Bismarck y el envenenado telegrama de Ems
En el verano de 1870 se produjo un incidente diplomático en el balneario alemán de Bad Ems a cuenta de la búsqueda de una nueva dinastía para el trono de España. Ese
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En el verano de 1870 se produjo un incidente diplomático en el balneario alemán de Bad Ems a cuenta de la búsqueda de una nueva dinastía para el trono de España. Ese suceso conduciría a la guerra franco-prusiana, que cambió las fronteras europeas y abrió una herida terrible que tardaría más de medio siglo en cerrarse. Aquel episodio se convertiría en la última intervención decisiva de España en un conflicto europeo.
Bad Ems es una pequeña ciudad del antiguo ducado de Nassau. En 1868 tenía unos mil quinientos habitantes y una actividad económica basada en la minería. Pero, sobre todo, era conocida por sus aguas termales.
En busca de un rey
Allí se encontraba descansando Guillermo I, rey de Prusia, sin sospechar que las intrigas de la política española estaban a punto de romper su tranquilidad y la de toda Europa. El general Prim había enviado al exilio a la reina Isabel II y estaba buscando un nuevo candidato a la Corona española, con la condición de que no fuera de la dinastía de los Borbones.
Eso significó que se excluyó al más activo de los pretendientes, Antonio de Orleans, el duque de Montpensier, cuñado de la reina e hijo del depuesto rey de Francia Luis Felipe. El rey viudo de Portugal, Fernando de Sajonia-Coburgo, no quiso una corona que tal vez hubiese favorecido la unión de los dos países. Incluso se habló del general Baldomero Espartero, que, viejo y sin hijos, renunció.
Finalmente, el general Prim eligió –y las Cortes respaldaron– al italiano Amadeo de Saboya, pero también se consideró a un príncipe alemán, y su candidatura fue precisamente la que provocó el incidente diplomático que desembocó en la guerra.
Se atribuye al diputado liberal Eusebio Salazar y Mazarredo –que había estado destinado como secretario de embajada en Berlín y lo conocía– la idea de proponer la Corona española a Leopoldo de Hohenzollern-Sigmaringen, perteneciente a la rama católica de la dinastía que tenía mayor influencia en Europa Oriental.
Salazar fue enviado por Prim a Berlín en febrero de 1870 para empezar a negociar la operación. En España, la posibilidad de tener un rey alemán se abrió paso no sin resistencias, pero en el ambiente de la época no pareció una extravagancia. Hasta en la calle se le puso el mote de “Leopoldo Olé-olé”, ante las dificultades de pronunciar su apellido.
Desde entonces se han multiplicado las teorías sobre si la propuesta de llevar a España la dinastía Hohenzollern fue un complot patrocinado por el poderoso Otto von Bismarck para precipitar sus planes de convertir Prusia en una gran potencia europea o si fueron los franceses partidarios de la guerra los que movieron los hilos.
La amenazante Prusia
Francia estaba gobernada por Luis Napoleón y la emperatriz Eugenia de Montijo. En Prusia reinaba el káiser Guillermo I, y la política de Bismarck se dirigía hacia la unificación de los territorios alemanes para la creación de un ambicioso imperio.
Napoleón III miraba con recelo los planes de Bismarck y reclamaba compensaciones territoriales para aceptar las anexiones por parte de Prusia de ciudades y principados alemanes. Bismarck había hecho creer que favorecería la incorporación a Francia de territorios al otro lado del Rin, como Maguncia, además de Bélgica y Luxemburgo. En realidad, el prusiano se había hecho la idea de que aquel era más débil de lo que aparentaba y no tenía intención de ofrecerle nada.
El embajador de Francia en Berlín, Vincent Benedetti, se considera una pieza clave en los sucesos. Llegó a confesar a Bismarck que la dinastía napoleónica estaría en peligro si no se apaciguaba a la opinión pública francesa con compensaciones territoriales frente al engrandecimiento de Prusia.
París fue rebajando sus pretensiones hasta que su única ambición fue quedarse con Luxemburgo. Y aunque Holanda (a cuya dinastía estaba vinculado el Gran Ducado) dio su consentimiento a la venta del territorio a Francia, Bismarck se opuso.
La intervención británica había permitido serenar los ánimos después de la crisis luxemburguesa, pero Bismarck ya era consciente de que la guerra con Francia resultaba inevitable. Cualquier eventualidad podía abrir las puertas de un conflicto. Y la ocasión llegó desde España.
En aquella Europa inestable se produjo el derrocamiento de Isabel II en el verano de 1868. Juan Prim se hizo con el control de la que se llamó la “Revolución Gloriosa” y se propuso regenerar sus instituciones, empezando por la monarquía, con la designación de otra dinastía.
Equilibrio imposible
La cuestión de si en Madrid habían calculado bien los efectos que tendría en París la elección de un candidato alemán es algo que está sujeto a interpretaciones.
Los Hohenzollern estuvieron un tiempo dudando, pero cuando Bismarck anunció la reactivación de la candidatura del príncipe Leopoldo, el 2 de julio de 1870, en Francia se produjo una conmoción política.
El embajador de España en París era entonces Salustiano Olózaga, un liberal de gran influencia política. Olózaga escribió sendas cartas para advertir de sus consecuencias a Prim y al regente, el general Francisco Serrano. Al mismo tiempo, envió un emisario a Berlín para informar también al príncipe Leopoldo.
Se confirmó el no a la Corona de España del príncipe Leopoldo, y Olózaga llevó el documento con la renuncia a Napoleón III. El episodio debía haber terminado allí. ¿Fue responsabilidad de una parte de la clase política francesa o fue Bismarck quien mantuvo el fuego encendido? En todo caso, como ha demostrado el autor Javier Rubio, España no participó en ningún plan conspirativo.
Juegos con fuego
El jefe de gabinete de Napoleón III, Émile Ollivier, creía haber destensado la situación cuando llevó las noticias de la renuncia de Leopoldo ante los diputados. Sin embargo, el día 6, Agenor de Gramont, su ministro de Asuntos Exteriores, reavivó los recelos al responder con un discurso ante la Asamblea Nacional cargado de malos presagios.
“No creemos que los derechos de una nación vecina nos obliguen a sufrir que una potencia extranjera, situando a uno de sus príncipes en el trono de Carlos V, pueda deshacer los equilibrios en Europa en nuestra contra. Tenemos la más firme esperanza de que esta eventualidad no se producirá. Y para impedirlo contamos con la sabiduría del pueblo alemán y la amistad del pueblo español. Y si no fuera así, sabríamos cumplir con nuestro deber sin dudar”.
Se inflamó el fervor patriótico francés, pero también el de Prusia y los demás territorios alemanes. En París, los periódicos reaccionaron con menciones explícitas a la guerra. Los dos países eran conscientes de que el menor movimiento provocaría el estallido de las hostilidades.
Gramont y sus partidarios pusieron sobre la mesa la exigencia de que el monarca prusiano se comprometiese a hacer una renuncia perpetua a ocupar la corona de España. Se encomendó la misión de conseguir esa declaración al embajador Benedetti.
El embajador Olózaga intentó una maniobra para calmar las aguas: lo que deseaba Francia no se le podía pedir ni a Prusia ni al rey Guillermo. La única nación que podía garantizar que no habría jamás un Hohenzollern en el trono de Madrid era España. Por ello, el gobierno de Prim publicó una nota diciendo que “España acepta la renuncia del príncipe Leopoldo y declara que en el futuro el príncipe Hohenzollern no será nunca jamás su candidato al trono”.
Maniobra Bismarck
Pero la maquinaria de la guerra ya estaba en marcha. El embajador Benedetti se desplazó a Bad Ems el día 9 para intentar entrevistarse con el gobernante prusiano y comunicarle las exigencias de Gramont. Sin embargo, desde Berlín, Bismarck amenazó con dimitir para presionar al monarca para que no atendiese las peticiones de Francia, que por otro lado eran inviables: ¿cómo podía responder la casa de Hohenzollern de los avatares futuros de la política europea y asumir una renuncia eterna al trono de un país?
El monarca telegrafió a Bismarck para contarle lo sucedido con Benedetti en términos más dramáticos
El enviado francés logró hablar con Guillermo I y le expuso la situación. Guillermo, cauto, le respondió: “Usted sabe más que yo. Cuando conozca todas las condiciones de la renuncia nos volveremos a ver”.
El monarca telegrafió a Bismarck para contarle lo sucedido en términos más dramáticos. Guillermo le expuso que la actitud de Benedetti había sido “bastante indiscreta”. También que, aunque en el ínterin había recibido la carta de la renuncia del príncipe Leopoldo, su contenido era el mismo que el de la comunicación que ya había recibido el gobierno francés a través de las autoridades españolas, por lo que el monarca consideró que no debía volver a recibir a Benedetti. Envió a uno de sus ayudantes de campo a informar al embajador de que “no tengo nada nuevo que decirle”.
Ese telegrama terminaba con una frase que llevaba encerrada la llave de la guerra, ya que Guillermo dejaba a criterio de Bismarck la decisión de informar o no al público de los hechos. Cuando le llegó el llamado telegrama de Ems, el canciller decidió publicarlo, pero después de manipularlo.
El “resumen” que apareció a la mañana siguiente en los periódicos alemanes y que fue enviado a las embajadas de los demás países decía así: “Después de que las noticias sobre la renuncia del príncipe de Hohenzollern hayan sido trasladadas al gobierno francés por el gobierno español, el embajador francés le ha pedido al rey Guillermo que le autorizase a telegrafiar a París que Su Majestad se obligaba en el futuro a no dar nunca jamás su consentimiento a los Hohenzollern en caso de que estos revocasen su renuncia. Su Majestad se ha negado una vez más a recibir al embajador francés, al que le ha hecho saber, a través de un edecán, que no tenía nada más que comunicarle”.
Esta versión de los hechos era más tóxica. Para los franceses, su embajador había sido humillado, para los prusianos, su rey había sido despreciado.
La suerte está echada
Ollivier no pudo parar la onda expansiva del nacionalismo belicista. “Nos ha causado una enorme sorpresa –dijo el día 15 ante la Asamblea– saber que el rey de Prusia ha notificado a nuestro embajador que no le volvería a recibir (…) seguir intentando el camino de la conciliación habría sido una falta de dignidad y una imprudencia. Hemos intentado todo para evitar la guerra. Ahora nos preparamos para llevar a cabo la que se nos presenta, dejando a cada cual la parte de responsabilidad que le corresponda”.
El jefe de gabinete del emperador francés continuó su discurso hasta su célebre declaración de ruptura de hostilidades: “Esta guerra –dijo– la declaramos sin ningún remordimiento”.
La guerra fue un desastre total para Francia. Napoleón III fue hecho prisionero en Sedán a primeros de septiembre, el sueño de la monarquía bonapartista se desvaneció, las tropas prusianas entraron en París y el 18 de enero de 1871 se proclamó a Guillermo I como emperador de la gran Alemania unificada en el salón de los Espejos del palacio de Versalles. Fue el primer acto de una rivalidad que tendría consecuencias dramáticas para todo el mundo durante mucho tiempo.
Este artículo se publicó en el número 596 de la revista Historia y Vida. ¿Tienes algo que aportar? Escríbenos a redaccionhyv@historiayvida.com.