De esclavos a millonarios: las primeras fortunas negras en Estados Unidos
Los afroamericanos siguen siendo el sector de la población más castigado por la pobreza en Estados Unidos. Según el último censo del país, que registra datos del
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Los afroamericanos siguen siendo el sector de la población más castigado por la pobreza en Estados Unidos. Según el último censo del país, que registra datos del año pasado, el 18,8% de los negros en Estados Unidos están bajo el umbral de pobreza, casi el doble que la media general. Desde luego, nada que ver con el 40% que soportaban en 1965, pero queda claro el nivel de desigualdad que experimenta este grupo todavía hoy. Y la pandemia no está ayudando, precisamente, a mejorar las estadísticas.
Si miramos a la élite económica estadounidense, la lista Forbes de multimillonarios de 2020 revela que, de los más de seiscientos existentes, solo siete son negros. Uno podría pensar que tuvieron que abrirse paso las luchas de los movimientos civiles en los años sesenta y setenta para que la población de color pudiera romper la barrera de los ingresos hasta ese punto, vista la todavía entonces escandalosa brecha económica entre blancos y negros. Pero ya antes de la guerra civil estadounidense (1861-65) hubo afroamericanos que lograron contra todo pronóstico hacerse ricos en el norte del país, donde no existía la esclavitud.
El mayordomo Church
En su libro Black Fortunes (2018), el escritor Shomari Wills los definía como aquellos que pasaron de “esclavos a millonarios”. Fue el caso de Robert Reed Church (1839-1912), quien, a pesar de ser hijo de un rico empresario blanco, no recibió una educación formal. Su madre, de color, era propiedad de su progenitor, Charles B. Church, y esto convertía al joven Robert en esclavo.
Jamás fue tratado como un hijo biológico, aunque eso no significa que a ojos de su padre fuese simple mano de obra. Se encargó de encontrarle un lugar en la empresa familiar… dentro de las limitaciones impuestas a su raza. Se trataba de una compañía de transportes de vapor que cargaba algodón de las plantaciones a lo largo del Misisipi. Robert no podría heredar el negocio, pero sí trabajar a bordo de los buques como mayordomo, el mayor rango al que podía aspirar un esclavo.
Lo hizo hasta el estallido de la guerra civil, cuando el carguero en que se desempeñaba fue destinado a servir a la causa confederal, la misma que le privaba de la libertad. La oportunidad de escapar le llegó en 1862, cuando su buque defendía el puerto de Memphis de las fuerzas del norte. Church saltó al agua sin esperar a conocer el desenlace de la batalla. Para cuando regresó unos días después, la bandera de la Unión ya ondeaba en la ciudad y él era, por tanto, un ciudadano libre.
Sin esperar a que terminara la guerra, empezó su andadura empresarial. Tenía inteligencia para las inversiones inmobiliarias, y, gracias a los avales de su padre, ganó dinero comprando y vendiendo pequeños negocios locales hasta reunir un considerable capital. Pero con esos logros no venía aparejada la aceptación social, más bien al contrario.
Después de perder una guerra, buena parte de la sociedad blanca sureña veía con resentimiento la nueva condición de los negros, y más aún los éxitos económicos de algunos. En 1866, en una explosión de odio racial en Memphis, Church estuvo a punto de morir asesinado. A pesar de todo, en los años siguientes siguió aumentando su fortuna. Los historiadores estiman que a su muerte tenía una fortuna superior a los 700.000 dólares, lo que hoy lo convertiría en millonario.
El príncipe de la oscuridad
Al mismo odio tuvo que enfrentarse Jeremiah Hamilton (1806-75), el primer bróker negro de Wall Street. En Nueva York era apodado despectivamente “el negro Hamilton” o “el príncipe de la oscuridad”. Todo porque tuvo la osadía de enriquecerse a través de operaciones especulativas que otros banqueros blancos no habían sabido ver.
No obstante, quizá lo más ofensivo para la sociedad neoyorquina era ver a Hamilton casado con una chica blanca 15 años menor que él y residiendo en una mansión ubicada en un barrio mayoritariamente blanco. Allí habría encontrado Hamilton la muerte, en julio de 1863, de no haber saltado por la ventana.
Desde hacía dos días, la ciudad estaba tomada por unas masas enfurecidas a causa del reclutamiento forzoso impuesto por el gobierno federal. Muchos no aceptaban que miles de hombres blancos de clase trabajadora tuvieran que ir a morir al campo de batalla por la emancipación de los negros de los estados sureños.
Aquella noche una muchedumbre se amontonó a las puertas de la casa del banquero. Mientras el servicio les disuadía asegurando que no había “ningún negro en la casa”, Jeremiah corría calle abajo. En palabras de Wills, no le salvó su fortuna, sino la velocidad de sus zancadas.
Shane White explica en El príncipe de la oscuridad (Picador, 2015) que nadie erigirá jamás una estatua en honor de Jeremiah Hamilton. Muchos no olvidan que ignoró la lucha por la emancipación de sus congéneres de color, a pesar de que su fortuna habría sido un gran activo para la causa. Más aún: mientras muchos de sus conciudadanos se oponían a la esclavitud, él invertía en compañías ferroviarias sureñas que segregaban a pasajeros negros. Como dice White, no era un santo, aunque tampoco era más despiadado que cualquiera de los hombres de negocios de la época.
La reina del vudú
No es el caso de Mary Ellen Pleasant (¿?-1904), quizá porque ya desde pequeña había escuchado las historias de aquellos que escaparon del esclavismo. Se crio en la isla de Nantucket (Massachusetts), donde el movimiento por la emancipación de los esclavos estaba en boca de todos. Fue allí donde el célebre abolicionista Frederick Douglass (1818-95) dio su primer discurso después de escapar de una plantación en Maryland. Era el año 1841, y poco después la joven Mary Ellen partió hacia Boston. Según diría ella misma, para “buscar una vida mejor”.
Allí se casó con James Smith, un hombre rico y comprometido con la causa abolicionista. Durante los cuatro años que estuvieron casados, ambos dedicaron sus esfuerzos a organizar el ferrocarril subterráneo, una red de refugios clandestinos para asistir a los que huían hacia el norte. Lo hicieron ininterrumpidamente hasta que él murió en 1844, dejando para su viuda una cuantiosa herencia.
En 1856 Mary Ellen viajó de nuevo, esta vez a San Francisco. Como muchos, lo hizo seducida por la fiebre del oro. En la ciudad cohabitaban los nuevos ricos con los recién llegados, que, emocionados por la promesa del dinero fácil, estaban dispuestos a endeudarse. Mary Ellen invirtió la herencia de su marido en ofrecer préstamos, y en la década de 1860 ya era la propietaria de una próspera cadena de lavanderías y casas de huéspedes.
Negros, asiáticos, hispanos y blancos convivían en San Francisco, una ciudad todavía en construcción. “Tanto los hombres de color como los blancos comparten y deben compartir las riquezas que ofrece California”, escribió Frederick Douglass en su periódico en la época. Pero también allí arreciaron los prejuicios de la mayoría blanca hacia las minorías.
Se extendió el rumor de que la empresaria realizaba todo tipo de magia negra para seducir a hombres blancos ricos
Para Pleasant, una forma de sortear los recelos fue asociarse con el banquero blanco Thomas Bell y poner buena parte de sus inversiones a su nombre. Pero aquello también sería usado en su contra. En 1899, un artículo del San Francisco Chronicle extendió el rumor de que la empresaria realizaba todo tipo de magia negra para seducir a hombres blancos ricos. Una “reina del vudú”, como rezaba el artículo, que manipulaba a sus víctimas con intereses oscuros.
A pesar de todo, con la ayuda de Bell, su fortuna alcanzaría los 30 millones de dólares de la época, y entre sus posesiones se contó el Wells Fargo Bank. Con sus fondos, Pleasant pudo seguir financiando durante toda su vida el ferrocarril subterráneo.
La potentada de la belleza
Años más tarde, pero con el mismo empeño que movió a Pleasant, un grupo de mujeres se presentó en Washington a la espera de reunirse con el presidente Woodrow Wilson. Entre ellas estaba Sarah Breedlove, más conocida como Madam C. J. Walker (1867-1919), una magnate de la industria de la belleza y benefactora de la causa por los derechos civiles.
Un mes antes, en julio de 1917, una treintena de ciudadanos negros habían sido apaleados hasta la muerte en las calles de Illinois. Bajo el pretexto de que tenía mucho trabajo, Wilson no las recibió aquel día. Pero reveses como aquel jamás mutilaron la fe de Walker.
A pesar de ser el primer miembro de su familia en venir al mundo como ciudadano libre, las expectativas de la pequeña Sarah no parecían divergir mucho de las de sus antepasados. Después de la prematura muerte de sus padres, ella y sus hermanos pronto tuvieron que empezar a trabajar en las plantaciones de algodón de Luisiana. Después de la emancipación, era común que muchos negros siguieran trabajando en los campos de sus antiguos dueños.
Sin embargo, cuando no estaba trabajando, Sarah experimentaba con productos para el cabello. Padecía un problema prematuro de alopecia. Entre 1900 y 1905 diseñó un producto para alisar el cabello que empezó a vender puerta a puerta a las ciudadanas negras de Saint Louis. Como explica Cookie Lommel en Madam C. Walker (1993), Walker rompió los esquemas de su tiempo al vender un producto hecho por y para las mujeres negras. Ofreció belleza a las mujeres de su raza, algo que hasta entonces parecía reservado a las blancas. En 1916, la marca Madam C. Walker ya tenía a centenares de agentes comerciales repartidos por todo el país.
Walker representa a su vez la tragedia y el sueño americano. Perteneció a una raza a la que se le negaron sus derechos, pero al mismo tiempo decidió labrarse su propio futuro empresarial. Como diría ella misma: “Provengo de los campos de algodón del sur, de ahí me ascendieron a lavandera, y de lavandera me ascendieron a cocinera. A partir de ahí, decidí ascenderme a mí misma al negocio de la belleza femenina”.
Origen: De esclavos a millonarios: las primeras fortunas negras en Estados Unidos