Bautizo en Roma: el desesperado sacrificio de la Guardia Suiza para salvar al Papa del saqueo español
Al comienzo del saqueo, Clemente VII se encontraba orando en su capilla y apenas tuvo tiempo de ser evacuado antes de que los saqueadores alcanzaran la Basílica de San Pedro. Los fieros suizos se vieron obligados a formar un círculo alrededor del pontífice
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La Guardia Suiza sigue siendo hoy, con 110 hombres, la encargada de custodiar al Papa en el Vaticano. Particulares guardaespaldas a los que se les exige ser solteros, de fe católica y poseedores de la ciudadanía suiza, entre otros requisitos. Una hermoso reminiscencia del pasado, cuya leyenda comenzó con una gesta impropia de una nación de mercenarios. Durante el Saqueo español de Roma, los suizos del Papa Clemente VII protagonizaron una defensa épica de la escalinata de la Basílica de San Pedro, que permitió la huida del Papa al Castillo de Sant’ Angelo. En torno a su sacrificio se edificó la historia del ejército profesional más pequeño del mundo.
Y digo una gesta impropia de mercenarios porque de ellos se esperaba que miraran antes por su vida que por el bienestar del pagador, por muy ilustre que fuera. Así había actuado esta nación hasta entonces en las campañas que había elevado su fama en Italia. Suizos y lansquenetes alemenes se convirtieron a mediados del siglo XV en los dos cuerpos mercenarios más conocidos del Renacimiento. Dos infanterías formadas por plebeyos que se imponían a caballeros feudales. Es más, a los suizos los soldados de otros países los llamaban «ordeña vacas» cuando querían ofenderlos, porque muchos procedían de las montañas suizas y se dedicaban al pastoreo de vacas. Un tipo de ganadería que permitía, por los ritmos estacionales, que los varones partieran a la guerra mientras las mujeres, los viejos y los niños cuidaban a los animales por unos meses.
Los mercenarios más demandados
A partir de la victoria suiza en Sempach, 1386, se hicieron muy demandados por los reinos europeos, sobre todo por Francia, que tuvo regimientos suizos hasta la época napoleónica. La fortaleza de los suizos estaba en su envergadura física y en el uso que hacían de las picas y las alabardas. No en vano, la pica era un tipo de arma frecuente entre los pastores, con el fin de luchar contra los osos. Las picas suizas, de cinco metros y fabricadas con madera flexible de fresno, permitían a sus unidades que las cuatro primeras filas formaran un erizo inexpugnable. En la batalla de St-Jacob-en-Birs consta que ni siquiera las flechas de las ballestas lograron atravesar el frondoso bosque de picas.
Tácticamente, los mercenarios suizos se inspiraban en la disposición de las antiguas falanges griegas y macedonias, que invalidaban las cargas de caballería e intimidaban al resto de infantería. Su otra ventaja frente al resto de fuerzas a la venta es que no les preocupaba a qué señor servían, siempre y cuando se les pagara lo estipulado. En caso contrario se marchaban, sin más: «Point d’argent, point de suisses» («sin dinero, no hay suizos»). Algunos de sus principales fracasos, ya en el siglo XVI, llegarían precisamente por su actitud inflexible a la hora de exigir los pagos sin atender las circunstancias.
En la batalla de Bicocca (1522), la más notoria derrota suiza, los mercenarios se negaron a cavar trincheras en torno a Milán y exigieron al general francés que les mandaba, el Vizconde de Lautrec, que o bien entraban en combate con los españoles o ellos se marcharían ante el retraso en los cobros. El capitán Albert von Stein trasladó al francés las intenciones mercenarias: «¡Dinero, licencia o batalla!». De las tres opciones, un desesperado Lautrec eligió la que parecía la menos mala y ordenó un ataque el 27 de abril. Francia fue derrotada, pero fue Suiza quien perdió al mayor número de hijos ese día. «Las pérdidas sufridas en La Bicocca les afligieron de tal forma que ya no volvieron a mostrarse en los años que habían de seguir con el ardor de costumbre», afirmó el historiador Francesco Guicciardini sobre lo que verdaderamente extraviaron los suizos aquel día.
Su fama estaba en declive cuando el Papa Clemente VII se rodeó de ellos en Roma y se unió a la llamada Liga de Cognac (o liga Clementina), integrada por Francia, Venecia, Florencia y Milán, con el objetivo de expulsar a los españoles de Italia. Además de cómo tropas mercenarias, los suizos ejercían como guardia papal desde 1506, aunque su presencia como guardaespaldas era habitual ya en fechas anteriores. Bajo el pontificado del Papa, Julio II instauró oficialmente la Guardia Suiza como cuerpo militar encargado de la seguridad de la Ciudad del Vaticano. Para el diseño de su característico uniforme se contó con uno de los artistas más universales, Miguel Ángel Buonarroti. No en vano, los colores no los escogió él, como sostiene una leyenda, sino que representan a la casa Della Rovere de la que procedía Julio II, y el rojo a la de los Medicis, de la que procederá posteriormente León X.
El saqueo español que no hicieron españoles
La respuesta del Imperio español al desafío papal consistió, por su parte, en apoyar al cardenal Pompeo Colonna, quien desde enero de 1526 se encontraba en abierto enfrentamiento con Clemente VII. Financiadas por el Emperador, las tropas de Colonna ocuparon Roma en septiembre de ese año. La ciudad fue parcialmente saqueada y el Papa se vio obligado a refugiarse en el Sant’Angelo (el Mausoleo de Adriano), que desde 1277 estaba conectado con la Ciudad del Vaticano por un corredor fortificado, llamado Passetto, de unos 800 metros de longitud. Allí quedó encerrado junto a la Guardia Suiza, que mostró su primera muestra de lealtad incorruptible.
Esta primera ocupación por parte de fuerzas vinculadas a Carlos I de España debía haber servido de advertencia a Clemente VII, que originalmente aceptó las duras condiciones del embajador español, Hugo de Moncada, pero no consiguió más que espolearle a largo plazo. Clemente VII incumplió lo pactado con Carlos I pocos meses después. No solo se negó a salir de la Liga de Cognac, sino que reforzó las defensas de Roma para que no volviera a producirse una incursión como la de Colonna y ordenó una ofensiva en la zona próxima a Nápoles contra las tropas del virrey español, Carlos de Lannoy. Cansado de las promesas incumplidas, Carlos I ordenó a comienzos de 1527 que un ejército compuesto por unos 25.000 soldados españoles, italianos y alemanes se dirigieran al frente de Carlos de Borbón y del noble alemán Jorge de Frundsberg hacía Roma.
Sin apenas infantería, el Papa recurrió a la artillería, situada en el Castillo de Sant’Angelo, como última defensa frente a las tropas imperiales. El 6 de mayo de 1527, los soldados españoles lanzaron una acometida desde la puerta Torrione, mientras los lansquenetes acudieron a la puerta del Santo Spirito. Precisamente junto a esta puerta cayó muerto Carlos de Borbón al disparo de un arcabuz, que, según su propia biografía, fue realizado por el escultor Benvenuto Cellini.
Sin la principal cabeza del ejército, las tropas desataron su furia por la Ciudad Eterna y arrasaron monumentos y obras de arte durante días. Las violaciones, los asesinatos y los robos se sucedieron por las calles romanas, donde ni siquiera las autoridades eclesiásticas afines a los españoles se libraron del ultraje. De hecho, la abundancia de luteranos entre los lansquenetes –la fuerza que llevó el peso del pillaje– dio un significado anticatólico al saqueo. «Los imperiales se apoderaron de la cabeza de San Juan, de la de San Pedro y de la de San Pablo; robaron el oro y la plata que las recubría y las tiraron a la calle para jugar a la pelota», describen las crónicas del periodo sobre el terror desatado.
Al comienzo del saqueo, Clemente VII se encontraba orando en su capilla y apenas tuvo tiempo de ser evacuado antes de que los saqueadores alcanzaran la Basílica de San Pedro. Los fieros suizos se vieron obligados a formar un círculo alrededor del pontífice, protegiendo su huida hacia el interior del templo, donde estaba la entrada al Pasetto. Clemente logró refugiarse mientras sus guardias cubrían la retirada con sus vidas. La última resistencia la ofrecieron en la parte izquierda de la basílica, cerca del Camposanto Teutónico: allí cayeron 147 de los 189 guardias.
Cubierto de un manto morado para evitar ser reconocido por el característico hábito blanco de los sucesores de San Pedro, Clemente VII permaneció un mes recluido en el castillo junto a 3.000 personas de toda clase y condición que llegaron huyendo de un ejército que estaba completamente fuera de control. Tal fue la amenaza, que la protección del Papa tuvo que correr a cargo de cuatro compañías de españoles y alemanes católicos, a las que se les sumó una docena de suizos supervivientes.