Así se convirtió (el mediocre) de Hitler en nazi
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Un soldado obediente, gris, sin formación ni recursos. Así era Adolf Hitlercuando terminó la Primera Guerra Mundial. Andaba justo de ropa de civil y no tenía oficio, por eso optó por quedarse en el Ejército todo el tiempo que le dejaran. Allí le daban de comer. De no ser así, jamás habría sido nombrado unos años más tarde —el 29 de julio de 1921— en el líder del Partido Nacional Socialista Obrero Alemán.
Hasta llegar allí recorrió un largo camino para hacerse destacar. Pero antes, el hecho de que se ofreciera como representante de su compañía, su primer cargo, no tenía otra razón que poder seguir cobrando una paga. Desde un punto de vista político, lo único que se puede decir de Hitler en esa época es que no le gustaban ni los separatistas bávaros ni los comunistas. Incluso parece que en algún momento mantuvo una posición más o menos próxima a la mayoría socialdemócrata, pero no está del todo claro.
[Así alcanzaron los nazis el poder]
Thomas Weber que ya desmontó en su libro «La primera guerra de Hitler» la versión heroica que el dictador construyó sobre su vida militar se ocupó también el año pasado, en «Cómo Adolf Hitler se convirtió en nazi», de la época que siguió a la Primera Guerra Mundial, cuando Hitler volvió a Múnich con su regimiento. Fueron los años en los que un soldado apolítico anónimo y discreto se convirtió en un político radical. ¿Cómo se produjo esa transformación?
Cuando acabó la guerra, al cabo Hitler no parecía interesarle la política. Tampoco hay pruebas de que tuviera una actitud beligerante, o ni siquiera reseñable, hacia sus compañeros judíos. En esos momentos, el asunto judío no le importaba.
Como su intención era seguir evitando a toda costa la desmovilización, decidió inscribirse en unos cursos de formación en propaganda. Se trataba de cursos impartidos por docentes de distintas especialidades con la intención de instruir en las técnicas de oratoria a ciertos soldados escogidos; en pocas palabras, la idea era formarlos como oradores para que disuadieran a sus camaradas de dejarse seducir por el comunismo. Aquel curso de 1919 fue la primera educación política formal que Hitler recibió en su vida. Tiempo después, uno de los profesores recordó que aquel alumno no tomaba la palabra, sino que prefería iniciar conversaciones tras las clases y aleccionar a los soldados en pequeños grupos.
Weber recoge en su libro que la Múnich del verano de 1919 era una ciudad en la que reinaba un ambiente muy especial, con unos habitantes siempre en busca de algún tipo de orientación política. Karl Mayr, un oficial que organizaba y dirigía desde un hotel de lujo los programas de formación de los soldados, se convirtió en una especie de mentor y superior de Hitler.
Hombres maleables
Mayr, que fallecería en el campo de concentración de Buchenwald en febrero de 1945, tenía predilección por los hombres maleables, conversos políticos que también habían pasado por tiempos difíciles y que se sentían más a gusto cumpliendo órdenes. Hasta su encuentro con Karl Mayr, Hitler fue un hombre que siempre había pasado inadvertido en lo político, en lo social y en prácticamente cualquier otro aspecto de la vida.
Weber deja claro en su libro que Hitler no siempre fue un nazi, que no había ninguna razón objetiva para que lo fuera, tampoco nada que hiciera pensar que acabaría convirtiéndose en un político radical, en dictador, ladrón y genocida. Según Weber, que esta transformación tuviera lugar se debió a un único suceso, la publicación de las condiciones de paz en julio de 1919. Fue en ese momento cuando el antiguo cabo fue consciente de que Alemania había perdido la Primera Guerra Mundial y ni siquiera se encontraba en situación de participar en el establecimiento de las condiciones finales de la paz.
No fueron los años que malvivió en Viena y el antisemitismo que respiró allí, ni tampoco las aventuras del soldado del frente ni la revolución que tuvo lugar en Baviera en 1919 lo que marcó políticamente a Hitler, sino esta tardía asunción de que la guerra no había terminado en tablas, como él creía. «Aquel fue el momento según Weber en el que tuvo lugar la radicalización y la metamorfosis política que haría de Hitler un nazi».
Quede claro que Weber no intenta circunscribir la culpa de la deriva nazi de Hitler al Tratado de Versalles. De hecho, este acuerdo no tenía por qué llevar inevitablemente a una radicalización política; es más. durante las negociaciones, los políticos de Weimar consiguieron suavizar su dureza inicial.
Afectado por la derrota
El desencadenante de este trágico proceso histórico lo sitúa Weber en el efecto que las condiciones de paz de 1919 tuvieron sobre Hitler, más exactamente en cómo las interpretó él. A partir de ese momento, dos cuestiones marcaron el pensamiento de Hitler: ¿cómo se puede revertir esta derrota? Y ¿cómo se puede impedir que vuelva a repetirse en el futuro? Las respuestas solo las encontraría más tarde durante la redacción de «Mi lucha» en la teoría racial y en el concepto del espacio vital.
Tras finalizar su formación y ser nombrado él mismo oficial instructor, a pesar de no ser oficial ni estar especialmente instruido , empezó a pronunciar discursos en público. Al principio no tuvo demasiado éxito. Solo hablaba ante asociaciones de soldados leales que compartían más o menos sus ideas. Pero ni siquiera en esos entornos propicios salía siempre bien parado. Una vez incluso tuvo que ser rescatado de una turba de soldados furiosos; al parecer, fue un arrojado irlandés el que sacó del apuro al zarandeado orador.
La carrera de Hitler no fue espectacular ni su ascenso, imparable, y la mayoría de sus coetáneos lo ignoraban totalmente… al menos hasta el juicio que siguió a su fracasado golpe de Estado de 1923.
El propio Hitler se ocupó de borrar a fondo las pruebas y documentos sobre su actuación en la época que va de la revolución de 1919 a la redacción de «Mi lucha». Hitler no quería esconder una supuesta simpatía hacia los socialistas o incluso los comunistas, lo que quería ocultar era su total carencia de datos reseñables, una conducta que su mentor Karl Mayr definió como la de «un perro perdido y cansado buscando un amo». No podía permitir que saliera a la luz que nunca había ofrecido nada, que su carrera había sido en buena medida fruto de la mera casualidad.
Cumplir órdenes
Todo esto hace que la personalidad verdadera de Hitler se desvele como un factor negativo, algo que había que ocultar. Estaba incapacitado para colaborar con otras personas, para trabar y conservar amistades, incluso para formar una familia. Como mejor funcionaba era cuando podía seguir lo dispuesto por sus mandos militares o por un mentor, o cuando se metía en el papel de un orador que recurría al patetismo para poner al público a sus pies. No le gustaba debatir. No negociaba ni discutía en los reservados de los restaurantes como el resto de los políticos. Su disciplina favorita era el monólogo. Más tarde, cuando accedió al poder, no se permitía a nadie hablar con él tras sus discursos con la excusa de que terminaba agotado.
Por fin llega la fama
Fue el llamado «putsch de la cervecería», para ser exactos, el juicio que se derivó de él, lo que por fin le hizo famoso y le abrió las puertas a una alta sociedad que en su mayoría era enormemente racista y reaccionaria. Justo después del fallido golpe de Estado se produjo uno de esos momentos en apariencia intrascendentes sobre los que Weber gusta de poner su foco. Hitler trató de huir de Múnich. La intención era esconderse en Austria, pero su vehículo no llegó tan lejos y tuvo que refugiarse en casa de unos amigos en Baviera, donde fue detenido. Si el coche hubiese llegado a su destino, si hubiese pasado a la clandestinidad en Austria, nadie habría vuelto a oír hablar de un tal Adolf Hitler.
Hitler procedió al principio con cierta timidez, muy atento a todo lo que sucedía a su alrededor para sacar adelante su estilo de política grandilocuente, radical y centrada en su persona. Se había embarcado en algo para lo que no había camino de retorno. En realidad, actuaba como un impostor que ya no podía echarse atrás. cuando las cosas se ponían delicadas, su respuesta era ir aún más lejos, ganar tiempo.
No seguía un plan, porque, según Weber, no lo había. Cuando pocos meses después del estallido de la guerra uno de sus hombres le preguntó por su plan maestro, Hitler contestó que eran «problemas de futuro sobre los que no me paro a pensar con detenimiento». Su especialidad era tomar decisiones rápidas a partir de un análisis incompleto e informaciones limitadas, sin pensar en las consecuencias a medio o largo plazo.
Radicalización gradual
Una cadena de casualidades, un hombre vulgar, un contexto histórico idóneo… ¿es posible concluir de esta historia que un personaje similar no podría volver a repetirse nunca? No. Weber sugiere que la radicalización es posible en muchas situaciones históricas diferentes, que tiene lugar de una forma gradual pero relativamente rápida y que resulta muy complicado revertirla. Acontecimientos clave se desarrollan en la periferia de nuestra percepción, pasan desapercibidos mientras las previsiones nos hablan de buen tiempo, sin nubarrones a la vista. Pero cuando los distintos ingredientes entran en contacto y hacen reacción ya es demasiado tarde.
El mayor secreto que Hitler tiene que esconder es que era un mediocre, y que sin el apoyo de las élites y de los millones de alemanes no habría llegado tan lejos.
Autor : NILS NINKMAR