Cuando Galileo creyó que podía convencer a la Iglesia de que el Sol era el centro del universo
Hace ahora 410 años Galileo Galilei decidió dar un paso sin marcha atrás: defender abiertamente sus ideas, que casi le cuestan la vida. Fue el primero que estudió el cielo con un telescopio y descubrió los movimientos astrales, confirmando las teorías de Copérnico, opuestas a las Santas Escrituras y el poder de la Inquisición. La defensa de sus convicciones, basadas en la experimentación, fue tan vital e importante como sus hallazgos.
Cena en Florencia, en el Palazzo Pitti —residencia del gran duque de Toscana— a finales de 1613. Varios Médici están sentados a la mesa. El tema de conversación: Galileo Galilei. Los comensales son Benedetto Castelli, profesor de Matemáticas en la Universidad de Pisa y discípulo del propio Galileo; los grandes duques Cosme II de Medici y María Magdalena de Austria; la gran duquesa madre Cristina de Lorena; otros miembros de la familia ducal; y algunos filósofos: entre ellos, Cosimo Boscaglia, también profesor de la Universidad de Pisa, pero —al contrario que Castelli— ferviente seguidor de las teorías aristotélicas que propugnaban que la Tierra era el centro del universo.
Sus problemas empiezan cuando defiende a Copérnico utilizando, además, argumentos bíblicos y citando a san Agustín
El ambiente es relajado. Pero los gestos, de pronto, se tuercen y la conversación se torna bronca cuando Boscaglia afirma que Galileo se equivoca al defender el movimiento de la Tierra alrededor del Sol: esa aseveración –dice– es absolutamente contraria a las Sagradas Escrituras.
Castelli defiende a su maestro mientras Cristina de Lorena pregunta cómo es posible conciliar las tesis copernicanas (que la Tierra gira alrededor del Sol) con el pasaje bíblico según el cual Josué había hecho el milagro de que el Sol se detuviese… La discusión se enciende.
Días después, Galileo se entera con detalle de la velada a través de una carta de su discípulo Benedetto Castelli. Esa carta y esa cena son decisivas en su vida: lo animan a lanzarse a la arena, a defender sus tesis, a enfangarse en la polémica y, sin saberlo, a terminar por ello sentenciado por la Inquisición.
El científico contesta a Castelli… y también a Cristina de Lorena. «Es muy razonable –escribe– que el Sol, como instrumento y ministro máximo de la naturaleza, casi corazón del mundo, dé no solo luz, como claramente da, sino también movimiento a todos los planetas que giran en torno a él».
De sus misivas se hacen copias. Una de ellas llega a manos del monje dominico Lorini, que la envía a la Inquisición de Roma. Galileo se entera de que circulan versiones de su carta y teme que sus palabras sean manipuladas.
En 1615, Galileo se planta en Roma para defender sus ideas. Se reúne con gente influyente, participa en sesudas discusiones… Y cada vez acentúa más su defensa de las tesis de Copérnico e insiste en que es la Tierra la que gira alrededor del Sol. No puede comprender que se niegue algo que resulta tan fácilmente comprobable de modo científico.
Hijo de Vincenzo Galilei, un célebre músico virtuoso del laúd y de fuerte personalidad, Galileo (Pisa, 1564-Arcetri, 1642) intentó primero ser médico, siguiendo los consejos paternos. Pero descubrió que lo que de verdad le gustaba eran las matemáticas y la física. En Venecia, en 1609, prestó atención a un extraño instrumento que vendía un comerciante procedente de París: un telescopio. Enseguida se dio cuenta de la utilidad militar de aquel invento que permitía ver llegar al enemigo desde lejos. Construyó uno mejor, con el magnífico cristal de Murano, y comenzó a hacer importantes hallazgos estudiando el cielo. «Galileo es una figura muy importante —explica Agustín Udías, jesuita y catedrático de Geofísica en la Universidad Complutense de Madrid—; es el iniciador de la ciencia moderna, basada en la experimentación y las matemáticas».
Cuando con su potente telescopio avista la Luna y comprueba que en su superficie hay cráteres y montañas, echa por tierra la idea de Aristóteles de la perfección astral. Aun así, le va muy bien. Galileo es un hombre de prestigio que había sido recibido en audiencia por el Papa, entonces Pablo V, y era muy apreciado por las autoridades científicas, incluyendo a eminentes jesuitas. Sus problemas empiezan cuando se enreda en la defensa de Copérnico intentando utilizar, además, argumentos bíblicos y citando incluso a san Agustín.
Con insensata osadía, Galileo envió el libro al Papa, que enfureció al leer argumentos suyos en boca de un imbécil llamado Simplicio
Al llegar a Roma en 1615 para defender sus ideas, es recibido con respeto por el cardenal Bellarmino. Está en manos de una comisión de teólogos del Santo Oficio. Galileo sale tocado, pero no hundido: lo amonestan verbalmente para que no enseñase o defendiese las tesis censuradas. El 26 de febrero y por orden del Papa, el cardenal Bellarmino manda llamar a Galileo y le comunica la sentencia. Él la acata y promete callar.
Galileo siguió con sus matemáticas y su física. Eso sí: tranquilo, durante 16 años. Hasta que de nuevo se metió en líos, quizá confiado al ver a su amigo Maffeo Barberini elegido Papa, ungido como Urbano VIII. Galileo se envalentonó y volvió a mirar al cielo.
Ahora se enfrascó con las mareas: por qué tenían lugar, qué las regía… Escribió un libro sobre ellas con la forma de un debate entre un seguidor de Aristóteles y un científico copernicano. De nuevo se enredó en el espinoso asunto de quién gira alrededor de quién. El libro, que se iba a titular Diálogo sobre las mareas, terminó llamándose Diálogo sobre los dos sistemas principales del mundo, un nombre que, para más inri, hacía imperar claramente la versión copernicana. Con una osadía insensata, Galileo envió el libro al Papa, que enfureció al leer argumentos —que él mismo había esgrimido— puestos de pronto en boca de un personaje imbécil al que el científico llamó Simplicio. El libro se publicó en 1632 y llevó a su autor de nuevo ante el Santo Oficio. El Vaticano estaba indignado: Galileo aparecía como un provocador y un desobediente a la amonestación de 1616.
De nuevo ante el Santo Oficio Galileo salió más tocado que antes. La sentencia del 22 de junio de 1633 lo confinaba al arresto domiciliario, en su villa de Arcetri, cerca de Florencia, librándolo de la prisión. Eso sí: a cambio de abjurar. Admitió su culpa y juró «abandonar la falsa opinión de que el Sol es el centro inamovible del universo y de que la Tierra lo es». Tenía ya 69 años, era un ferviente católico y no ignoraba que Giordano Bruno (que no abjuró) había ardido en la hoguera en 1600.
En la lectura de su sentencia nació la leyenda según la cual el científico habría pronunciado la mítica frase «eppur si muove» (‘y sin embargo se mueve’), que no está claro si realmente pronunció o no en aquel momento.
Admitió su culpa y negó sus tesis. Tenía 69 años y no ignoraba que Giordano Bruno (que no abjuró) había ardido en la hoguera
Galileo pasó sus últimos años recluido en su villa de Florencia estudiando mecánica. Continuó escribiendo y algunos de sus escritos lograron ser publicados en Francia. En 1638 perdió la vista, pero aun así siguió trabajando, asistido por algunos fieles discípulos. El 8 de enero de 1642, Galileo murió a los 77 años.
Sus estudios inspiraron, entre otros, a Isaac Newton, nacido el mismo año en que Galileo murió. En 1992, el Papa Juan Pablo II entonó un mea culpa y rehabilitó al científico.
Origen: Cuando Galileo creyó que podía convencer a la Iglesia de que el Sol era el centro del universo