29 marzo, 2024

Bernanos, la guerra civil y la Iglesia católica | Polémica

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Juan GARCÍA DURÁN Georges Bernanos nació el 20 de febrero de 1898 en París siendo su ascendencia, del lado paterno, española y lorena. La obra novelesca de Bernanos es considerada por Gaetan Picon …

Georges Bernanos nació el 20 de febrero de 1898 en París siendo su ascendencia, del lado paterno, española y lorena.

La obra novelesca de Bernanos es considerada por Gaetan Picon como «L’une des plus belles de notre litterature».

En cuanto a sus ensayos –siempre controvertibles por su carácter anticonformista– son de una tal sinceridad, que aterra a los «bien pensants», a pesar de que su mensaje cristiano es de un amor infinito y de una gran piedad por el pobre. Tanto que Gaetan Picon dice que un hombre que piensa como él, «no podía ser otra cosa que cura o novelista». Naturalmente, no pudo ser cura porque, siendo tremendamente sincero, su sentido de la obediencia quedaría relegado ante su temperamento combativo y su devoción a la verdad. Sin embargo, un espíritu de sacerdocio estuvo siempre presente en su obra; a tal punto que Nouvelle Histoire de Mouchette es la única de sus novelas en que no aparece un cura, «porque él mismo asume una función sacerdotal», como tan acertadamente resalta Albert Béguin, en Bernanos par lui-méme, p. 80).

Políticamente era hombre de la extrema derecha, Se afilió a Camelots du Roi en 1908; participó en manifestaciones tumultuosas y fue a la cárcel. Más tarde se pasó a Action Française.

Al comenzar la guerra civil se encontraba en Mallorca y, consecuente con sus ideas, vio con simpatía la sublevación y su hijo Yves, afiliado a la Falange, participó en los combates de la isla y los ataques a Madrid, siendo ascendido a teniente por méritos de guerra.

Los cementerios acabarían por hablar, a falta de que yo o cualquier otro no lo hiciéramos. Bernanos

Su obra más controvertida y, sin duda la más apasionada, fue Los grandes cementerios bajo la luna. La primera versión de este ensayo, en forma de artículos, la inició en Mallorca, en septiembre de 1936, prosiguiéndola hasta enero de 1937. Estos artículos fueron publicados por el semanario Sept, dirigido por los dominicos de París.

El 27 de marzo 1937, dejó Mallorca acompañado de su familia y, en este trasiego, perdió el manuscrito. Esto le obligó a escribir una segunda versión que apareció en mayo de 1938. Este libro fue recibido con gran entusiasmo por unos y grandes protestas de indignación por otros. Tal como él lo había previsto no hubo términos medios, o la bendición o la condena.

Esta tremenda acusación contra la Iglesia española, planteó graves problemas de conciencia a los católicos; sobre todo por venir de un escritor de formación, convicciones y militancia católica-ultraderechista. Además, Bernanos era conocido como hombre incorruptible, recto y que obedecía siempre a un solo código: el honor. Era de esa raza de hombres para quien la verdad no admite ni afeites, ni ajustes, ni conveniencias.

Y si ésta su verdad resultó «escandalosa» en los medios de la derecha católica, no fue porque la hubiera exagerado o tergiversado, sino porque esos católicos creían –y siguen creyendo– que hay verdades que no pueden decirse, en el interés supremo de la causa de la Iglesia, Sin embargo, para Bernanos la verdad, por ser uno de los pilares de la religión, no podía torcerse sin resquebrajar las propias bases del espíritu cristiano, que son la caridad y el amor. Para él mentir era pecar; sobre todo que los pecados sólo pueden perdonarse cuando son confesados. Por eso lo que vio en Mallorca tenía que ser contado, justamente para servir a ese catolicismo, en nombre del cual se cometían crímenes horrendos. Callar para él –o para cualquiera, cristiano o no– era un caso de conciencia.

En Bellver se mata en nombre de Cristo-Rey, y es contra esta profanación que yo, cristiano, me insurjo. Bernanos.

«Yo he visto allá, en Mallorca, pasar sobre la Rambla camiones cargados de hombres que las razzias de cada noche apresaban en las aldeas perdidas, a la hora en que volvían del campo. Partían para el último viaje, con la camisa pegada a las espaldas por el sudor, los brazos todavía llenos del trabajo de la jornada, dejando la sopa servida sobre la mesa y una mujer que, sin aliento, llega demasiado tarde al portal de la huerta, con el atadillo de ropa envuelto en la servilleta nueva: iadiós!».

Cuando se le acusó de sentimentalismo, dijo

«iDios me guarde de tal cosa! Yo repito simplemente, yo no me cansaré de repetir que estas gentes no habían matado ni herido a nadie. Eran campesinos parecidos a los que ustedes conocen…».

Lo que más duele e indigna a Bernanos son los asesinatos de humildes campesinos. Un día llega su hijo y, fuera de sí:

«Desgarra su camisa azul de falangista, repitiendo con voz entrecortada por los sollozos contenidos y su voz reencontrada de niño: iDesgraciados! Han matado dos pobres hombres, dos viejos campesinos…».

Y de nuevo en una interviú concedida a André Rousseaux (Candide, 17-6-37) vuelve a su mente la visión de los camiones en los que

«…entre hombres armados, unos pobres seres, las manos sobre las rodillas, el rostro cubierto de polvo, pero erguidos, muy erguidos, la cabeza levantada y con esa dignidad que tienen los españoles aún en la miseria más atroz. Iban a fusilarlos al día siguiente por la mañana. Era la única cosa que sospechaban. Por lo demás, nada comprendían. Y, aún suponiendo que los hubieran interrogado, eran incapaces de defenderse. ¿Contra quién? Esto es lo que les hubiera sido preciso saber, en primer lugar». «Pues bien, esta impresión me ha conmovido por la imposibilidad que tienen esas pobres gentes para comprender el juego espantoso en que sus vidas están comprometidas. Me ha conmovido la terrible injusticia de los poderosos que, para condenar a estos desgraciadillos, les hablan un lenguaje que les es extraño. En esto hay una impostura odiosa».

A lo largo de toda su obra Bernanos siente una gran piedad por «la paciencia sobrenatural de los pobres».

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Transcurridas las primeras semanas y cuando intenta penetrar el engranaje de aquellos crímenes empieza a descubrir «cosas curiosas, extrañas». «Una beata [sic] presa de pánico no quiere salir a la calle y se refugia en casa de una amiga, que trata de hacerle remontar su depresión, hasta que un día le confiesa: usted me cree incapaz de prestar servicio a la religión. Todos piensan como usted y no desconfían de mí. Pues bien, Puede usted informarse: yo he hecho fusilar ocho hombres».

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«Yo conozco en Palma –continúa Bernanos– un muchacho de buena «raza» [sic], de afabilidad simple, de lo más cordial y, en el pasado, querido por todos. Su manecita de aristócrata, ligeramente rolliza, tiene en su palma el secreto de la muerte de quizá cien hombres… Una visitante entra un día en el salón de este gentilhombre y ve sobre la mesa una rosa magnífica:

—¿Admira usted esta rosa, querida amiga?

—Sin duda.

—La admiraría usted todavía más si supiera de dónde viene.

—¿Cómo quiere usted que yo lo sepa?

—La he cogido en la celda de Mme. M… que hemos ejecutado esta mañana».

Es éste uno de los aspectos de la guerra civil que menos se han tratado. Ha corrido mucha tinta sobre los crímenes y horrores de la «chusma roja», pero aún no se ha estudiado a fondo el fenómeno histórico-social de los mismísimos horrores de la aristocracia, la gente de iglesia, la gente bien y los militares con sus «Kangaroo courts» que, estadísticamente –en número y crueldad– sobrepasaron a la «canalla».

He aquí como, según Bernanos, se vieron los crímenes de uno y otro lado. En una reunión celebrada en casa de Jacques Maritain dice: «El terror rojo es una decena de cabezas portadas en lo alto de unas picas a través de toda la ciudad goteando sangre, todo es rojo. Es atroz, abominable, todo el mundo habla, todo el mundo está horrorizado».

«El terror blanco son miles de prisioneros que han ido a buscar a sus casas, que se les transporta de noche a lo largo de las carreteras, en camión, que se para al lado de la cuneta, que se les mata de un tiro de revólver al borde de la carretera mientras el motor del camión marcha; se arrojan los cuerpos en las fosas, se recubren rápidamente los cadáveres con tierra. Nunca más se oye hablar de ello. Nadie se horripila, nadie se indigna».(Relato de Claude Bourdet, que asiste a esta reunión, en L’Herne. París, l961.)

Pero es la Iglesia lo que más condena Bernanos (condena la conducta que tampoco se ha estudiado a fondo, porque nadie quiere «toparse» con la Iglesia) no porque haya cometido más crímenes, sino porque siendo su misión la caridad, el perdón y el amor, ninguno de estos dones cristianos fue puesto en práctica cuando se trató de los «desafectos al movimiento salvador». Quizá la colección de documentos más importante sobre la participación de la Iglesia en la guerra civil sería la compilación de todos los informes –que fueron muchos miles– enviados a las comisarías, cuarteles de la guardia civil y consejos de guerra, por los párrocos, obispos y arzobispos.

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Así cita «…uno de los curas que, los zapatos en la sangre, distribuye las absoluciones entre dos descargas. No insisto más –continúa– sobre los detalles de esta manifestación religiosa y militar, a fin de atemperar, en la medida de lo posible, la susceptibilidad… Yo simplemente observo que esta masacre de miserables sin defensa, no arrancó ni una palabra de condena, ni siquiera la más inofensiva reserva de las autoridades eclesiásticas, que se contentaron con organizar procesiones de gracias».

En verdad, el análisis de Bernanos frente a la guerra civil no fue de carácter político, sino religioso porque él, como dice en La France contre les robots: «Yo no viviría cinco minutos fuera de la Iglesia, y si me echaran de ella, volvería inmediatamente, descalzo, en camisa, con la cuerda al cuello, en fin, bajo las condiciones que quisieran imponerme».

Sin embargo, y a pesar de esta declaración, ignoraba totalmente las conveniencias y no le preocupaba lo más mínimo el escándalo beato. De ahí que su catolicismo fuera ofensivo, anticonformista e irreverente (que son las reglas menos aceptadas por la Iglesia) puesto que le resultaba insoportable que tantos y tantos crímenes se cometieran en nombre de una «Cruzada», cuyo pilar espiritual era la Iglesia.

A aquellos católicos que denunciaban el «escándalo» de sus acusaciones, contestó: «Yo podría responder que es difícil ponerlos en guardia de otra forma, contra estos errores y estas faltas. Es fácil decir hoy que la Santa Inquisición no era más que una organización política al servicio de los reyes de España. Si yo hubiera sostenido en el siglo XVI esta tesis en la ilustre universidad de Salamanca, por ejemplo, se me hubiera tratado de espíritu peligroso y quizá hubiera sido quemado».

Luego continúa: «Supónganse que la Cruzada termina mal; ustedes leerán en una futura historia de la Iglesia que la carta del Episcopado español no ha sido más que un arrebato de celo de Sus Señorías, un desatino lamentable, que de ninguna manera compromete los principios».

Y cuando estudia la persistencia de estos crímenes que van más allá del miedo y la venganza, dice: «…El terror desde hace tiempo habría agotado su fuerza, si la complicidad más o menos confesada, o incluso consciente de los curas y sus fieles no hubiera logrado finalmente darle un carácter religioso… porque para tales fines delirantes no se puede más que utilizar el fanatismo religioso que sobrevive a la fe. La furia religiosa es consustancial a la parte más oscura, la más venenosa del alma».

Aunque, según dice, no le preocupa mucho que se le cree, manifiesta sin embargo, cierta impaciencia porque la Iglesia universal se entere: «Yo sé que todo se sabrá un día; mañana, pasado mañana, ¿qué importa? Monseñor el Obispo de Mallorca, por ejemplo, sabe tanto como yo, más que yo. Yo siempre he pensado que Nuestro Santo Padre el Papa, torturado se dice, por el problema de la guerra civil española, tendría gran interés en interrogar a este dignatario, bajo el juramento de la fe».

Por una distracción inconcebible, la sociedad moderna se ha olvidado de castrarme, antes de inscribirme en sus efectivos y darme una matrícula. Rernanos.

Bernanos, tanto en la novela como en el ensayo, fue siempre un maximalista cristiano; nada de términos medios, ni de concesiones. Nada de «sacrificar ciegamente las realidades a las apariencias, las conciencias a los prestigios, la salvación del rebaño a la tranquilidad del pastor». Nada de «pretender restaurar el orden, el trabajo, la familia y la religión, antes de haber restaurado el HONOR».

Y su verdad fue aquella que tuvo por igual de la dignidad y de la caridad. Estos dos polos giraron siempre en tomo de su concepción del mundo. Es por esto que «Los grandes cementerios bajo la luna» es tanto una prueba y una acusación violenta, como un sentimiento de vergüenza cristiana ante el crimen inhumano.

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Bernanos, en nombre del Evangelio, se hace el enemigo de la fuerza bruta venga ella de Franco, Mussolini o Hitler. Por eso le irrita que la Iglesia la acepte, la bendiga y la bautice de Cruzada.

Para Bernanos sus principios no son sólo una cuestión de fe, sino también de «HONNEUR», como medida de la condición humana, cuyo sentimiento lleva a la virtud, a la caballerosidad y a la nobleza de sí mismo. En él el honor es «la fusión misteriosa del honor humano y de la caridad de Cristo». Es decir, una manifestación del interior y no una externa reacción al agravio.

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Quizá nadie mejor que Albert Camus ha esquematizado su retrato y su tragedia: «George Bernanos –dice Camus– es un escritor traicionado dos veces. Si los hombres de la derecha lo repudian por haber escrito que los asesinatos de Franco le producen náuseas, los partidarios de la izquierda lo aclaman cuando él de ninguna manera quiere tal cosa de ellos. Porque Bernanos es monárquico, y lo es como Péguy lo fue y como pocos hombres saben serlo. El guarda a la vez el amor verdadero del pueblo y la repugnancia de las formas democráticas. Es dado creer que eso pueda conciliarse. Y en todos los casos este escritor de raza merece el respeto y la gratitud de todos los hombres libres. Respetar un hombre es respetarlo enteramente. Y la primera marca de deferencia que se puede mostrar a Bernanos, consiste en no anexionarlo y en saber reconocer su derecho a ser monárquico».

Unas pinceladas del propio Bernanos vienen a completar este retrato: «Un Rey no es, para mí, más que el primer servidor del pueblo, el protector natural del pueblo contra las potencias oligárquicas –ayer los feudales, hoy los trusts– él es el derecho del pueblo encamado, el derecho y el honor del pueblo…».

Naturalmente, esta actitud frente a la Iglesia y la guerra civil también le llevó a enfrentarse con la Francia de Vichy, que le acusó de haber cambiado: «No soy yo quien ha cambiado, imbéciles, sois vosotros». Se indigna ante estas imposturas que rayan en la traición, ya que colaboraron con Alemania. Claro está, terminada la guerra entonaron el «mea culpa», lo mismo que el Episcopado español ante «La Cruzada». Pero Bernanos no creyó en la sinceridad de la rectificación de los hombres de Vichy ni, de vivir, hubiera creído en la de la Iglesia española por el convencimiento que él tenía sobre el proceder humano. Así en Le Soleil de Salan nos dice: «El mal como el bien es querido por sí mismo, y servido. Sus poseídos no hacen el mal por error o ignorancia, su marcha hacia la condenación no es un azar, un accidente reparable en cada instante». En efecto el Episcopado español no ha reparado nada, sino que sigue siendo el mismo que el que apadrinó «La Cruzada».

Bernanos rehusó la Legión de Honor tres veces: en 1927, 1938 y 1948. Esta última vez se tuvo en cuenta el haber sido «inspirador espiritual de la Resistencia». Rehusó también el ser miembro de la Academia y ministro.

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El 5 de julio de 1948, Bernanos se extinguió en el Hospital Americano de Neuilly. En sus funerales, en la iglesia de Saint Séverin, no hubo ningún homenaje oficial, a excepción del de los republicanos españoles. El único hombre de letras presente fue Malraux. De entre sus amigos destacaban los brasileños, que tanto le ayudaron en sus tiempos de semiexilio en Brasil.

Bernanos fue uno de esos hombres que, piensen como piensen, honran el ser humano. porque luchan por su libertad y su dignidad. No es preciso ser anarquista o marxista para defender al oprimido.

Desde que en España se puede hablar y escribir observo que hay ciertas cosas sobre la guerra que no se tratan, no se tocan ni se quiere –dicen– abrir heridas. En realidad lo que no se quiere es «topar» con la Iglesia ni con el Ejército que, en nombre de la tradición son los mayores obstáculos para el progreso, aunque la tradición de hoy haya sido el progreso de ayer, contra el que en su día también lucharon. En España no hay lugar para los Bernanos.

Las jóvenes generaciones van aún más lejos que guardar silencio (que los políticos llaman «realismo político») y rechazan en bloque a cuantos hicimos –o sufrimos– la guerra, de uno u otro lado. Meten en el mismo saco a los que lucharon por avanzar o retroceder, porque nuestra guerra se produjo, en definitiva, porque los unos nos opusimos a todo retroceso y los otros a todo avance. Tan simple como eso. Más aún, mientras no seamos capaces de meter a los militares en los cuarteles y a los curas en las Iglesias (como hicieron en el resto de Europa) la libertad seguirá estando en peligro.

Publicado en Polémica, n.º 22-25, julio de 1986

Origen: Bernanos, la guerra civil y la Iglesia católica | Polémica

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