De cómo Hitler se inventó una Prusia racista y antisemita: hasta Federico El Grande dejó de ser gay
El militarismo, el tono varonil y la sobriedad prusiana encajaban con la idea que quería proyectar al mundo el Tercer Reich. Sin embargo, Goebbels se cuidaba de no recordar que durante la historia prusiana se dieron situaciones que no concordaban precisamente con las ideas nacionalsocialistas: empezando por el respeto a las minorías religiosas
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Se le achaca al historiador Claudio Sánchez-Albornoz la cita «Castilla hizo a España y España deshizo a Castilla», para sintetizar la encrucijada en la que se arrojó Castilla de forma casi kamikaze. Del mismo modo, se puede decir que Prusia hizo Alemania y Alemania liquidó a Prusia, con la salvedad de que Prusia había sido un imperio de hierro forjado a golpe de ingenio militar y Alemania un vago sueño nacionalista que no vio la luz hasta finales del siglo XIX. El sueño, así, se merendó al frío hierro.
Como explica Christopher Clark es su libro «El Reino de Hierro: auge y caída de Prusia» (la Esfera de los Libros), se ha atribuido injustamente al Reino de Prusia buena parte del ADN racista y antisemitista característico del movimiento nazi. A ojos de los Aliados, «Prusia no era precisamente un territorio alemán entre otros, sino que era el verdadero origen del malestar alemán que había afligido Europa. Era la razón por la que Alemania se había apartado del camino de la paz y de la modernidad política», explica este autor sobre la decisión de las fuerzas de ocupación de abolir el estado de Prusia en febrero de 1947. Prusia era, según esta óptica, quien ahogó y marginó con su peculiar cultura a los regímenes liberales del sur de Alemania, lo que a su vez derivó en extremismo y dictadura.
Purgar Prusia de la conciencia alemana.
Ciertamente los habitantes de Brandeburgo-Prusia, cuya capital estaba en Berlín, participaron de los crímenes nazis y su aristocracia nutrió las filas de las SS como el resto de Alemania, pero no hay que olvidar que hubo otros territorios germanos incluso más identificados con los nazis. La Baviera católica, Sajonia, Hamburgo e incluso Austria se unieron con igual entusiasmo al movimiento nazi, hasta el extremo de que el propio Adolf Hitler procedía de Austria, el principal enemigo histórico de Prusia hasta el siglo XX.
Eso sin olvidar que ninguna unidad de la Wehrmacht alemana estuvo tan implicada en las actividades de resistencia contra Hitler como el Regimiento de Infantería IX de Potsdam. Matices que, sin embargo, no frenaron a los Aliados y a los soviéticos en su afán de borrar Prusia de la historia, vinculando de forma maliciosa el reino histórico con el terror nazi. Un masivo e innecesario bombardeo aéreo a la ciudad de Potsdam, con gran valor histórico pero poco estratégico, dejó entrever antes de que terminara la guerra los planes aliados de purgar Prusia de la conciencia alemana. La persecución de cualquier rastro prusiano afectó hasta a las estatuas de sus reyes.
Pero, ¿por qué los Aliados odiaban tanto a Prusia? El sentimiento antiprusiano estaba instaurado desde hace siglos en el corazón del continente, lo que sumado a la apropiación que hicieron los mandos nazis de parte de sus símbolos explican el sentimiento revanchista.
Adolf Hitler eligió la Iglesia de la Guarnición de Potsdam, construida durante el reinado de Federico El Grande, para inaugurar la nueva Alemania el 21 de marzo de 1933. La ceremonia, presidida por el héroe de la Primera Guerra Mundial Hindenburg, era en sí una exaltación del prusianismo, como evidenció la corona de flores que Hitler depositó sobre las tumbas de los reyes prusianos históricos. Al maestro de la propaganda nazi, Joseph Goebbels, le interesaba crear similitudes entre el imperialismo viril prusiano y las ambiciones nazis. Si bien para ello fue necesaria una reinvención de las tradiciones e historia prusianas que ensalzó las coincidencias y descartó las grandes diferencias. Nada nuevo. La tradición siempre ha sido un buen aliado para los que han pretendido revestir de legitimidad histórica sus proyectos.
«Los símbolos por los que luchamos están henchidos por el espíritu de Prusia, y los objetivos que esperamos alcanzar son una forma renovada de los ideales por los que combatieron en su día Federico Guillermo I, Federico El Grande y Bismarck», declaró en un discurso Joseph Goebbels por aquellas fechas. Por supuesto, los ideales por los que luchó la dinastía Hohenzollern no tenían nada que ver con el racismo contemporáneo de Hitler y su partido.
La admiración de Hitler por Federico II
El militarismo, el tono varonil y la sobriedad prusiana encajaban con la idea que quería proyectar al mundo el Tercer Reich. Sin embargo, Goebbels se cuidaba de no recordar que durante la historia prusiana se dieron situaciones que no concordaban precisamente con las ideas nacionalsocialistas. Los nazis no sentían ninguna simpatía por la espiritualidad pietista tan característica de los primeros reyes prusianos; ni por la ejemplar tolerancia religiosa hacia las minorías; ni hacia un código civil progresista y admirado por el resto de reinos alemanes; ni hacia los avances a la hora de reconocer plenamente los derechos de los judíos prusianos a lo largo de la historia. Tampoco podían comulgar con la lucha encarnizada de algunos prusianos por defenderse del nacionalismo alemán, que de hecho terminó por liquidar el reino.
Esta obsesión nazi por los prusianos quedó patente en que el único adorno que tenía Hitler en el búnker de Berlín era un retrato de Federico II, el más popular monarca de este reino. Un intento de alimentar un paralelismo entre el dictador y el rey que apenas se sostenía. El Rey Filósofo devoró las obras de los más destacados autores ilustrados franceses, así como las obras clásicas de Cicerón, Horacio, Plutarco, desdeñando las obras en alemán a las que clasificaba como «semibárbaras». Esta simpatía por la cultura francesa también estaba presente en la música, donde Federico era un habitual de la flauta travesera, invento reciente de los fabricantes franceses, que tocó hasta perder los dientes.
Adolf Hitler, por su parte, odiaba Francia y todo lo que representaba, siendo para él la cultura germana superior al resto.
Tampoco en su condición sexual el príncipe prusiano cumplía con los convencionalismos que Hitler apreciaba (aunque no se puede decir que él los cumpliera en su vida privada). Cierta leyenda exagerada le presentó como una suerte de vicioso sexual que organizaba orgías con muchachos en la corte, lo cual es un planteamiento disparatado para alguien tan discreto pero ambiguo en su orientación sexual. Federico le confesó a Grumbkow, un ministro de su padre, que se sentía poco atraído por el sexo femenino, sin precisar si en verdad era toda clase de sexo lo que no le interesaba lo más mínimo.
Federico dejó de ser homosexual y amante de la cultura francesa para los nazis. La propaganda nazi mutiló la historia de Prusia para adecuarla a sus necesidades y el régimen, paradojicamente, resultó ser su verdugo político incluso antes de que los Aliados se plantearan borrar su huella de la memoria alemana. En 1933, el Landtag prusiano (último símbolo de la independencia prusiana dentro de Alemania) fue disuelto después de que los nazis fueran incapaces de obtener una mayoría absoluta en esta cámara. La Ley de Reorganización del Reich de 1934 puso a los gobiernos regionales bajo la autorización directa del Ministerio del Interior del Reich y los ministerios prusianos fueron disueltos.
Aunque Prusia fue el único estado alemán que no fue absorbido formalmente por el Reich, dejó de existir como Estado a partir de 1933. Apenas mantuvo entonces el nombre y la delimitación en el mapa (existieron planes sin materializar para la partición de sus territorios).
Origen: De cómo Hitler se inventó una Prusia racista y antisemita: hasta Federico El Grande dejó de ser gay