Así se convirtió Embassy en un refugio para judíos frente a la embajada nazi
En el salón donde se escriben estas líneas brindaron judíos nerviosos, alterados, trajeados, perfumados hasta el extremo, a punto de montarse en un coche de la embajada de Reino Unido y partir hacia el exilio. También lo hicieron diplomáticos alemanes y falangistas a sueldo, que compartían cafetería con sus objetivos sin saberlo. Coincidían en la barra, en el baño, cruzaban miradas, quizá incluso apretones de manos. Eso era Embassy en los cuarenta. En abril de 2017 dejará de ser el escenario de uno de los mayores logros del espionaje británico en España durante la Segunda Guerra Mundial y se tornará recuerdo, fotografía, blanco y negro, recorte de periódico.
Thank you for reading this post, don't forget to subscribe!El telón se abrió con nombre propio: Margarita Kearney Taylor. Era diciembre de 1931. Esta irlandesa, recién divorciada de un comerciante de madera danés, naufragó en Madrid con la II República en ciernes. Nostálgica, eligió la Castellana porque le recordaba a los Campos Elíseos de París. A la orilla del barrio Salamanca y frente a las embajadas de la mayoría de naciones europeas, colgó un cartel en inglés y apostó por el salón de té que las señoritas todavía no tenían en la ciudad. Gabanes, guantes, sombreros, vestidos y trajes de tweed no tardaron en hacer de Embassy el nido de la aristocracia, los dandis y las niñas bien.
Y Embassy fue sólo pasarela de postín hasta hace un par de décadas, cuando se descubrió su papel clandestino, el de muelle de evacuación para quienes huían del nazismo. Y sigue siendo lo primero. Esta tarde, casi todos comen de traje, un par de mesas son extranjeras y una camarera no tarda en limpiar la mancha de la corbata del tipo que se ha liado con el segundo plato. Quien se atreve con los vaqueros, se preocupa por presumir de un catálogo de marcas estampado en las zapatillas, el reloj y el jersey.
La clave Embassy
Margarita murió a principios de los ochenta, sin saber que su altruismo fuera a resucitar. Patricia Martínez de Vicente encontró los diarios de su padre Eduardo Martínez Alonso. Y en ellos “La clave Embassy”, que culminó en forma de libro años después (La Esfera de los Libros, 2010).
Martínez Alonso, Lalo le llamaban, fue el médico de la embajada británica cuando Embassy fue un puntal del servicio de espionaje inglés. De sus papeles se desprendía el modus operandi del salón. Por la noche, Margarita acogía en su casa –justo en el piso de encima de la cafetería– a los refugiados, les ofrecía alimento, ropa y perfume. Al día siguiente los inmiscuía en un grupo de clientes cómplices, que brindaban con el judío, apátrida o “rojo” en cuestión antes de acompañarlo hasta el coche que esperaba en la puerta. El de Lalo era un Talbot oscuro, con matrícula diplomática, lo que le permitía circular con inmunidad. El médico, cuando se le requería, trataba a los refugiados enfermos, además de coordinar su entrada y salida.
Oasis de neutralidad
Martínez de Vicente, en conversación con este periódico, describe el Embassy de los cuarenta como un oasis de neutralidad donde coincidían diplomáticos aliados y fascistas. España era “neutral”, pero estaba mal visto engañar a los que sólo un año antes les habían ayudado a ganar la guerra.
A unos metros de Embassy, las esvásticas ondeaban en la fachada de la embajada alemana, que no supo lidiar con lo rudimentario, pero eficiente, del espionaje británico: “Hacer como si no pasara nada, salir y entrar por la puerta”. “Lo que nosotros necesitamos es algo parecido al servicio secreto británico. Una organización que cumpla con su deber apasionadamente”, diría Adolf Hitler.
Embassy era cortejo, frivolidad, chocolate con picatostes, palitos de queso con una copa de Tío Pepe. “Los clientes que ignoraban lo que estaba ocurriendo ahí mismo resultaban la mejor protección de las víctimas si lo llegara a descubrir el enemigo”, escribe Martínez de Vicente.
Escaparon 30.000 personas
La cercanía entre perseguidor y perseguido seduce, es novela. El verdugo admirando los zapatos impostados de su víctima. Sin existir un dato preciso, se ha escrito que más de 30.000 personas escaparon gracias a la tapadera de Embassy. Serrano Suñer, cuñado de Franco, ministro de Exteriores, y mayor exponente de los adalides de Hitler en España, paseaba su autoritarismo por aquellos sesenta metros cuadrados. También tertuliaba González-Ruano, siempre confesado a medias, que escribió al dictado de Goebbels y al que se atribuye haber delatado a quienes allí lograban el exilio, en sus narices.
En Embassy todo es cerca, demasiado cerca. Don Ernesto dice que esto es un “icono”, que no se puede cerrar. Una señora no se lo cree. ¡Ha venido a tomar el café desde Barcelona! Otra besa a un camarero de los míticos. Acaba de tomarse un orujito para digerir el cierre definitivo. Las conversaciones se entrecruzan, igual que en los cuarenta. Por eso lo arriesgado del “hacer como si no pasara nada”.
El surrealismo de la huida
Surrealismo. Un judío polaco, escoltado desde la cocina, se ‘colaba’ en un grupo de amigos cualquiera. No compartía idioma, pero sonreía, brindaba. “Si temblaba demasiado, se le ponían un par de whiskys”, apostilla Martínez de Vicente.
“El refugiado podía llegar a horas intempestivas hasta el portal del Paseo de la Castellana número 12. Margarita Taylor los acogía amistosamente en su vivienda encima del local. Allí los aprovisionaba de ropa, comida y dinero facilitado por la Cruz Roja británica, ligada a la norteamericana y en asociación directa con el Comité de Caridad, organizado por la esposa del embajador, que llegó a recaudar siete mil libras”, se especifica en “La clave Embassy”.
El día elegido bajaban por la escalera común, conectada con la cocina. “Entera y sin flaquear un instante, Margarita los despedía a todos en la puerta con un God bless you. Ya en la trastienda, el hombre quedaba a la espera de que algún cómplice lo colara para unirlo a los demás amigos estratégicamente colocados entre el público”.
El desfile de la victoria
La atención de Margarita fue exquisita, extranjera, británica. Y eso atrajo. Mucho. Esta amabilidad la disfrutaban a diario quienes no debían sospechar. En los desfiles de la victoria franquista, la dueña de Embassy abría la balconada de su domicilio a los gerifaltes del régimen. Víctima y verdugo ya no sólo habían compartido salón de té, también casa.
Fueron varios años. Martínez Alonso, el médico, traía cada vez más refugiados. Con falsos diagnósticos médicos, los liberaba del campo de concentración de Miranda de Ebro. Hasta que fue demasiado sospechoso y se trasladó a Londres, perseguido por la Gestapo. Años más tarde, tanto Reino Unido como Polonia le condecorarían con sus mejores galardones. Después, silencio. De Margarita, de Lalo, del resto de agentes británicos.
Este relato quedó ocultó en las páginas de un diario escrito a pluma. Hasta que Patricia Martínez de Vicente lo rescató de una estantería medio abandonada en un piso del barrio de Chamberí. Todavía se puede imaginar al refugiado errante entre el humo y los copazos, a pesar de que Embassy ya sea mucho más que aquellos sesenta metros cuadrados y de que sólo permanezcan el dandismo y los bon vivants de aquella historia de clandestinidad y guerra al totalitarismo.