Declaración de un vencido
Alejandro Sawa fue el prototipo del bohemio de finales del XIX, marginal, apasionado y byroniano
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En las postrimerías del siglo XIX, llegaron a Madrid, peregrinos desde la periferia, una remesa de alevines de escritor que entendían su vocación como un asalto a pecho descubierto contra las bayonetas del filisteísmo. Llegaban sin más munición que cuatro lecturas mal digeridas de Baudelaire y sin más armadura que un ardor libertario que luego se iría decantando hacia la resignación o la cólera. Todos ellos encarnaban la figura del paria de las letras: desdeñados por una sociedad que no comprendía su arte, tuvieron que atrincherarse en los andurriales de la marginalidad y, desde allí, enarbolaron la bandera de una literatura andrajosa y contestataria. Entre todos ellos, tal vez fuese Alejandro Sawa (Sevilla, 1862-Madrid, 1909) su prototipo trágico; y también el representante más señero y característico –por la pose orgullosa y la estampa gallarda– de una remesa de letraheridos nómadas que trataron de infundir a nuestro idioma el clima simbolista y socializante que, por entonces, se estilaba en Francia.
Recién llegado a Madrid, el joven y apolíneo Sawa comienza a prodigar su pluma en la prensa y a pasear su estampa byroniana por tabernas y chiscones. De esta primera época datan un puñado de novelas de tono tremebundo y tramas abigarradas en las que denuncia el atraso de las clases populares, la barbarie de los caciques, las iniquidades de los políticos y la lujuria de los curas. Hormigueantes de pulgas y amores sifilíticos, de crímenes que claman al cielo y vituperios que alcanzan la categoría de soflamas, todas ellas languidecen hoy en los desvanes del olvido. En la primera, «La mujer de todo el mundo» (1885), Sawa nos anticipa su asunto desde el mismo título; luego vendrán «Crimen legal» (1886), «Declaración de un vencido» (1887) y «Noche» (1888), desaforadas en su mixtura de romanticismo meningítico y naturalismo descarnado.
Apóstol de Verlaine
Con apenas veinticinco años, Sawa decide exilarse en París. Allí, empachado de ajenjo y de noches peripatéticas, trabará relación con simbolistas y parnasianos, que lo incorporan a sus farras y devaneos venéreos. Cuando regrese a Madrid, allá por 1896, se erigirá en apóstol de la poesía de Verlaine; y divulgará anécdotas que la pluma burlona de Luis Bonafoux se encargará de ridiculizar, inmortalizando la estampa de un Sawa que acude a rendir pleitesía a Victor Hugo y se deja besar por el maestro en la frente que ya nunca más volverá a lavar. Como tantos otros escritores de su generación traspillada y errabunda, Sawa se desgañitó en cientos de crónicas en las que zahirió a los poderosos, evocó los fantasmas dorados de sus maestros y arremetió infatigable –¡hasta descornarse!– contra el caciquismo y la lenidad de los políticos. Tal vez las mejores sean las que dedica a los «liróforos celestes» que perfumaron su estancia en París, a algunos de los cuales sólo llegó a atisbar entre la humareda de los cafés cantantes. Otras crónicas tienen el ardor de la diatriba, la retórica airada del escritor que mira los muros de su patria y llora sobre sus ruinas.
En todas ellas, Sawa moja su pluma en un tintero de sangre y de bilis que brinda pasajes enardecidos y retumbantes, llenos de lastimada verdad, y pinta con chafarrinones a veces desgarradores, a veces ingenuos, las geografías de la derrota, que fueron el paisaje habitual de sus días, y el humus fecundo del que brotaba la lucidez casi fosforescente de su escritura, como un carbunclo que resplandece en la noche.
Sawa –lo escribió Manuel Machado, en un poema memorable– había nacido para el placer, pero fue derecho al dolor, como las polillas van derechas a la luz que las abrasa. Alcanzado en sus últimos años por una ceguera que lo obligaba a dictar sus artículos a su mujer, Jeanne Poirier, el brío de su escritura se fue ahogando, como un pabilo humeante, hasta que hubo de conformarse con ganarse las lentejas como negro, aliñando con remiendosartículos que luego se publicaban con la firma de Rubén Darío en «La Nación» de Buenos Aires.
Como escribió Manuel Machado, Sawa había nacido para el placer, pero fue derecho al dolor
Sería precisamente Rubén quien impulsaría la publicación póstuma de «Iluminaciones en la sombra» (1910), una suerte de dietario en el que se congregan nostalgias y aforismos, semblanzas y divagaciones estéticas, despojadas de aquellos fuegos de artificio y apóstrofes un tanto exaltados que caracterizaron las entregas más tempranas de Sawa. Aquí se alternan la clarividencia ácida de quien ya nada tiene que perder con ese patetismo resignado de quien calcina su vida en la búsqueda de un ideal huidizo, tal vez quimérico. A veces arañado por el dolor, a veces trémulo y hasta emocionado, siempre presto al arrebato, Sawa muestra en «Iluminaciones en la sombra» el talento invicto de un escritor que se yergue sobre sus escombros y ofrece una última llamarada de su arte, febril y chisporroteante, antes de arrojarse tétricamente a la tumba.
«¡Qué hermosos días, qué espléndida primavera anticipada, y qué frío hace aquí, en mis entrañas!», escribió Alejandro Sawa, evocando los días en que París era una fiesta. Su muerte, sobrevenida en circunstancias de extrema penuria, inspiraría a Valle-Inclán las páginas inmortales de «Luces de bohemia», que harían de aquel vencido una estrella victoriosa que nunca se extingue.
Origen: Declaración de un vencido