Conoce al médico catalán que nos descubrió los inventos de la Revolución Industrial. Noticias de Tecnología
Historia: Conoce al médico catalán que nos descubrió los inventos de la Revolución Industrial. Noticias de Tecnología. El doctor Francisco Santponç Roca fue un pionero en la construcción de máquinas a vapor o el lanzamiento de globos aerostáticos.
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La Revolución Industrial llegó a España más tarde que al resto de Europa. Mientras que en Inglaterra, Alemania u Holanda las máquinas comenzaban a sustituir a los humanos a finales del siglo XVIII, nuestro país aún debería esperar hasta el reinado de Isabel II, bien entrado el siglo XIX, para ver estos cambios. Con una excepción: en Cataluña se podían encontrar indicios de un proceso similar al que tuvo lugar en Inglaterra casi al mismo tiempo.
Uno de los principales responsables fue el doctor Francisco Santponç Roca. Predestinado por tradición familiar a estudiar Medicina -su abuelo era boticario y su padre, médico-, así lo hizo en la Universidad de Cervera, aunque su inquietud intelectual le acabó por llevar mucho más lejos. «Sanpontç es el iniciador de la ingeniería mecánica en Cataluña y puede que en el resto de España», explica a Teknautas Antoni Roca Rosell, profesor de la Universidad Politécnica de Cataluña y miembro del Centro de Investigación para la Historia de la Técnica de la Escuela Técnica Superior de Ingeniería Industrial de Barcelona (ETSEIB).
En 1784 diseñó, junto a su amigo y también médico Francisco Salvá Campillo, una máquina para machacar el cáñamo o el lino y así separar las fibras textiles del tallo que «fue adoptada en varios lugares de España e Italia«. Ese mismo año, con su fiel compañero Salvá, colaboraron en los primeros lanzamientos de globos aerostáticos en el Portal de l’Angel de Barcelona.
Sus inquietudes le llevaron a ingresar en la Academia de Ciencias y Artes de Barcelona donde presentó trabajos sobre obras hidráulicas o los molinos en Holanda y ocupó diferentes cargos, desde revisor hasta director del área de estática e hidráulica en 1799.
Su gran hazaña, no obstante, fue la construcción de sus propias máquinas de vapor, un hito que no solo le brindó gran éxito, sino que le abrió las puertas a la docencia en la Escuela de Mecánica de la Junta de Comercio de Cataluña, precursora de la Escuela Industrial de Barcelona, donde enseñaba a artesanos, fabricantes y hacendados los nuevos inventos que llegaban con la Revolución Industrial.
Construyendo máquinas de vapor para telares
En 1712, el inglés Thomas Newcomen inventó su primera máquina de vapor atmosférica alimentada por carbón. Unos años más tarde, el escocés James Watt se encargaba de mejorarla y acababa por patentar, en 1769, el primer modelo de su máquina de vapor de agua, el cual continúo perfeccionando hasta conseguir su versión de doble efecto en 1781.
Para entonces, Santponç estaba al corriente de todos estos avances y sus adaptaciones a mecanismos industriales como telares, talleres, canales y obras hidráulicas. Estos conocimientos hicieron que le fuera a ver el empresario catalán Jacint Ramon, dueño de una fábrica de indianas en Barcelona, encargada de confeccionar tejidos estampados sobre telas de algodón o lino llegadas de la India.
Ramon había oído que en Londres producían movimiento gracias al vapor de agua y quería que Santponç se encargara de conseguir lo mismo para su telar, sustituyendo así a las 20 mulas que, hasta el momento, producían la actividad. Así lo contaba él mismo Santponç en un ensayo publicado en 1813 donde también revelaba su receta para establecer escuelas que contribuyeran a expandir en España los asombrosos avances extranjeros.
Era su ánimo que la máquina de vapor fuese enteramente hija del país
Tal y como desvelaba en ese texto, Santponç aceptó el encargo de Ramon y este puso a su servicio a los mejores artistas del país, “con la prevención de que entre ellos no había de entrar ningún extranjero”, ya que “era su ánimo que la máquina de vapor fuese enteramente hija del país”. Por ello, aunque eran expertos artesanos capaces de sugerir mejoras en cuanto al diseño, carecían de la habilidad necesaria para la producción de ingenios industriales modernos, lo que pudo complicar el trabajo y la coordinación entre ambas partes. “Las diferencias con Santponç, según la documentación privada de que disponemos, se centraban en las ‘simplificaciones’ que alguno de los artesanos proponía y que chocaban con las leyes de la mecánica”, explica Roca.
La primera máquina de vapor de Santponç, inspirada en el mecanismo atmosférico de Newcomen, fracasó. Sin dejarse llevar por el desánimo, decidió intentarlo de nuevo con un enfoque diferente. Esta vez trató de construir dos máquinas de vapor de doble efecto según la propuesta de Watt. Este mecanismo hacía que el pistón (pieza instalada dentro de un cilindro que iniciaba el movimiento en la máquina) se moviera hacia abajo y luego volviera a subir gracias a la inyección de vapor desde ambos extremos. Así se mejoraba el rendimiento y también permitía adaptar el movimiento alternativo del pistón en un movimiento rotativo que facilitara la actividad de otras máquinas.
En esta ocasión hubo más suerte y sus construcciones comenzaron a mover los hilares de Ramon en 1806. Fue tal el éxito que la noticia llegó a oídos del rey Carlos IV, quien encargó a Santponç una memoria con las láminas explicativas del invento para enviarla a las fábricas del reino, a la vez que mandó crear una Escuela de Mecánica de la que Santponç sería catedrático.
Esta academia se constituyó a través de la Real Junta Particular de Comercio de Barcelona, una institución primordial en el desarrollo catalán que no solo formó a los técnicos de la industrialización, sino que también acogió a científicos e intelectuales del Romanticismo y de los comienzos de la Reinaxença.
Mecánica para el pueblo
El 1 de octubre de 1807 Santponç dio su conferencia inaugural en la Escuela de Mecánica, y las clases comenzaron en enero del año siguiente. A ella acudían campesinos, artesanos, fabricantes y hacendados. “Era una escuela gratuita de la Junta de Comercio de Cataluña”, explica Roca. “No se pedía ninguna condición especial, excepto, creo, saber leer, escribir y hacer cuentas elementales”.
Con gran implicación en el proyecto, Santponç facilitaba a sus alumnos material traducido e impreso por él mismo. Eran manuales claros, metódicos y sencillos de entender para sus estudiantes, que poco o nada sabían de matemáticas avanzadas. Algunos eran textos de otras academias como el creado por el Padre Martín, profesor de la Escuela de Draguignan, al sur de Francia, con el que se enseñaban los elementos básicos de la geometría.
«Cuando se abrió la matrícula se inscribieron unos 100 alumnos”, detalla Roca. Aunque el año académico no llegó a concluir por el comienzo de la Guerra de la Independencia en 1808, estos estudiantes tuvieron la oportunidad de aprender algo a lo que hasta el momento solo tenían acceso unos pocos eruditos.
Incluso Santponç procuraba informarles sobre las noticias de los nuevos inventos que llegaban de París o de Londres para que no solo aprendiesen, sino que también se aficionasen. “Una enseñanza de Mecánica ha de ser el nervio de las Artes, el corazón de la Agricultura, la mano derecha de las sociedades económicas, y el calmante de las zozobras que a veces sentimos de si perdemos las Américas”, decía Santponç.
La guerra truncó sus planes
La formación estaba pensada para realizarse en dos cursos, pero la contienda dio al traste con las intenciones del pionero. “Entraron los franceses en Barcelona y yo, por no poder sufrir su presencia, abandoné estas lisonjeras ideas y todo mi patrimonio para venirme a país libre”, relataba Santponç en su ensayo, refiriéndose a la entrada y posterior ocupación de los fuertes barceloneses en febrero de 1808.
Así se vio frustrado un proyecto educativo que también planeaba llevar a otras provincias españolas. “Las Escuelas de Mecánica no solo se mantendrían con esplendor a sí mismas en cada provincia, sino que producirían para mantener en ellas los demás establecimientos científicos sin gravamen del tesoro público”, planificaba Santponç. “Cada curso de Mecánica (…) adelantaría la Nación por medio siglo”.
La escuela de Mecánica fue reabierta durante el reinado de Fernando VII
Pero esos avances se detuvieron por la guerra, como también la producción de las máquinas de los hilares de Jacint Ramon. “Dejó de funcionar a causa de la guerra y no se volvió a poner en marcha porque escaseaba el combustible (leña, carbón) y al fabricante no le compensaba”, detalla Roca. Por su parte, la escuela de Mecánica fue reabierta durante el reinado de Fernando VII y Santponç retomó su cátedra, aunque nunca llegó a llevarla a otros lugares fuera de Cataluña.
Sin olvidar su condición de médico
A pesar del gran empeño que puso en sus proyectos de ingeniería, Santponç continuaba ligado al oficio que heredó de sus antepasados. Fue uno de los médicos más destacados de Barcelona y le salvó la vida al astrónomo francés Méchain, quien sufrió un grave accidente en uno de sus viajes a la Ciudad Condal para determinar la longitud del metro en 1793.
Santponç mantenía correspondencia con sus homólogos franceses y fue galardonado por la Sociedad Médica Parisiense por un estudio sobre la fiebre aftosa en bebés, documento que a día de hoy se conserva en la Biblioteca del Palacio Real de Madrid. Además, apoyó los ensayos de inoculación contra la viruela en España a fines del siglo XVIII y se interesó por el análisis de los efectos terapéuticos de las aguas minerales y por el ergotismo, una enfermedad comúnmente conocida como “fuego de San Antón” que producía una sensación de quemazón en las extremidades hasta su necrosis.
Durante la Guerra de la Independencia, Santponç fue jefe de los servicios médicos del Ejército. Actuó como médico castrense en el hospital de Tarragona, y tras la contienda y hasta 1815, enseñaba y habilitaba para el ejercicio de la medicina en Cataluña.
Con su muerte por apoplejía en 1812, la Escuela de Mecánica quedó huérfana.
Sin embargo, enamorado de la mecánica, dedicó sus últimos años a su difusión. A partir de 1815 fue codirector de la publicación quincenal de la Junta de Comercio, en la que también publicó numerosos trabajos. “Su labor como difusor de tecnología en las Memorias [así se llamaba la publicación] fue muy destacada”, recuerda Roca. “Hizo llegar al público muchas novedades con fuentes internacionales, principalmente francesas, pero también inglesas, de los Países Bajos e incluso de Rusia”.
Con su muerte por apoplejía en 1812, la Escuela de Mecánica quedó huérfana. Tuvieron que pasar unos años para que la Junta de Comercio la volviera a impulsar, esta vez con la dirección del ingeniero Hilarión Bordeje. Más adelante, en 1851, pasó a ser una de las cátedras de la Escuela Industrial de Barcelona hasta finalmente convertirse en la hoy prestigiosa Escuela de Ingeniería Industrial de Barcelona (ETSEIB), perteneciente a la Universidad Politécnica de Cataluña. Sin duda, una muestra clara del legado de este polifacético médico quien, fascinado por los inventos de la Revolución Industrial, quiso enseñarles a los españoles de a pie la importancia de la mecánica para el progreso del país.