28 marzo, 2024

Del exilio republicano al Gulag de Stalin

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La vida del exiliado catalán Julián Fuster vertebra el libro de Luiza Iordache sobre los españoles que purgaron en los campos de concentración de Stalin

rotagonista de dos guerras, un sudor frío me cubría el cuerpo (…). Emma Schwartz, fuerte muchacha de 20 años, moría ante nuestros ojos con las dos piernas cercenadas por las orugas de los tanques. Más de 400 heridos hubieron de ser asistidos aquel día”, testimonió el cirujano Julián Fuster, republicano exiliado y militante comunista condenado al Gulag, testigo de la sangrienta represión (700 muertos) con la que los blindados del régimen estalinista sofocaron en 1954 la mayor rebelión de presos políticos soviéticos, en el campo de trabajos forzados de Kengir, en las remotas estepas de Kazajstán. Allí estuvo preso durante siete años, y, como constató el Nobel de de Literatura Alexander Soljenitsin en su referencial ‘Archipiélago Gulag’, «el español Fuster» estuvo operando a los heridos durante 48 horas, hasta que se desmayó por agotamiento en pleno quirófano.

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La historia de este médico vertebra ‘Cartas desde el Gulag’ (Alianza), donde la historiadora y politóloga Luiza Iordache Cârstea (Târgoviste, Rumanía, 1981) reúne documentos guardados por su hijo, Rafael Fuster, ofreciendo el relato de uno de los trágicos destinos de los exiliados huidos tras la derrota en la guerra civil. Entre 1940 y 1956 pasaron por los campos de concentración soviéticos 345 republicanos españoles, «de ellos, 193 eran niños de la guerra, 4 maestros y educadores, 9 exiliados políticos, 40 pilotos, 64 marinos y 36 republicanos, trabajadores forzados del Tercer Reich capturados en Berlín, en 1945, por el Ejército Rojo”, desgrana la autora, doctora por la Universitat Autònoma de Barcelona.

En el Gulag “convivieron en condiciones de hacinamiento, desnutrición, pésimas sanidad e higiene, temperaturas muy bajas o elevadas, brutalidad e indiferencia del sistema” unos 18 millones de hombres y mujeres, considerados a la mínima sospecha “enemigos del pueblo”, acusados, entre otros delitos, de “traición a la patria” o, como fue el caso de Fuster, de “espionaje y agitación y propaganda antisoviética” por el solo hecho de criticar o disentir del régimen.

Fue testigo de la brutal represión de la mayor rebelión de presos soviéticos en Kengir, en 1954

Doctor en el frente de Aragón y Catalunya durante la guerra civil, donde casi perdió una pierna por la metralla, Fuster fue uno del casi medio millón de exiliados que acabaron en los campos de concentración del sur de Francia, donde formó parte del equipo médico. Con otros miembros del PSUC y el PCE fue seleccionado para ir a la URSS, donde tuvo una posición privilegiada y fue cirujano de campaña en el Ejército ruso contra los nazis, participando incluso en la batalla de Stalingrado.

Pero con el fin de la segunda guerra mundial se acentuó su desencanto con un régimen que había creído modélico. “Vivimos como prisioneros”, escribió, en “un país de dictadura cruel, trabajo agotador y falta total de cualquier tipo de perspectivas”, y culpaba de ello “a los líderes criminales del partido comunista español, que se han vendido a Moscú”, con Dolores Ibárruri a la cabeza. “Todo lo que hay aquí me es extraño y hostil”, afirmaba.

Iordache, autora también de ‘En el Gulag. Españoles republicanos en los campos de concentración de Stalin’ explica que “la desilusión, la discrepancia, la disidencia o el deseo de reagrupación familiar motivaron a algunos españoles a buscar la repatriación y solicitar el permisos de salida del país”. Como Fuster, que pidió un visado para México, algo nada bien visto. Eso, y considerarle cómplice del intento de huida de dos amigos españoles, también críticos, escondidos en baúles diplomáticos argentinos –Pedro Cepeda y José Tuñón- condujo a su detención, el 8 de enero de 1948, mientras andaba cerca de la Plaza Roja. Agentes de la policía secreta de Stalin le metieron en un coche y lo llevaron a su cuartel, la temida Lubianka, donde durante ocho meses fue torturado y sometido a interrogatorios nocturnos para privarle del sueño y a una dieta de hambre, antes de condenarle a trabajos forzados en el campo de Kengir.

Entrada de un campo soviético, en Vorkura, en 1945. El cartel reza: ‘El trabajo en la URSS es una cuestion de honor y gloria’. / ALASKI DIFFUSION-GETTY IMAGES

Fuster expresa «lo terrible que resulta estar entre muros» en una carta desde Kengir, donde guardias y presos le consideraban un “cirujano de primera clase” que operaba “con facilidad y rapidez” a pesar de las precarias condiciones y la falta de instrumentos adecuados. Pero también sufrió castigos: como relató Soljenitsin, fue enviado a la cantera por un jefe que cayó enfermo y que mandó traerle de vuelta porque “solo confiaba en Fuster (pero se le murió en la mesa de operaciones)”.

CON LOS DE LA DIVISIÓN AZUL

Muchos republicanos compartieron Gulag con prisioneros de la División Azul (hubo 350), voluntarios de Franco junto con las tropas alemanas. «Los campos soviéticos les unieron, sus diferencias ideológicas quedaron difuminadas por la experiencia concentracionaria compartida en calidad de víctimas del sistema estalinista, por la lucha común por la supervivencia y la libertad y por la solidaridad, la camaradería y el compañerismo forjados por los avatares del cautiverio”, explica Iordache. Tenían un fin común: “sobrevivir y regresar a España”.

Las diferencias ideológicas entre republicanos y presos de la División Azul quedaron difuminadas por la lucha común por la supervivencia

Fuster lo logró. Fue liberado anticipadamente en 1956 y, tras pasar por Cuba y trabajar tres años en el Congo para la OMS, se estableció en Palafrugell, donde montó un quirófano y fue amigo de Josep Pla.

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Origen: Del exilio republicano al Gulag de Stalin

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