Del rey felón a Companys: los mayores traidores y mentirosos de la política española… hasta la fecha
En una época en la que estamos acostumbrados a la falacia sobre los estrados, no viene mal girar la vista atrás para hacer acopio de nuestros estafadores y embusteros históricos más conocidos
Thank you for reading this post, don't forget to subscribe!
La mentira se ha instalado para no irse en la política española en un tiempo donde un embuste tapa al siguiente sin que a la sociedad le dé tiempo a digerirlo. Políticos de nuevo cuño como Pedro Sánchez son tan capaces de reclamar un día que todo el peso de la ley caiga sobre Puigdemont y los involucrados en el procés como de decir al siguiente que hay que sacar adelante una ley de amnistía para olvidar como si nada lo ocurrido el 1-0. No obstante, puede que los mecanismos sean cada vez más sofisticados y rápidos, pero la tradición de mentirosos españoles se remonta a la noche de los tiempos. De Fernando El Católico a Lluís Companys, siempre ha habido gobernantes de los que afirman que «donde dije digo digo Diego».
Fernando el Católico, un rey nada franco
Los Reyes Católicos fueron unos gobernantes obsesionados con la propaganda y en controlar lo que se escribía sobre ellos. En las primeras cortes castellanas tras hacerse con la Corona, Isabel aumentó un 60% el salario de los cronistas y supervisó con lupa lo que escribían de su marido y de ella. De ahí lo sorprende que es la descripción que el cronista oficial Hernando del Pulgar hizo de Fernando: «Era de buen entendimiento, muy templado en su comer y en su beber, y en los movimientos de su persona, porque ni la ira ni el placer hacía en él gran alteración», aseguraba Hernando del Pulgar, que lo describía como un hombre piadoso, «muy amigable», con «gracia singular» y buen trato a sus servidores, pero reconocía con una crudeza sorprendente para venir de un cronista oficial que «no podemos decir que era franco». Más de una vez y de veinte su mano izquierda terminó haciendo por detrás lo contrario de lo que parecía iba a hacer la derecha por delante.
Fernando heredó de su padre el carácter gélido, reservado, calculador, pero no pudo evitar contagiarse mucho del espíritu sentimental, irritable y dado a corazonadas de su madre. Para reconciliar ambas partes, aprendió a presentarse ante los demás con una máscara, siendo difícil averiguar qué pasaba por su cabeza en cada momento. Esto le convirtió en un maestro de la diplomacia, como reconoció el propio Maquiavelo, y en un hábil político con fama de burlador. Esta actitud terminó por hartar a su yerno el Rey de Inglaterra, Enrique VIII, que durante una operación conjunta para atacar Francia desde los Pirineos se enteró, por sorpresa, que los verdaderos planes de su suegro eran invadir Navarra.
El contingente de británicos acuartelado en el País Vasco bajo el mando del Conde de Dorset descubrió a la vez que los franceses que el verdadero objetivo de Fernando estaba en el lado sur de los Pirineos. El maestro del disimulo que era el aragonés cargó las tintas contra el mando inglés, que se negó a hacer de carabina, para calmar el enfado de su aliado y cuñado Enrique VIII: «Muchos españoles tenemos nuestras sospechas, o estamos completamente seguros, de que algunas personas que sirven en el ejército inglés mantienen acuerdos secretos con el francés». Franceses, navarros e ingleses estaban de acuerdo en una única cuestión: todos habían sido burlados por el aragonés. El Rey británico castigaría a la hija del aragonés por sus falsas promesas…
El secretario manipulador
Antonio Pérez se esforzó hasta el último día de su vida por ganarse el deshonor de ser uno de los grandes villanos de la historia de España. «Quitaba de los billetes los pares y daba los nones», escribió en una ocasión Gaspar de Quiroga , el Inquisidor general entre 1572 y 1594, sobre la compleja red de mentiras y dobles juegos que mantenía el secretario de Felipe II. Cuando sospechó que su antiguo «criado» Juan de Escobedo podía revelar sus secretos al Rey, Pérez convenció a Felipe II para que accediera a asesinarlo bajo falsas acusaciones. Pérez utilizó la manipulación para presentar al hermanastro del Rey y a su secretario como dos conspiradores que planeaban derrocarle. Para ello, el secretario argumentó que las conversaciones que había mantenido en secreto Don Juan de Austria con el Papa Gregorio XIII y con el líder de los católicos franceses, el duque de Guisa, perseguían «venir a ganar a España y echar a su Majestad». En opinión de Geoffrey Parker, autor del libro ‘Felipe II, la biografía definitiva’, el Monarca, «desconfiado por naturaleza», albergaba sospechas especialmente profundas sobre las ambiciones de su hermano en Flandes y en Inglaterra, donde había visto con buenos ojos un plan del Papa para atacar las islas y casarse con la católica María de Estuardo. La idea, por tanto, no sonó nada inverosímil a oídos regios. Felipe II autorizó que se le envenenara pero probablemente desconocía, y no lo hubiera aceptado, el brutal plan b de asesinarle en plena calle a la luz del día.
La muerte de Escobedo fue el principio del fin del todopoderoso secretario, que en su huida provocó una grave rebelión en Aragón y terminó uniéndose a los enemigos de la Monarquía hispánica. En Bearn (el País Vasco francés), Pérez publicó la primera edición de sus textos ‘Relaciones’, uno de los pilares de la leyenda negra contra España que ha perdurado durante siglos. Más tarde, Pérez se trasladó a Inglaterra, donde ofreció información secreta para el ataque inglés a Cádiz de 1596. Una operación militar que causó el saqueo de la ciudad y cuantiosas pérdidas económicas, y que probablemente contó con la presencia del antiguo secretario de Felipe II embarcado en uno de los bajeles ingleses pero sin mando.
Manuel Godoy
Mentiroso y traicionero fue el valido poco válido de Carlos IV. Don Manuel Godoy, con tantos títulos como territorios mantuvo en su momento el Imperio hispánico –y la mayoría de ellos, entregados por la gracia de los monarcas– era un guardia de corps venido a más que, según las tonadillas, disfrutaba dando ‘ajipedobes’ (lean ustedes al revés) a la reina Maria Luisa de Parma. Sus majestades le colmaron de títulos nobiliarios para justificar su cercanía; y eso que no provenía de familia noble. Manolito atesoró gracias a ello un patrimonio inmobiliario que quitaba el hipo en lugares de tanto postín como El Escorial y Aranjuez. Amén de que, en algo menos de dos décadas, reunió un millar de pinturas.
Su mayor traición (o mentira) se dio poco después, y por interés propio. En 1807, el pequeño corso tuvo la idea de hacerse con Portugal para presionar, a su vez, a Gran Bretaña. «El 27 de octubre de 1807 se firmó el Tratado de Fontainebleau con Napoleón Bonaparte. Se estableció que se llevaría a cabo la conquista de Portugal por los ejércitos españoles y franceses para, una vez ocupado el reino lusitano, hacer efectivo el bloqueo continental a los ingleses», explica el historiador Luis Suárez Fernández en su obra ‘Historia general de España y América’. Godoy permitió el paso de los ejércitos galos hacia el oeste a cambio de una porción de tierra en el país luso e impidió, al menos durante los primeros momentos, que el ejército saliera a la calle para defenderse de la invasión.
Lluís Companys
El 6 de octubre de 1934 es una fecha clave para el secesionismo catalán, el mismo cuya bandera enarboló en su momento Carles Puigdemont azuzado por una CUP deseosa de proclamar cuanto antes la independencia ilegítima. Para este político, los sucesos acaecidos aquella triste jornada –en la que el ‘president’ Lluís Companys, de Esquerra Republicana, proclamó el ‘Estat Catalá’ ilegalmente desde el balcón de la Generalitat– son a la vez justificación y ejemplo de valentía. Nada más lejos de la realidad.
Aquella fugaz república forjada a traición –fue proclamada durante los disturbios generales de octubre de 1934– duró menos que un suspiro. Exactamente el tiempo que tardó Domingo Batet (capitán general de Cataluña nacido en Tarragona) en contactar con el gobierno central, posicionar a sus hombres frente al edificio de la Generalitat, obligar a rendirse a los escasos Mossos d’Esquadra que lo defendían, y meter entre rejas a los rebeldes. Companys, derrotado, escapó del edificio a través de las alcantarillas para evitar la sentencia de la Segunda República. Triste huida tras dar una puñalada al Gobierno de turno en un tiempo de turbulencias sociales.
Fernando VII, mintiendo a todo el mundo
Fernando VII engañó a sus padres, a Europa y a Napoleón. A sus mentores y amigos. A sus esposas. A los liberales y, para que no tuvieran envidia, también a los absolutistas a finales de su vida. No una, sino muchas veces. El hijo de Carlos IV desafió aquella máxima —atribuida a Abraham Lincoln— de que se puede engañar a todo el mundo algún tiempo, se puede engañar a algunos todo el tiempo, pero no se puede engañar a todo el mundo todo el tiempo. Él lo logró conservando además la consideración del pueblo español, que lo vio como un monarca inocente y virtuoso hasta casi sus últimos días de vida.
El cómo consiguió embaucar a tanta gente y durante tanto tiempo entra dentro de los grandes misterios de la humanidad, junto a cómo se construyeron las grandes pirámides de Egipto o por qué le negaron a Sócrates los permisos para montar una guardería. La respuesta más aproximada apunta a la dificultad de derribar un mito cuando se ha invertido tanta sangre para erigirlo y a una habilidad del soberano no lo bastante valorada. Al contrario que otras personas taimadas, Fernando no asumía una actitud reservada o ambigua por si las moscas, sino que se decantaba por hacerse el disminuido mental con la gente que acababa de conocer. Prefería que le tomaran por tonto a que le cercaran por listo.
Hacerse el simple fue el arma predilecta de este maestro del disimulo, junto a su costumbre de dejar entre sus palabras y sus últimas decisiones un margen de maniobra insoportable para que su voluntad pudiera cambiar en el momento oportuno. A su retorno a España deslizó a los liberales que juraría la Constitución, mientras prometía a los absolutistas restablecer la Inquisición y a los afrancesados facilitar su retorno. A alguno de ellos los estaba engañando, cuando no a todos. Napoleón, que alardeaba de conocer bien la naturaleza humana, patinó por completo en su juicio sobre Fernando, para quien mentir era como respirar: «En cuanto al Príncipe de Asturias, es un hombre que inspira escaso interés. Es un estúpido, hasta el punto de que no he podido sacarle una palabra. No responde a cualquier cosa que se le diga; aunque se le reprenda o se le hagan cumplidos, jamás cambia el semblante».
Origen: Del rey felón a Companys: los mayores traidores y mentirosos de la política española… hasta la fecha