repitieron en todo los rincones de España, tanto por parte de republicanos, como de los franquistas o esa inmensa mayoría a la que no le importaba la política y solo quería que llegara la paz. «Chicos, la guerra ha acabado. Suspendemos las clases por hoy, os podéis ir a casa», les anunció la profesora Doña Magdalena a Jesús Balboa y sus compañeros del Colegio Brañas en Santiago de Compostela. Interrumpió la lección de repente y, poco después, todo el mundo se lanzó a las calles a festejarlo.
Manuel Viñuales tenía 13 años cuando vio a su prima mayor entrar dando gritos en el salón de la casita de La Raya (Murcia) donde se había refugiado con unos familiares. Antes de que lo dijera con palabras, él ya supo que había llegado la hora de volver a casa. «Era mediodía y yo me encontraba en la cocina comiendo con mis tres primos pequeños. Entonces, Carmen entró alborozada a grito de “¡la guerra había terminado, regresamos a Madrid!”. No lloraba, recuerdo que estaba muy nerviosa y gesticulaba muy exageradamente, muy emocionada, demostrando la alegría que tenía porque ella y sus hijos también eran de la capital», cuenta.
Viñuales –que poco después volvió a ingresar en el Colegio de San Ildefonso y se convirtió en el niño que cantó el primer Gordo de Navidad de la posguerra– recuerda que sus primos pequeños no le dieron mucha importancia a la noticia que les acababa de dar su madre, pero él le preguntó inmediatamente que cuándo regresaban. «Ella me contestó que aún no se podía, porque los trenes no funcionaban correctamente y primero tenían que volver los soldados del frente. Dejamos que pasara mayo para que se normalizara el tráfico y se asentaran las cosas en Madrid», concluye.