28 marzo, 2024

Carmen Arrojo «No me creo esta democracia. Yo tuve que huir 10 años y nadie ha pagado por aquello»

Foto: Alberto Di Lolli

por Raquel Quílez

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Una bandera de la República con la leyenda ‘No a la guerra’ preside la puerta de la casa en la que nació hace 93 años; un edificio histórico en Las Vistillas de Madrid en el que Carmen Arrojo (1918) adquirió conciencia obrera, tuvo noticias de un golpe de Estado, vio desarrollarse una guerra, tomó la decisión de exiliarse y volvió a ocupar, cansada de esconderse. Esta mujer menuda que se adorna con enormes gafas retro es una histórica de la lucha antifranquista. La Guerra Civil estalló cuando tenía 18 años y decidió combatirla desde el seno de las Juventudes Socialistas Unificadas (JSU). Los rincones de su casa dejan constancia de su lucha: cuadros que el padre aprendió a trazar cuando pagaba sus ideas socialistas en prisión; fotos del novio —Eugenio Moreno Pastor—, fusilado por esos mismos principios; recuerdos de su hermano, condenado a trabajos forzados en el Valle de los Caídos… Incluso algún vecino vengativo que jugó a delatarles.

La de Carmen era en 1936 una familia burguesa de izquierdas, de educación universitaria y traje de domingo. Influida por ellos, comenzó a militar con los jóvenes socialistas con 14 años, se matriculó en Medicina e hizo campaña por el Frente Popular en febrero del 36. Así transcurría su vida cuando la radio anunció la sublevación franquista. «No nos sorprendió. La situación llevaba meses muy tensa y enseguida supimos que teníamos que organizarnos», recuerda, con una memoria tan lúcida como su discurso. «Mi padre se fue corriendo al partido y le dijo a mi madre que no me dejase salir, pero la convencí para comprar víveres y me fui al círculo socialista». Carmen se ríe a carcajadas mientras cuenta su osadía en las primeras horas de contienda.

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Fue el comienzo de una actividad frenética que terminó en exilio. Carmen se negó a disparar en el frente, pero sus ideales pacifistas dieron mucho de sí en la retaguardia: en los primeros meses, como secretaria de sector de las JSU, organizó un comedor para los milicianos, talleres de costura con 270 mujeres e incluso guarderías para los niños que iban quedándose huérfanos. También hizo labores de enfermería en el frente de San Isidro y los brigadistas de EEUU le ofrecieron emigrar para hacer propaganda de la República, a lo que se negaron en el JSU. La querían en Madrid. «La ciudad era un caos. No hubo un mando militar hasta que llegaron las Brigadas Internacionales», cuenta desde la terraza de su casa, exactamente en el mismo punto desde el que hace 75 años vio desfilar los tanques.

«Los bombardeos eran constantes y a medida que avanzaban los días, iba escaseando todo, pero el pueblo nunca se echó atrás. Todo el que podía subía al frente o ayudaba en la retaguardia». Carmen jura que nunca tuvo miedo. Nunca, excepto cuando salía de noche de las reuniones del JSU, desafiando el toque de queda y exponiéndose a la puntería de los ‘pacos’ que poblaban los tejados. «A los del partido, el Gobierno nos había dado un salvoconducto para la noche, pero era terrible correr hacia casa con la sombra de los tiradores sobre tu cabeza», recuerda.

Cuando cayó Madrid y se asumió que la guerra estaba perdida, Carmen decidió abandonar España por el puerto de Alicante, a donde fue junto a su padre y su compañero, Eugenio Moreno. «Aquello fue espantoso», afirma, perdiendo por primera vez la sonrisa cuando recuerda a los dos hombres que se suicidaron delante de ella. «Éramos unas 1.700 personas, los nacionales querían ametrallarnos, pero los tanques italianos lo impidieron. Luego llegó un buque franquista y tuvimos que entregarnos». Carmen fue a parar a un campo de concentración, donde pasó mes y medio en condiciones deplorables. «Nos tuvieron varios días sin comer y por la noche sacaban a compañeras para fusilarlas en la playa. Pero lo peor era no saber qué había pasado con los que estaban contigo». Y lo que había pasado era trágico: su padre fue condenado a tres años; Eugenio, a muerte: el 27 de julio de 1940 le hicieron el paseíllo. Años después, Carmen localizó sus restos en el cementerio de Paterna, donde reposan junto a otros 13 fusilados. Le ha puesto una placa y sigue hablando de él como su compañero. Nunca conoció a otro.

Carmen sí salió de los campos de concentración. Su aspecto aniñado hizo que los militares se creyesen que estaba perdida en Alicante y la devolvieron a Madrid, donde se escondió hasta que una compañera de las JSU, Rosa Olivo, le dio su documentación para huir a Galicia. Allí vivió cinco años, ocultando su pasado —«decía que mi familia me había castigado porque tenía un novio rojo y la gente se lo creía»—. Trabajó en el campo, de costurera, de niñera… Hasta que el padre de una niña a la que cuidaba la descubrió y la delató. Carmen se las apañó para escaparse a las Piñuelas, donde trabajó como maestra. «En el fondo siempre tuve mucha suerte», afirma con su sonrisa perenne. La suerte de poder vivir escondida. En «exilio interior», dice ella.

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En 1949 decidió poner fin a su huida y regresó a Madrid. Y de nuevo, dice, tuvo suerte. «Ya no me buscaban. Me había pasado de moda». Así se reencontró con su padre 10 años después de aquella tarde en Alicante. Y con su hermano, al que tenía que visitar en el Valle de los Caídos, donde cumplió 10 años de trabajos forzados gracias a que le conmutaron una pena de muerte. Carmen opositó para maestra y terminó su vida laboral como directora de un colegio en Barcelona. Fue allí donde se enteró de la muerte de Franco. Hoy sigue comprometida con las mismas ideas, pero no con los partidos que dicen que las representan. «No me creo esta democracia ni la transición con concesiones que hicimos. Nadie ha pagado por las barbaridades que cometieron».

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De arriba a abajo: Carmen Arrojo (izq) junto a dos amigas, por las calles del Madrid del 36; Carmen, en la terraza desde la que vio desfilar los tanques, y su compañero, Eugenio Moreno, fusilado en 1940. | Fotos: Archivo personal y Alberto Di Lolli

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