El astuto médico polaco que combatió al Ejército nazi con una epidemia tifus: ‘Era incapaz de usar la pistola’
El doctor Lazowski, con la ayuda de un compañero de los tiempos de la facultad, salvaron a más de 8.000 polacos que iban a ser enviados a campos de exterminio, engañando a las autoridades médicas del Tercer Reich. No revelaron su hazaña hasta 1977.
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La ocupación nazi de Polonia en 1939 fue terrible. No solo porque supuso el inicio de la Segunda Guerra Mundial, sino porque el veinte por ciento de los polacos murió realizando trabajos forzados, de hambre, combatiendo o directamente ejecutados en algunos de los seis campos de exterminio que se establecieron en el país: Chelmno, Belzec, Sobibor, Majdanek, Treblinka y el tristemente famoso Auschwitz-Birkenau. Y porque la oposición más débil a Hitler provocaba las represalias más devastadoras y abrumadoras.
Todo comenzó al atardecer del 31 de agosto de 1939, tan solo un día antes del inicio del conflicto, con un crimen de falsa bandera organizado por los nazis. Un comando de las SS, bajo las órdenes directas de Reinhard Heydrich, atacó una emisora de radio alemana ubicada en Gliwice, ciudad alemana cerca de la frontera, haciéndose pasar por un grupo de rebeldes. Al llegar, redujeron a tres empleados y un policía y, después, leyeron en polaco una violenta proclama contra el Tercer Reich. El objetivo era calentar el ambiente y crear la excusa perfecta para que el «Führer» emprendiera la conquistar Polonia, como así ocurrió. La guerra estaba declarada y comenzaba el periodo más devastador de la historia de la humanidad.
Fue en ese momento cuando aparece nuestro protagonista, Eugene Lazowski, un doctor del Ejército polaco que ejerce como tal en un tren de la Cruz Roja al comienzo del conflicto. Se encarga de curar a los soldados heridos en el campo de batalla. Allí permanecerá hasta la ocupación completa del país por parte de los nazis a mediados de 1940, después de lo cual muchos de sus compañeros se pasaron a la milicia clandestina. Lazowski, sin embargo, prefirió marcharse a Rozwadow, un pequeño gueto judío de Stalowa Wola, ciudad a 250 kilómetros de Varsovia, para seguir ejerciendo.
El miedo
Allí coincide con Stanislaw Matulewicz, un médico amigo suyo de los tiempos de la facultad. En ese momento, el tifus es ya la enfermedad más temida por los nazis debido a su capacidad mortífera entre la población. El Tercer Reich estaba preocupado y, además, había cometido un grave error médico: erradicar por completo la infección de toda Alemania sin crear los anticuerpos necesarios de cara a futuras amenazas de infección en sus tropas. Por esa razón comenzaron a poner en cuarentena cualquier brote sospechoso de propagarse.
Los alemanes habían iniciado ya las redadas en la zona de Rozwadow para arrestar al mayor número de judíos posible, con el objetivo de trasladarlos a los campos de exterminio. La Gestapo, además, mezclaba sus rituales de asesinatos al azar con el trillado de aldeas polacas ya diezmadas por la hambruna, para reclutar mano de obra para las fábricas y las minas de la zona. Tenían que aumentar la producción como fuera para alimentar su maquinaria bélica y los trabajadores polacos eran, por su cercanía, los más baratos de obtener.
Con el Holocausto ya en marcha, Lazowski y Matulewicz decidieron resistir a la barbarie nazi con los recursos que estaban en su mano. Y con estos fueron mucho más y efectivos que con las armas de fuego. Como reconoció el primero en sus memorias: «Yo no era capaz de pelear con una pistola o con una espada, pero encontré la manera de asustar a los alemanes». Y esa manera de combatir se le ocurrió poco después de que uno de sus paisanos le suplicara ayuda para evitar su deportación, que ya le habían comunicado. Pero, ¿qué podían hacer dos médicos de pueblo?
Navidades de 1941
En las Navidades de 1941, Lazowski se encontró con el primer caso de tifus en su pueblo: un joven aldeano con 40 grados de fiebre, jaqueca, escalofrío y dolores corporales, además de manchas rojas por todo el cuerpo, salvo en la cara, las palmas de las manos y las plantas de los pies. El médico tomó entonces una muestra de sangre del afectado y la mandó al laboratorio controlado, lógicamente, por los nazis. Era su obligación, ya que su trabajo consistía en controlar las epidemias desde dentro.
Aquello, sin embargo, le dio una idea. Sabía que los nazis habían comenzado a detener las deportaciones y el reclutamiento en las zonas donde sospechaban que se podía propagar cualquier enfermedad. Así que, con la ayuda de su colega, se le ocurrió inyectar la muestra del enfermo de tifus al paisano que les había pedido ayuda. La prueba, efectivamente, dio positivo en tifus a las cuatro horas y, también, a los seis días, pero el paciente no desarrolló ninguno de los síntomas reales de aquella enfermedad. .
Aquello fue todo un éxito inesperado. Habían conseguido que la prueba arrojara un falso positivo en una persona sana por primera vez en la historia, sin que nadie más en el mundo lo supiera. Entonces enviaron la prueba al laboratorio nazi, cruzando los dedos para que no hubieran implantado un nuevo y desconocido sistema de detección. El que utilizaban hasta ese momento era la prueba de Weil-Felix, con la que diagnosticaban las infecciones transmitidas por aerosoles, mordeduras, picaduras, rasguños, aguas y alimentos contaminados con las bacterias del tipo Rickettsia.
«¡Peligro, tifus!»
A los dos días recibieron un telegrama rojo en el que ponía: «¡Peligro, tifus! Aislen al paciente, imposible que pise suelo alemán». ¡Bingo! Sabiendo que los nazis tenían auténtico terror a ser contagiados por una epidemia, desarrollaron un complejo y estratégico plan para pseudo-infectar con el tifus a la mayor cantidad de polacos posible. Inocularon la bacteria a miles de pacientes sin pedirles permiso y sin decirles una sola palabra. Lo mantuvieron en el más absoluto secreto incluso para sus esposas y sus familiares más cercanos, mientras observaban el aumento de los efectos secundarios que iban a salvarles la vida a sus paisanos.
En un principio, dosificaron los casos e intentaron imitar al máximo el comportamiento de un contagio natural, siguiendo las directrices marcadas en epidemias anteriores. Y continuaron enviando las muestras de sangre con los sucesivos falsos positivos, sin prisa, pero sin pausa. La alarma que estos resultados generó entre los médicos nazis fue tal que, temiendo que aquello se convirtiera en una epidemia peligrosa para toda la región, decidieron poner en cuarentena a los dos pueblos y detuvieron de inmediato las deportaciones.
El complicado proceso les llevaba a disminuir las falsas infecciones en verano. Lo hacían porque sabían que, en realidad, los verdaderos portadores de la enfermedad, los piojos, eran menos comunes en esa época del año. Y así, cuando llegó el otoño, reanudaban la campaña de infecciones aumentando los casos. Matulewicz preparaba las muestras y Lazowski, mientras, se dedicaba a buscar pacientes con gripe, fiebre, dolor abdominal, tos, náusea y otros síntomas parecidos al tifus. Luego les mentían advirtiéndoles de que, quizá, padecían la enfermedad y les ponían la inyección con la falsa bacteria bajo el pretexto de que con ella aumentarían la resistencia. Y, por último, les tomaban las muestras pertinentes y las enviaban al laboratorio alemán.
Un nuevo compuesto
Al echar cuentas de los civiles que estaban salvando de ser enviados a los campos de exterminio, llegaron a la conclusión de que no eran suficientes. Entonces idearon un nuevo compuesto que simulaba la sintomatología del tifus de una forma inofensiva y pasajera, a pesar de que sabían que aumentaban considerablemente el riesgo de ser descubiertos. Y, efectivamente, las cifras de polacos salvados de acabar en la cámara de gas aumentaron.
Todo parecía muy prometedor para los dos amigos, hasta que surgieron las primeras sospechas. Los nazis enviaron a su propio equipo médico a la zona para realizar las pertinentes pesquisas y verificar por qué cada vez aumentaban más los casos de tifus en la zona, en comparación con el escaso número de fallecidos. Un equipo formado por un viejo facultativo, dos jóvenes enfermeros y un buen grupo de soldados armados.
Todos ellos se reunieron con Lazowski a las afueras de la ciudad. El joven médico estaba convencido de que descubrirían su montaje y, para evitarlo, se esforzó en resultar todo lo hospitalario que pudiera. Esto incluyó un enorme banquete con los productos más deliciosos de la región y cantidades ingentes de su mejor vodka. Con esta primera prueba, el joven médico consiguió reducir el contingente a, simplemente, los dos bisoños enfermeros. El resto estaba lo suficientemente perjudicado por el alcohol como para mover un dedo.
Territorio contaminado
Lazowski fue el encargado de guiarlos en la inspección de las dos poblaciones. El primer lugar los llevó al sanatorio para supervisar las numerosas muestras que allí se encontraban. Los dos enfermeros parecían temerosos de ser infectados y realizaban el paseo con más ganas de acabarlo que de cumplir con sus obligaciones. Después les mostró el cadáver del último muerto por tifus. Se quedaron tan impresionados que decidieron que allí mismo se acababa la inspección. Al día siguiente, toda la región se llenó de carteles anunciado que el territorio estaba contaminado.
Durante los más de dos años que Lazowski y Matulewicz estuvieron destinados en aquella región de Polonia, se calcula que salvaron la vida a más de 8.000 inocentes. Ni los dos enfermeros ni las autoridades nazis se enteraron jamás de que la víctima que les había enseñado, un anciano de avanzada edad, había muerto en realidad de una anemia. Ante la imposibilidad de oponerse a la fuerza bruta de los nazis, los dos médicos polacos optaron por la astucia y ganaron. Lo más sorprendente de su caso es que no se conoció hasta más de treinta años después.
Al terminar la Segunda Guerra Mundial, ambos médicos se separaron y se llevaron el secreto consigo. Lazowski se instaló en Chicago como pediatra y profesor de Medicina de la Universidad de Illinois. En la década de los 70 se enteró de que Matulewicz se encontraba ejerciendo en el Zaire y comenzaron a intercambiar correspondencia. Fue en 1977 cuando Lazowski reveló su hazaña a una revista médica. «No soy ningún héroe, las circunstancias me obligaron a improvisar», aseguró.