6 diciembre, 2024

Cuando andaluces y gallegos aplastaron a los vikingos en la península: un rastro de destrucción y muerte

Vikingos, durante uno de sus ataques, en una ilstración actual
Vikingos, durante uno de sus ataques, en una ilstración actual

Las invasiones de los pueblos del norte entre los siglos IX y XI tuvieron episodios trágicos en la Península Ibérica, tras llegar por sorpresa en cientos de barcos con la intención de hacerse con las riquezas de los pueblos cristianos del norte y los musulmanes del sur

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Las invasiones protagonizadas por los vikingos azotaron el mundo conocido entre los siglos IX y XI. Llegaban en oleadas de miles de guerreros tatuados, con el pelo rapado y una coleta a un lado, armados con cascos, escudos, lanzas y hachas. Muchos de ellos llevaban los dientes pintados de rojo para aterrorizar aún más a sus víctimas en una serie de conquistas que podían durar años… o décadas. Como decía una oración muy común en las iglesias del antiguo reino inglés de Northumbria: «Señor, líbranos de la furia de los hombres del norte». Pero no fue posible.

Los vikingos redujeron Londres a escombros dos veces. Con sus barcos de poco calado navegaron Sena arriba y asediaron París desde el agua. Sus conquistas les llevaron desde tierras escandinavas hasta las islas Feroe, Islandia, Groenlandia y Canadá por el oeste. Hasta el Mediterráneo, Marruecos y el califato de Bagdad por el sur. Navegaron los cauces fluviales que partían del Báltico, del Caspio y del Mar Negro por el este. Se dieron de bruces con el Imperio Bizantino, combatieron en Kiev hasta dar origen a la Rusia actual y se instalaron en el Ulster y en la actual Irlanda.

También sembraron el pánico en Inglaterra. A los monjes del priorato de Lindisfarne, al norte de las islas, la primera invasión vikinga en enero de 793 les sorprendió rezando. En pocas horas, «los bárbaros destruyeron miserablemente la Iglesia de Dios», dicen las crónicas medievales anglosajonas. En el 869, al pobre Rey Edmundo del Anglia Oriental le usaron como diana para hacer prácticas de tiro con arco y al arzobispo de Canterbury lo despellejaron con huesos de buey hasta morir. «Uno de los vikingos le golpeó con un hacha de hierro en la cabeza, lo derribó y su santa sangre cayó en la tierra», contaban las mismas crónicas.

Aunque raramente se aventuraban más al sur de la costa francesa, lo cierto es que los habitantes de la Península también fueron víctimas de este horror en las cuatro incursiones que este pueblo llevó a cabo en estas tierras. Por lo general, el objetivo era saquear las ciudades y pueblos que se encontraban en sus desplazamientos hacia el sur, llevando a cabo acciones tan violentas que los vikingos han acabado por ser considerados uno de los pueblos más temidos de toda la Edad Media.

La primera noticia que tenemos sobre los vikingos en la Península Ibérica aparece en los ‘Annales Bertiniani’, una composición franca de mediados del siglo IX, poco después de que se produjera el primer ataque. Sin embargo, el Códice de Roda, que algunos historiadores atribuyen al Rey de Asturias Alfonso III en esos mismos años, es el que más detalles ofrece: «Por aquel tiempo, los normandos, gente hasta entonces desconocida, pagana y muy cruel, llegaron hasta nosotros con un ejército naval».

Los primeros en avistar los knarrs y los drakkars, los temidos barcos nórdicos, fueron los gijoneses en el verano de 844. Los rumores llegados desde Inglaterra y Francia en los años anteriores eran aterradores. Poblaciones enteras pasadas a cuchillo, miles de campesinos honrados convertidos en esclavos y numerosas violaciones de mujeres y niñas. Los ‘Annales Complutenses’, del siglo XII, hablan de un desembarco cerca de Gijón por parte de 54 naves vikingas, probablemente para aprovisionarse y continuar su camino hacía Galicia.

En los ‘Annales Bertiniani’ y en el citado ‘Códice de Roda’ se cuenta que el desembarco se produjo en las inmediaciones de la torre de Hércules, en La Coruña, que dio comienzo al saqueo mediante una serie de asaltos por sorpresa, ‘modus operandi’ habitual de los vikingos. Sin embargo, tanto la nobleza galaica como la asturiana, muy acostumbrada a las conquistas, reaccionaron con rapidez. Desde Oviedo, Ramiro I montó un Ejército y expulsó a los guerreros del norte. Se desconoce el número de muertos, pero sí se menciona que los invasores perdieron un número importante de barcos.

La masacre de Sevilla

La expedición continuó hacia el sur, intentando primero saquear Lisboa, con el objetivo de arrasar Al-Ándalus. Los vikingos no podían permitirse el lujo de regresar con las manos vacías a casa, pues muchos de ellos habían empeñado sus bienes en la empresa y tenían que buscar víctimas sin cesar. El emir Abderramán II había sido alertado de su llegada por el gobernador de la capital portuguesa, aunque cometió el error de subestimar al nuevo enemigo y lo pagó con creces. En primer lugar conquistaron Cádiz, machacaron a los vecinos de Medina-Sidonia, remontaron el Guadalquivir, masacraron a los habitantes de Coria del Río y llegaron a Sevilla.

Según el cronista musulmán Ibn al-Qutiyya, del siglo X, los sevillanos huyeron en masa al ver llegar a los vikingos y se refugiaron en Córdoba, sede del emirato que presidía Abderramán II. El emir omeya, desesperado por la violencia desatada por aquellos salvajes, formó un Ejército con ayuda de la dinastía de los Banu Qasi, que habitaba el noreste peninsular, y se abalanzó sobre ellos en la cruenta batalla de Tablada, en Aljarafe:

«Después de utilizar armas de asedio y defensa, el ejército hizo huir a los vikingos. Los árabes mataron a quinientos de sus hombres y capturaron cuatro de sus barcos, los cuales quemaron después de haber saqueado cualquier cosa de valor. Gran número de vikingos fueron pasados por la espada; otros fueron ahorcados en Sevilla y a otros colgados de palmeras en el lugar de la batalla. (…) En total, pasaron 42 días desde su llegada a su expulsión. Su líder y todos ellos pasaron por nuestra espada como castigo divino por sus crímenes. El emir comunicó el feliz desenlace a todas sus provincias y les mandó la cabeza del líder vikingo y de doscientos de los mejores guerreros vikingos», relataba el historiador árabe Ibn Hayyan, que resaltaba también la predilección de estos por capturar a mujeres y niños.

Segunda incursión

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Tras aquellos episodios, Abderramán II ordenó construir defensas y una flota que vigilara todo el litoral. En el norte, se fortificaron las entradas de los ríos y las poblaciones costeras. Estaban convencidos de que los vikingos regresarían de nuevo y no se equivocaron. En el 858, se produjo una segunda incursión liderada por dos de los jefes más legendarios: Bjorn Ragnarsson, conocido como ‘Brazo de Hierro’ y Hastein. El primero era Rey de Suecia y vástago de nada menos que Ragnar Lodbrok, que decidió partir hacia la Península Ibérica cuando en Normandía reinaba la paz.

Su gran objetivo fue Santiago de Compostela y la sede catedralicia de Iria Flavia, en el municipio de Padrón. Al igual que sus compatriotas 14 años antes, accedió por la Ría de Arousa hasta y pronto comenzaron a destrozar las poblaciones que se encontraban a su paso y el asedio al enclave principal. Los jefes locales no encontraron otra solución que acceder a pagar el tributo que exigían los invasores. Pero tampoco les dio tiempo a enriquecerse mucho, porque el Rey de Asturias, Ordoño I, envió en ayuda de los gallegos a Pedro Theon de Pravia al mando de un gran contingente.

Las crónicas de la época aseguran que los vikingos sufrieron una derrota aplastante en la que murieron un tercio de sus hombres, además de perder 38 navíos. Bjorn y Hastein huyeron, una vez más, hacia el sur. Atacaron Algeciras, Sevilla y Orihuela. Se siguieron divirtiendo en Marruecos, las islas Baleares e Italia antes de volver a la península para protagonizar una de sus grandes proezas en Pamplona. Algunos historiadores creen que para llegar allí tuvieron que remontar los ríos Ebro, Aragón y Arga. Otros, que avanzaron desde el golfo de Vizcaya.

Sea como fuere, la ciudad fue arrasada y su caudillo local, García Íñiguez, capturado. Una leyenda asegura que, cuando decidieron seguir su periplo, algunos de los barcos vikingos volcaron por el peso de las monedas de oro que los pamploneses tuvieron que pagar por el rescate. Sin embargo, el final de la aventura de Ragnarsson y Hastein fue parecido al de sus predecesores, pues fueron derrotados en Córdoba, reduciendo su flota hasta los 20 buques que tuvieron que regresar a casa de inmediato.

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Tercera incursión

La mayoría de los estudios consideran que la tercera oleada de incursiones comenzó en el 968, pero existen indicios de que se produjeron continuos ataques de menor importancia entre la segunda y esta invasión. Esa es la razón de que los habitantes de Galicia estuvieran preparados. Según Enrique Flórez, célebre historiador del siglo XVII, los condes de Lugo le pidieron permiso al Rey Ordoño para «hacer sus casas más fuertes para poder habitar en ellas y resistir a los normandos». Y de que Asturias y León se hubieran unificado en un único reino, en el 925, para protegerse de los vikingos. Por eso sabían que volvería a ocurrir, ya que sabían perfectamente que estos se sentían atraídos por la concentración de riquezas en Santiago de Compostela.

En el año 968 se presentó delante de las costas gallegas una gran flota vikinga compuesta de cien naves dirigidas por el Rey Gunderedo. Uniendo los datos de la ‘Crónica de Sampiro’, el ‘Chronicon Silense’, el ‘Chronicon Iriense’ y la ‘Historia Compostellana’ conocemos como los invasores llegaron al puerto de Juncaria y entraron en muchas ciudades de Galicia. Según González López, los norteños desembarcado también en Faro (La Coruña). Otras crónicas aseguran que unos emisarios avisaron al obispo Sisnando de que los normandos se dirigían hacia Ira y que este reunió un ejército y plantó batalla en el lugar llamado de Fornelos, a legua y media de Santiago. Allí cayó muerto por una flecha o una espada, según la versión, el 29 de marzo.

Desde esa batalla de Fornelos, los vikingos fueron dueños de Galicia durante tres años en los que continuaron sus saqueos con libertad sin que el Rey de León, Ramiro III, pudiese hacer nada por detenerlos, ya que era un niño de siete años custodiado por una monja. Sin embargo, los vikingos no lograron nunca entrar en Santiago, ya que estaba protegido por fuertes murallas torreadas, separadas por profundos fosos llenos de agua construidos en época de Sisnando.

Esta situación continuó hasta que el obispo de Compostela, San Rosendo, organizó un ejército dirigido por el conde Gonzalo Sánchez que, «sediento de venganza», atacó a los normandos cuando se disponían a embarcar de nuevo cerca de Ferrol. Este ejército logró vencer a los invasores, degollar a Gunderedo, quemar parte de las naves, recuperar el botín y liberar a los prisioneros. Este ataque nórdico fue el más violento de todos los que padeció Galicia, pero su suerte acabó allí. Y comenzó el ocaso de los vikingos en España, con ataques esporádicos hasta el siglo XI.

Origen: Cuando andaluces y gallegos aplastaron a los vikingos en la península: un rastro de destrucción y muerte

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