Contra el mito de 1931: la Segunda República que nació sin ser republicana
Distintos autores defienden la idea de que los resultados de las elecciones municipales que derrocaron a Alfonso XIII no justifican aquel importante cambio de régimen en la historia de España
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El Rey Alfonso XIII declaró en su carta de despedida a los españoles que «las elecciones celebradas el domingo me revelan claramente que no tengo hoy el amor de mi pueblo». ¿Era cierta esta afirmación? Lo cierto es que, desde hace décadas, en España se asume sin discusión que la Segunda República llegó a hombros de entusiastas ciudadanos republicanos. La famosa fotografía de la Puerta del Sol, con sus miles de madrileños celebrando la llegada del nuevo régimen, ayudó a apoyar esta percepción, el 14 de abril de 1931.
Desde entonces, algunos historiadores se han preguntado si aquel país era realmente republicana y si la mayoría de los españoles quería, en realidad, que Alfonso XIII se marchara al exilio. El almirante Juan Bautista Aznar, último presidente del Gobierno en el Reinado de Alfonso XIII, reflejó el abrupto cambio de régimen con esta famosa y repetida sentencia en referencia a las elecciones municipales que lo propiciaron: «Los españoles, que en la víspera se habían acostado monárquicos, amanecieron al día siguiente republicanos».
Lo cierto es que con anterioridad a la dictadura de Primo de Rivera, los partidos republicanos carecían de importancia en España, salvo en Cataluña, donde el Partido Republicano Radical de Alejandro Lerroux tenía la hegemonía. Igualmente eran más o menos importantes el Partido Republicano Democrático Federal y el Partit Republicà, este último con un carácter más nacionalista. Además, la vieja conjunción republicano-socialista de principios de siglo se había extinguido ya por sí sola. Tras el golpe de Estado de 1923, es cierto que esta alianza se revitalizó al reunirse todos los partidos en la Alianza Republicana, que derivó después en la Acción Republicana de Manuel Azaña.
Aunque los republicanos fueron creciendo poco a poco durante la década de 1920, a Bautista Aznar no le faltaba razón al poner el foco en aquel repentino cambio en la mentalidad de los españoles, puesto que los comicios municipales del 12 de abril de 1931 fueron convocados para elegir a los concejales y, sin embargo, desembocaron en un inesperado cambio en la forma de Estado. «Nadie lo preguntó, pero con los votos se entendió que el pueblo había rechazado no solo a Alfonso XIII, sino a la Monarquía, y que se había pronunciado a favor de la República. La astuta interpretación impuesta en el momento oportuno pesó más que millones de votos», apunta Alejandro Nieto en su último ensayo, ‘Entre la Segunda y la Tercera República’ (Comares, 2022).
El recuento de papeletas
El ex presidente del Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC) advierte también en su libro: «Una cosa es que se declararan oficialmente republicanos y otra muy diferente que lo fueran. Más preciso todavía, resulta difícil determinar el grado de sinceridad de sus posiciones, que de hecho eran harto diferentes según puede comprobarse en un rápido repaso de los distintos grupos políticos sociales. Del mito a la realidad media había un gran trecho y más vale atenerse serenamente a esta que dejarse arrastrar ciegamente por aquel».
Sin embargo, la impresión de una España unánimemente republicana en 1931 ha perdurado a lo largo de las décadas, en parte, porque la Segunda República ha sido siempre tratada, salvo contadas excepciones, de manera sesgada. Nieto habla incluso, de una versión «caricaturesca, bien sea esta la idealizada encarnación de todas las virtudes, cuyo éxito fue bruscamente truncado por unos malvados generales fascistas, o bien la infernal, compendio de todas las maldades y rectificada en el último momento por unos militares que salvaron la patria».
Por el momento, los resultados de las elecciones municipales no le daban la razón a Alfonso XIII, pues se sabe que el número de concejales monárquicos superó al de los republicanos, aunque estos últimos triunfaron en la mayoría de las capitales de provincia. Sobre todo, en las citadas Madrid y Barcelona, lo que dio pie a estos a pensar que les legitimaba para tumbar la Monarquía. Según los datos del historiador Javier Tusell, estos obtuvieron 34.688 concejales, a los que habría que sumar 4.813 de los socialistas y 67 de los comunistas. Los monárquicos, por su parte, superaron a la suma de todos los anteriores con 40.324.
El sistema electoral
Nieto se refiere en su libro a las «deficiencias en un sistema electoral que los nuevos políticos aceptaron pensando, cada uno, que las distorsiones resultantes iban a beneficiar a su grupo, pero las consecuencias fueron nefastas». Pone como ejemplo, también, las elecciones generales de febrero de 1936, en las que el Frente Popular obtuvo 263 escaños con 4,7 millones de votos y el Bloque de derechas, 210 escaños con 5,7. Es decir, que la izquierda se llevó 53 escaños más con un millón de votos menos que sus oponentes.
El historiador Julio Gil Pecharromán recuerda en su reciente obra, ‘Los años republicanos, 1931-1936’ (Taurus, 2023), que los resultados de las elecciones de abril de 1931 solo se hicieron públicos de forma parcial y que sus consecuencias «han sido tema de una larga y apasionada polémica». «Con solo una parte de los resultados en su poder –añade–, el Gobierno se creyó derrotado […]. Cuando las primeras informaciones de la prensa confirmaron el ‘triunfo moral’ de los republicanos, estos se echaron a la calle en muchas ciudades, abriendo paso a una auténtica revolución popular».
Cuando fue instaurado el nuevo sistema y el Rey ya había salido de España, se pueden hacer otras matizaciones en lo que respecta al carácter verdaderamente republicano de muchos de sus protagonistas. Los socialistas, por ejemplo, dejaron bien claro desde el principio que su objetivo final era la revolución y que prescindirían de la República en cuanto pudieran. De hecho, eso intentaron en la famosa rebelión de 1934, que el diario ‘Avance’ explicó así: «El proletariado asturiano se alzó en armas para derribar al Gobierno y sustituirlo por el poder de los trabajadores; no para sustituir a un gobierno republicano por otro gobierno republicano».
Largo Caballero
Para Largo Caballero, ministro de Trabajo entre 1931 y 1932, la democracia era lo que el historiador Santos Juliá definió como la «estación de tránsito hacia el socialismo», y no hacia la democracia. El ensayo de Nieto incluye en el grupo de ‘desinteresados’ por el nuevo régimen, además de a los monárquicos alfonsinos y a los tradicionalistas, también a los católicos, los agricultores, los conservadores, a buena parte de las clases medias, a los anarcosindicalistas e, incluso, a los falangistas, que declararon de forma expresa que la cuestión de una forma de Gobierno y otra no les afectaba lo más mínimo.
«Quienes trajeron la República y se ocuparon de dirigirla afirmaban que estaban apoyados ‘por todo el pueblo’ y que se limitaban a expresar ‘la completa voluntad nacional’. La afirmación es absolutamente falsa, porque de inmediato aparecieron los desafectos, cuando no enemigos declarados. Eran tantos que Azaña tuvo que declarar que la República era solo para los republicanos y que en ella no había sitio para los contrarios ni para los indiferentes», explica el ex presidente del CSIC.
Sin embargo, los contrarios eran tantos que, al instaurar la Ley de Defensa de la República de 1932, cerraron temporal o definitivamente centenares de periódicos críticos con el régimen.
Origen: Contra el mito de 1931: la Segunda República que nació sin ser republicana