Bakumatsu: cuando Japón se abrió a la fuerza a Occidente
La llegada de cuatro modernos barcos de vapor estadounidenses en las costas de Edo, en julio de 1853, cambió el país del sol naciente para siempre
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Nuestra visión eurocéntrica de la historia a menudo nos lleva a exageraciones y equívocos. Es lo que ocurre en el caso de la transición al Japón moderno, a mediados del siglo XIX, en lo que lo habitual es subrayar la meteórica modernización de un país que, solo unos decenios atrás, había sido una especie de antigualla feudal.
Sin embargo, el llamado periodo Edo -que comprende unos 250 años hasta 1868- no fue tan atrasado como se suele creer y, de hecho, fue su ‘siglo de oro’ en el ámbito cultural.
Aunque el periodo Edo no es tan decadente como se cree, la apertura al comercio exterior supuso un rápido desarrollo de Japón
Siendo eso cierto, también lo es que la llegada a las costas de Edo (actual Tokio), en julio de 1853, de cuatro modernos barcos de vapor estadounidenses supuso un auténtico terremoto político y social para los japoneses. El país había vivido los últimos dos siglos aislado y la apertura al comercio (a la fuerza) con los países occidentales, arrasó con el régimen tradicional y propició el inicio de un periodo de rápida industrialización y democratización liderado, paradójicamente, por una figura tan arcaica como el emperador.
A esa transición, traumática, compleja y acelerada, se la suele bautizar como Bakumatsu, literalmente el «final del Bakufu» o del shogunato.
Aislados pero no del todo
Shogunato Tokugawa es uno de los muchos nombres que recibe el periodo entre 1603 y 1868, época en la que Japón fue dirigido con mano de hierro por el clan militar de dicho nombre.
Se caracteriza por ser un periodo de paz sin interrupciones y de florecimiento de las artes japonesas como el teatro (el kabuki), la literatura (es la era del apogeo de los haiku) o las artes plásticas (el ukiyo-e, antecesor del manga), pero también por un cierre drástico del país a las influencias extranjeras.
Durante 250 años, las relaciones comerciales se limitaron a escasos intercambios con Holanda, pero fue suficiente para que Japón estuviera al día de los últimos avances
Sin embargo, el aislacionismo japonés tuvo una notable excepción. Los Tokugawa y la élite nobiliaria fueron lo suficientemente listos como para dejar una puerta entreabierta para informarse de lo que ocurría allende las fronteras.
Los únicos europeos con los que se relacionaron los japoneses durante esos 250 años fueron los holandeses, a los que se permitió comerciar a través de la minúscula isla artificial de Dejima, situada al sur, frente a la ciudad de Nagasaki.
Eran intercambios estrechamente vigilados por las autoridades, con normas muy estrictas: los holandeses solo viajaban una vez al año, solo se permitía residir en la isla a una veintena de extranjeros, no se permitía la presencia de mujeres occidentales y los japoneses -más allá de las prostitutas- no podían entrar. En contadas ocasiones, los holandeses pudieron salir de la isla-cárcel para pisar suelo nipón, y en algunos casos llegaron a haber encuentros ‘diplomáticos’ con el mismísimo shogun.
A través de Dejima, los japoneses se fueron enterando de los cambios que llegaban de Occidente, aunque la posición oficial -y mayoritaria entre la población- fuera que no había nada que hacer con aquellos ‘bárbaros’. Esta vía de comunicación con los holandeses se denominó Rangaku, y permitió al país mantenerse al día de las innovaciones tecnológicas y médicas de la época.
Hambrunas, las disputas internas de los clanes y las ansias expansionistas de Occidente desencadenaron el fin del régimen
Fruto de esta relación, algunas élites comerciales e intelectuales comenzaron a ver las ventajas de abrirse al exterior, unos primeros movimientos que coincidieron con duras crisis económicas y la decadencia progresiva de las férreas estructuras sociales del shogunato.
El sistema comenzó a resquebrajarse ya bien entrado el siglo XIX. La gran hambruna de Tenpo, en 1833, suscitó graves revueltas por toda la isla y supuso unas primeras reformas modernizadoras, aunque insuficientes. Fuera del Japón, las potencias occidentales estaban en pleno apogeo industrial y aceleraron su carrera para expandir sus imperios comerciales por todo el mundo.
Asia no iba a ser una excepción: la derrota del imperio chino en la primera Guerra del Opio frente a los británicos, que implicó la apertura forzosa del gigante asiático, activó todas las alarmas de los japoneses. Los bárbaros estaban a punto de llegar.
Perry atraca en la capital
Todo cambiaría para siempre el verano de 1853. Pérfidos barcos humeantes arribaron a la bahía de la capital del shogunato. Eran máquinas extranjeras, cuya tecnología buena parte de los japoneses desconocían por completo. Las cuatro embarcaciones estaban equipadas con una sesentena de cañones y, en ellas viajaban un millar de hombres. Tras un intento fallido de echar a los ‘invasores’, los japoneses accedieron a parlamentar con el comandante estadounidense Mathew C. Perry, que traía un mensaje del presidente Millard Fillmore.
Lo que era una carta de petición de amistad escondía en realidad una amenaza: o Japón accedía a comerciar con los EE.UU. o que se atuvieran a las consecuencias. Perry prometió volver al año siguiente para recibir respuesta.
La llegada de Perry dividió al país entre aperturistas y aislacionistas, que veían a los extranjeros como bárbaros y demonios
El ultimátum estadounidense puso el país patas arriba, dividido entre los partidarios de negociar, convencidos de que contra las potencias militares extranjeras no había nada que hacer, y los favorables a mantener el aislamiento.
El impacto de la llegada de Perry fue absoluto: sus embarcaciones fueron bautizadas como ‘barcos negros’ y eran caricaturizadas como monstruos marinos, mientras que el propio comandante se le dibujaba como un demonio. El aperturismo no era la posición mayoritaria.
El shogun se mostró dubitativo y acabó por consultar tanto al emperador -que era una figura simbólica sin poder real- como a los daimios o señores feudales. Por primera vez en siglos, el clan que había gobernado con firmeza el país demostraba debilidad ante sus viejos enemigos. El significado de la palabra shogun, “comandante en jefe que somete a los bárbaros”, había perdido todo sentido.
Perry volvió en febrero de 1854 con más barcos y esperando un sí nipón. Tras una veintena de días de negociación, se impuso el pragmatismo y los japoneses firmaron con los EE.UU. el tratado de Kaganawa, que significaba la apertura de varios puertos comerciales y ponía fin a más de dos siglos de aislamiento. Japón evitaba así una humillación como la sufrida por los chinos y trataba de controlar los flujos comerciales.
Al optar por el pragmatismo y la paz, el shogun mostró por primera vez debilidad, lo que acabaría precipitando su final
Los estadounidenses, por su parte, ya tenían lo que querían: nuevos mercados y una posición de privilegio en el lucrativo negocio de la caza de ballenas. Cuatro años más tarde, la apertura japonesa dio un paso más con la firma del tratado de amistad y comercio con las cinco naciones: EE.UU., Gran Bretaña, Francia, Rusia y Holanda.
Guerra y fin del shogun
El choque que supuso la irrupción occidental en Japón fue absoluto. Los puertos del país del sol naciente se llenaron de rostros nunca vistos y la convivencia fue difícil, por no decir mala. Los tratados contenían cláusulas directamente abusivas, entre las que destaca la que permitía juzgar a los extranjeros en su país de origen de crímenes que hubieran cometido en Japón. El odio hacia el extranjero creció entre los japoneses de a pie.
El shogun había perdido autoridad, y crecía entre la población un sentimiento de retorno a los valores tradicionales que encarnaba el emperador. Éste, rompiendo las normas de neutralidad, ya se había pronunciado en favor del aislacionismo y los daimios enemigos de los Tokugawa lo tomaron como el líder de su causa. El conflicto estaba servido.
Lo que sigue es un periodo de enorme conflictividad interna, muy difícil de seguir y contar, porque los distintos bandos cambiaron de posición y aliados varias veces. Desafiando al shogun, el emperador Komei decretaría la expulsión de los extranjeros y algunos de los clanes, bajo el lema Sonno Joi (“reverenciar el emperador y echar a los bárbaros”), obedecieron al emperador y no al caudillo. Se produjeron disturbios y asesinatos de occidentales, lo que provocó la entrada de los europeos en el conflicto.
Los bombardeos por parte de británicos y franceses cambiaron las tornas. La facción pro emperador entendió que no se podría ganar la guerra a Occidente, pero mantuvo su desafío al shogun. De hecho, los que pocos años atrás habían vituperado la llegada de los bárbaros, ahora se ayudarían de sus avances para derrocar al jefe de los Tokugawa y situar al emperador como nuevo líder del país. El nuevo lema pasó a ser: “Tecnología occidental con espíritu japonés”.
Los partidarios del emperador pasaron de defender el aislacionismo a usar las armas de los occidentales para derrocar al shogun
Las tropas samuráis de la llamada alianza Satcho, es decir, el pacto entre dos de los clanes más poderosos del país, asaltaron el palacio imperial de Kyoto el 30 de enero de 1868, proclamando la restauración del emperador Meiji (hijo del fallecido Komei). Los pro emperador habían ganado las guerras Boshin. Tokugawa Yoshinobu pronto dejaba su cargo y se convertía en el último shogun de Japón tras más de 700 años de este tipo de régimen.
Arranca el Japón moderno
El Japón contemporáneo es el fruto de esa rebelión, basada en dos pilares aparentemente contradictorios, pero que han llegado a nuestros días: emperador y modernidad. El país que nació entonces reverenció al líder tradicional al mismo tiempo que vivía un proceso acelerado de profundos cambios políticos, sociales y económicos. En poco tiempo, Japón se industrializó a marchas forzadas y accedió a cambiar sus estructuras políticas para amoldarse al modelo democrático que venía de occidente.
La rebelión fijó las bases del Japón contemporáneo: tradición, encarnada en el emperador, y modernidad, para convertirse en una potencia más
Los samuráis, la clase guerrera que había ayudado al emperador, pronto fue abolida. El sistema de castas, eliminado. De hecho, se suele hablar de este periodo como restauración Meiji, pero algunos especialistas discuten este nombre porque el emperador se mantuvo como un espectador simbólico, aunque avalando las reformas democráticas del país.
El objetivo del nuevo Japón fue el de modernizarse y ponerse a la altura de sus forzosos aliados, precisamente para acabar con los humillantes tratados impuesto. Impulsado por un creciente nacionalismo, el país pronto se convirtió en un actor a tener muy en cuenta para la comunidad internacional, especialmente después de derrotar a Rusia en la guerra de 1904. Alumnos aventajados de Occidente, Japón ahora quería el imperio que tenía el resto. Pero esto ya es otra historia.
Origen: Bakumatsu: cuando Japón se abrió a la fuerza a Occidente