Cuando Hitler abrió las puertas de infierno: los engaños que provocaron la Segunda Guerra Mundial
El 1 de septiembre de 1939 comenzó al Segunda Guerra Mundial cuando los alemanes atacaron Polonia sin haber declarado su hostilidad de forma previa
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El día de la infamia fue un viernes; mala jornada para iniciar una contienda, como probablemente diría nuestro castizo Miguel Gila. Aquel 1 de septiembre de 1939, a eso de las cinco menos cuarto de la madrugada, un despreocupado guardia de fronteras se convirtió en el primer testigo del comienzo de la Segunda Guerra Mundial cuando, al salir de su puesto de control, se dio de bruces con decenas de soldados germanos. Sin mediar palabra, estos le arrojaron al suelo y levantaron (como quedó inmortalizado en una de las instantáneas más famosas de la historia) la barrera que separaba la frontera polaca de la alemana. Tras ellos entraron las divisiones Panzer del Tercer Reich en territorio enemigo.
Lo que no sabían esos combatientes es que, junto con aquella valla, acababan de abrir también la puerta a un conflicto que se cobró la vida de entre 50 y 80 millones de personas. Casi un diez por ciento de ellas, asesinadas en los campos de concentración organizados por Adolf Hitler bajo el tétrico paraguas de la «Solución Final» (la aniquilación sistemática del pueblo judío).
Esos hombres dieron comienzo a seis años de lucha que, por entonces, nadie quería. Ni las grandes potencias europeas (agotadas por el esfuerzo de la Gran Guerra), ni el mismo Führer, quien esperaba retrasar el conflicto con Francia y Gran Bretaña todo lo posible. Hermann Goering, jefe de la Luftwaffe y mano derecha del dictador, lo dejó claro cuando se percató de que el enfrentamiento era inevitable: «Que Dios nos proteja si perdemos esta guerra».
Las operaciones del 1 de septiembre no fueron fruto de la casualidad. Nacieron de la premeditación y de la mente de un Adolf Hitler que las había orquestado de forma meticulosa. Ejemplo de ello es que, el 23 de agosto, firmó con la URSS un pacto de no agresión que le garantizó no ser atacado por la única potencia que podía hacer frente a Alemania. El Führer también suponía, gracias a las pesquisas de Joachim Von Ribbentrop, su veterano ministro de Asuntos Exteriores, que Francia y Gran Bretaña evitarían entrar en el conflicto y apostarían por la política del «apaciguamiento» hasta que no hubiera otro remedio. Sentía, en definitiva, que podría conquistar Polonia y recuperar la anhelada Danzig sin provocar una guerra masiva. Lo mismo que había hecho con la anexión de los Sudetes poco antes sin que la comunidad internacional le detuviera.
A pesar de ello, el avispado líder del Reich se cuidó bien de que el ataque sobre Polonia pareciese un acto de legítima defensa. Lo hizo mediante una extravagante trama que llevaba urdiendo meses y que se materializó el 31 de agosto. Aquella tarde, un comando alemán encubierto atacó la estación de radio germana de Gleiwitz. Sus miembros, ataviados con uniformes polacos, se hicieron con el edificio y emitieron un mensaje cuyo único objetivo era prender la chispa necesaria para iniciar las hostilidades: «¡Atención Gleiwitz! La radio está en manos de Polonia». Luego abandonaron la zona dejando tras de sí el cadáver de un falso invasor.
La mascarada permitió que Hitler se dirigiese al Reichstag y anunciase que Alemania no podía tolerar tal afrenta. «Las tropas de Polonia han abierto fuego por primera vez sobre nuestro territorio. A partir de ahora, las bombas tendrán bombas como respuesta».
De cara al exterior Hitler se mostró seguro. Eufórico (todo lo contrario que los ciudadanos alemanes) aseguró que no se quitaría su sencillo uniforme gris hasta que las tropas del Reich hubiesen vencido. Ansiaba la batalla. De hecho, poco antes de ordenar el avance sobre el enemigo confesó que su mayor miedo era que, «en el último momento, un sucio perro me presente un plan de mediación».
No sucedió. Gran Bretaña ya había rechazado durante semanas negociar con él si mantenía sus pretensiones de anexionarse territorio polaco. Y otro tanto había sucedido con Francia, una potencia que se sentía segura tras las defensas de la Línea Maginot y que (junto a los británicos) había firmado un tratado para defender Polonia en el caso de que sufriera un ataque no provocado. Ya nadie quería apaciguar al águila nazi. Winston Churchill admitió la culpa de los Aliados tras la contienda: «No ha existido nunca una guerra más fácil de prevenir […] Podía haberse evitado sin disparar un solo tiro, pero nadie estaba prestando atención».
Por tierra, mar y aire
A nivel militar, la invasión se hizo desde todos los frentes. Por tierra, 53 divisiones germanas ejecutaron el plan «Fall Weiss» («Caso Blanco»): un ataque desde el norte, el este y el sur que tenía como objetivo Varsovia. En el aire, 1.600 aviones de la Luftwaffe se encargaron de apoyar a los soldados y a los blindados. Desde el mar, el acorazado alemán «Schleswig-Holstein» (que participaba en una visita de cortesía a Polonia) disparó a traición contra la fortaleza de Westerplatte.
El asalto sobre este último y determinante enclave no se había elegido al azar. Ni mucho menos. Su conquista era de vital importancia debido a que era una de las pocas salidas al mar con las que contaba el enemigo y su capitulación significaba que no podría responder por mar a los golpes. Para algunos autores como el historiador Steven J. Zaloga la toma de esta posición es considerada, de hecho, la primera batalla de la Segunda Guerra Mundial. El reloj sustenta su teoría, pues el buque empezó el bombardeo a las cuatro de la madrugada.
El ejército defensor, con medios anticuados, terminó viéndose sobrepasado No fue una sorpresa. Entre 1935 y 1939, Polonia apenas había destinado el equivalente a 760 millones de dólares para optimizar sus fuerzas armadas, mientras que Alemania había dedicado un total de 24.000. Casi treinta veces más. Los números también fueron favorables a un Tercer Reich que contaba tanto con superioridad numérica (solo en infantería, 559 batallones frente a 376 polacos), como con un contingente mucho mejor preparado y pertrechado. La mayor diferencia se encontraba en los carros de combate: la Wehrmacht tenía a su disposición más de 2.500 blindados por solo 600 de su par.
La nueva táctica germana de ataque, la «Blitzkrieg» o «Guerra relámpago» (el avance a toda velocidad sobre las posiciones más débiles de las líneas contrarias); la creación de la división Panzer (una gran concentración de vehículos blindados apoyados por aviación y artillería) y los temibles bombardeos en picado Junkers Ju 87 «Stuka» (probados en la Guerra Civil española) acabaron con una anticuada Polonia. El uso que los soldados del Tercer Reich hicieron de los sistemas de radio les permitió, además, coordinarse de una forma perfecta y rodear las masas de resistencia enemigas. Por si fuera poco, sus contrarios cometieron el error de abandonar las regiones más fáciles de defender (como los ríos Vístula y San) y prefirieron acudir al encuentro de los invasores a toda prisa y de forma desorganizada.
Polonia parecía condenada y desconocía si sus aliados permitirían que el líder nazi se saliese con la suya. Pero en este caso sí movieron ficha. Francia y Gran Bretaña exigieron a Alemania que sus tropas regresaran a casa. El 3 de septiembre, a eso de las nueva de la mañana, Von Ribbentrop recibió un ultimátum de ambas potencias. Según explica el periodista e historiador Jesús Hernández (autor de una veintena de obras sobre el conflicto como «Breve historia de la Segunda Guerra Mundial») el Führer se quedó petrificado y solo atendió a decir una cosa: «¿Y ahora qué?». Aquel fue el único movimiento que el dictador no había barajado. Y con él comenzó, de forma oficial, la Segunda Guerra Mundial.
Origen: Cuando Hitler abrió las puertas de infierno: los engaños que provocaron la Segunda Guerra Mundial