Ejecutados durante el acto sexual: los castigos fulminantes de la Antigua Roma contra adúlteros y violadores
Las penas rondaban entre el destierro y la muerte según el delito, aunque dependían también del estatus de la víctima y del criminal
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Pues sí, según el historiador Tito Livio, fue una violación la que cambió la historia de Roma. En el siglo VI a.C., y con la Monarquía asentada todavía en la Ciudad Eterna, el hijo del rey Tarquino el Soberbio no pudo reprimir sus impulsos primarios y forzó a la que era la mujer más bella de la ‘urbs’: Lucrecia. Y de ahí, al desastre. La joven, ultrajada, se quitó la vida y, cuando la noticia corrió de una casa a la otra, el pueblo se alzó en armas y dio paso a la República. Casi nada. Más allá de que el hecho camina entre la realidad y el mito, demuestra la importancia que la civilización daba a los delitos sexuales. Y hoy, narramos algunos de ellos… y sus tremendos castigos. Desde el destierro, a la muerte.
Violación
El poder de la ‘urbs’ se extendió durante una veintena de siglos, y cuesta abarcar cada una de las épocas de forma pormenorizada en un puñado de párrafos. Así lo explica Jerry Toner, profesor titular y director de estudios en Clásicas de la Universidad de Cambridge, en el ensayo ‘Infamia’ (Desperta Ferro). En el mismo libro, dedicado al tratamiento de los delitos en la Ciudad Eterna, el británico sostiene que una característica común a lo largo de las décadas es que el derecho romano contemplaba la violación como «un delito público» y «una infracción criminal» que «no se circunscribía solo a la mujer, sino también a los niños y a los hombres».
El derecho, siempre en líneas generales, introducía esta infracción entre otras tantas de un amplio abanico. «Los códigos legales definían la violación como un abuso inaceptable de la fuerza, lo que englobaba, por ende, en una misma categoría, el abuso de poder, la sedición, los disturbios públicos, el robo a mano armada y todo tipo de agresiones físicas y sexuales», desvela el experto. En sus palabras, Roma la entendía como un atentado cruel contra la integridad del individuo, pero también como un ataque a los cabezas de familia o ‘paterfamilias‘; algo lógico según la visión de la época, pues había sido mancillado el honor de alguien que se hallaba bajo su protección directa.
Este delito suponía también un problema económico para el ‘paterfamilias’. En la práctica, los padres debían proporcionar una dote a sus hijas para casarlas y, según desvela Toner, «lo habitual era que una muchacha violada requiriera de un incentivo económico mucho mayor para que pudiera ser atractiva para cualquier pretendiente». La conclusión es que se contaba entre los principales ataques contra el núcleo mismo de las instituciones romanas al amenazar de forma directa «los fundamentos del matrimonio y de la sociedad civil que descansaba sobre este».
Castigos
Los castigos variaron según la época. En ‘Historia de la violación’, Victoria Rodríguez Ortiz intenta clasificar las diferentes etapas y sostiene que, durante la Monarquía romana, la primera de todas las que analiza, se incluía dentro del delito genérico de ‘injuria’ (el cual se recogía, a su vez, en la Ley de las XII Tablas). Sobre el papel, estas faltas solo permitían la acción penal de carácter privado. Sin embargo, la experta confirma que, con la violación, podía producirse una persecución pública a través de un juicio que se celebraba ante la máxima asamblea popular. Si el reo era considerado culpable por la mayoría de los votos, la condena era la pena capital, aunque esta podía ser evitada mediante el exilio y la confiscación de los bienes.
Durante el Principado, la época que se desarrolló desde el ascenso de Octavio Augusto hasta el 284 d.C. era legal y estaba bien visto que el ‘paterfamilias’ romano se aprovechase a nivel sexual de sus esclavos. Y, según el experto británico, lo hacían de forma recurrente. Los embarazos indeseados eran tan habituales, que hasta se bromeaba con ellos. En uno de los pasajes del libro de chistes ‘Filógelos’, por ejemplo, se cuenta que un padre aconsejó a su hijo que asesinara al retoño que iba a alumbrar su prisionera. La respuesta fue tajante: «¡Mata a tus propios hijos antes de decirme a mí que mate a los míos!». El perpetrador solo era castigado si el objeto del delito era un esclavo ajeno.
Según Rodríguez Ortíz, durante el Principado el delito se amplió también a las relaciones homosexuales y aparecieron ciertas causas de ininputabilidad como la minoría de edad o la enajenación mental. En todo caso, la ley cargaba de forma frontal contra aquellos que violaban a una víctima libre. El código que regía los castigos era la ‘Lex Iulia’ y, por lo general, consistía en la pena capital. Con todo, también se permitía ejercitar una acción privada de injurias que podía derivar en una compensación económica. Esta última era más habitual cuando el delito se perpetraba contra un esclavo ajeno. Aunque hay que decir que, si el reo era condenado a muerte, podía esquivarla mediante el exilio.
Durante el Dominado (desde el 284 d.C. al 476 d.C.) la irrupción del cristianismo modificó de forma radical la consideración de la violación. En principio, la diferencia entre hombres libres, esclavos y libertos se mantuvo a la hora de penar el delito, pero, con el paso del tiempo, los últimos mejoraron su condición. El castigo, en el caso de que el reo fuese declarado culpable, era la pena capital.
Adulterio
La otra gran falta desde el punto de vista sexual fue el adulterio, y lo cierto es que resulta mucho más sencillo seguirle la pista en los archivos. En palabras de Toner, el primer emperador que lo convirtió en un delito penal fue Augusto allá por el siglo I a.C. «A partir de entonces, la ley obligó al esposo a denunciar a la mujer a su mujer si descubría que tenía un romance con un tercero, pues de lo contrario se arriesgaba a ser considerado como proxeneta», incide. Si ella era declarada culpable, debía además divorciarse de inmediato. «Con arreglo a esta ley, un padre podía dar muerte a su hija y al amante de esta sin preámbulo alguno si los sorprendía ‘in fraganti’, con independencia de la casa en la que se estuviera cometiendo el adulterio», completa el británico.
Aunque, una vez más, el castigo dependía del estatus social de los afectados. Los hombres libres, por ejemplo, solo cometían adulterio si mantenían relaciones sexuales fuera del matrimonio con una mujer libre. Ellas, por el contrario, podían ser acusadas de este delito si se acostaban con cualquiera, fuera o no respetable desde el punto de vista de la sociedad. Las esclavas y las prostitutas, por su parte, no incurrían jamás en esta falta. «Un indicador de hasta qué punto Augusto se tomaba en serio estas leyes es que, de manera excepcional, permitió que, cuando un caso de adulterio llegaba a los tribunales, los esclavos pudieran aportar pruebas por sus amos y amas», añade el británico.
Así era, al menos, sobre el papel. Toner sostiene que la legislación pretendía generar una atmósfera mediante la que la sociedad entendiera la importancia del matrimonio como pilar del nuevo Imperio romano. Sin embargo, en la práctica no solía cumplirse y las relaciones extramatrimoniales abundaban en la aristocracia. Y vaya por delante un ejemplo. Entre los siglos I a.C. y I d.C., el poeta romano Ovidio publicó ‘Ars amatoria’, una auténtica guía de la época en la que explicaba cómo mantener una aventura amorosa. «La experiencia dicta mis poema; no despreciéis sus avisos saludables. […] Canto placeres fáciles, hurtos perdonables, y los versos correrán limpios de toda intención criminal», dejó escrito en su obra.
Vestales
Pero el control sexual más férreo se daba entre las sacerdotisas consagradas a Vesta, una de las pocas deidades vírgenes del Panteón. Si las vestales rompían su voto de castidad, todo el rencor de la sociedad caía sobre ellas. El castigo se lo imponía el Sumo Pontífice: la pena de muerte. Lo más llamativo es que esta debía llevarse a cabo sin derramar ni una sola gota de sangre, algo prohibido en la época. La premisa no suponía una complicación; como todo en el Imperio romano, la muerte ritual estaba reglada hasta el más mínimo detalle. Para empezar, la chica era despojada de sus insignias sacerdotales y se la cubría con un velo. A continuación, se la ataba con correas y era transportada en una litera cubierta al llamado campo de los vicios (‘campus sceleratus’), el que se iba a convertir en su lugar de descanso eterno.
Allí era donde la vestal encontraba la muerte, como bien explicó en sus escritor el historiador clásico Plutarco: «La que mancilla su virginidad es enterrada viva, junto a la puerta que se llama Colina, que significa montículo en el idioma de los latinos». Dion Casio, también cronista romano, dedicó parte de sus escritos a estas sacerdotisas: «A las que se han dejado seducir las envían a la muerte más vergonzosa y lamentable. Las conducen aún vivas en procesión sobre unas andas como en los funerales, fijados para los muertos. Mientras sus amigos y parientes en cortejo lanzan lamentos por ellas las llevan hasta la puerta Colina». La realidad es que más que loas, lo que recibían eran improperios.
La muerte la hallaban en una habitación sin salida. Lo hacían conocedoras de que su nombre sería pasado por alto en las páginas de la historia. Y es que, según el mismo Casio, «aunque las colocan con adornos funerarios, no reciben monumento, ni ceremonias fúnebres, ni ningún otro rito». Para una sacerdotisa que había consagrado su vida –hasta tres décadas– a una deidad, no podía haber mayor afrenta. La vergüenza era extrema, pero no era lo peor. A continuación se la enterraba viva, junto a una hogaza de pan –su última cena– y un candil. Tristes regalos finales.