El bombardeo de Dresde, una masacre innecesaria
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En febrero de 1945, la ciudad alemana de Dresde fue arrasada. Entre los días 13 y 14, cientos de bombarderos angloamericanos convirtieron la hermosa capital de Sajonia en un humeante montón de ruinas. Los relatos de los supervivientes estremecen. “¡Todo Dresde era un infierno! –diría Gerhard Kühnemud, entonces de 15 años–. En las calles la gente vagaba, impotente”. Según apuntó el también adolescente Wolfgang Paul, “en las praderas junto al Elba, decenas de miles de personas abarrotan la poca tierra libre del fuego: muertos y heridos, personas que rezan y dementes”.
Billy Pilgrim, álter ego del escritor norteamericano Kurt Vonnegut, que fue prisionero de los alemanes, cuenta: “Encontramos por doquier una especie de troncos abrasados que eran los restos de las personas calcinadas bajo la tormenta de fuego… Dresde parecía un paisaje lunar. No quedaba nada”. El teniente Frank Musgrave, tripulante de uno de los bombarderos, dijo tras un vuelo posterior: “Veíamos una escala de destrucción sin precedente histórico”. La noticia conmocionó.
Hoy, tras sesudos estudios, la cifra de víctimas se ha rebajado sustancialmente
El británico Richard Stokes, diputado laborista, llegó a preguntar en la Cámara de los Comunes: “¿El bombardeo de terror forma parte de la política del gobierno?”. Y, sin embargo, los informes aliados de posguerra pasaron de puntillas sobre la operación. La voluminosa Historia oficial de la USAAF dedicó solo 18 líneas de contenido técnico a un bombardeo que, según un informe policial alemán, había causado 202.040 muertos. La cifra, filtrada por el Ministerio de Propaganda de Goebbels, al parecer con un cero añadido a la parte inicial, fue la aceptada por la prensa neutral.
De ser cierta, lo convertía en el bombardeo más mortífero de la contienda (incluidos los posteriores ataques nucleares a Hiroshima y Nagasaki). A ello se aferró el revisionismo para acusar a los aliados de crímenes de guerra. La controversia había comenzado. Hoy, tras sesudos estudios, la cifra de víctimas se ha rebajado sustancialmente. No se ha establecido quién tuvo la responsabilidad última del bombardeo.
La Florencia del norte
La capital de Sajonia era, y continúa siendo tras su reconstrucción, una de las ciudades más hermosas de Europa. Dotada de imponentes iglesias barrocas y espléndidos palacios, su conjunto monumental orientado al Elba a lo largo de la Terraza de Brühl no tenía igual. Con su activa vida cultural, era destino obligado para un turismo de calidad. Apacible y señorial, Dresde era un buen lugar para vivir.
También era fervientemente nacionalsocialista, como pregonaba Martin Mutschmann, su omnímodo gobernador, y como atestiguaban los resultados electorales. Tenía 642.000 habitantes al llegar Hitler al poder, una de las mayores ciudades del país, y aunque su tejido industrial no era tan denso como el de la vecina Leipzig, contaba con la factoría de productos ópticos Zeiss Ikon, que daba trabajo a más de diez mil personas, y con otras menores dedicadas a la fabricación de radios, bicicletas o máquinas de escribir.
En cambio, la capital sajona era un importante nudo ferroviario, con varias estaciones en las que convergían los ejes norte-sur y este-oeste de la red de trenes germana. La conflagración subrayó esta posición, al incorporar a la ciudad el control sobre las redes de Bohemia, Silesia y parte de Polonia. Así, a finales de 1943, de la dirección regional de Sajonia en este campo dependían 128.000 empleados.
La guerra estaba siendo benévola con Dresde. La primera vez que sonaron las sirenas fue durante la noche del 28 al 29 de agosto de 1940. Se trató de una falsa alarma. Un par de meses después, tres bombas cayeron en el campo sin consecuencias. Seguramente un aparato británico se había desprendido de ellas para aligerar su regreso.
Las noticias que llegaban a los vecinos de Dresde provenían de lo relatado por los supervivientes de otras ciudades bombardeadas, pues la falta de actividad aérea enemiga en Sajonia la había convertido en “el refugio del Reich”, adonde iban a parar muchos damnificados del resto de Alemania antes de ser realojados.
Desde luego, la guerra había traído muchos cambios. Los hombres fueron llamados a filas, mientras que las industrias producían ahora útiles bélicos. Algunos productos escaseaban, y las colas ante las tiendas de comestibles eran cada vez más largas. Pero no se pasaba hambre, y la normalidad era casi absoluta. Como diría Pilgrim de 1945: “Cuando los teléfonos sonaban, se contestaba enseguida. Y cuando alguien hacía funcionar un interruptor, las luces se apagaban o se encendían”.
Sus habitantes creían que la ciudad no sería bombardeada, y esgrimían extrañas razones para justificarlo: que existía el acuerdo tácito de respetar Dresde a cambio de no atacar Oxford, que en Dresde vivía una tía de Churchill o que iba a ser la capital de Alemania tras la guerra. El primer anuncio de lo que estaba por llegar se dio el 24 de agosto de 1944.
Avisos desoídos
Ese día, 78 B17 norteamericanos bombardearon la industria de la vecina Freital, y algunos proyectiles cayeron sobre Dresde, matando a 241 personas. En los últimos meses, comenta Pilgrim, “las sirenas funcionaban a diario, y la gente acudía a los refugios subterráneos, donde escuchaba la radio. Pero los aviones siempre se dirigían a otro lugar, Leipzig, Chemnitz, Plauen o ciudades semejantes”.
Se recomendaba a la población que tuviera a mano cubos llenos de agua o arena para apagar las bombas incendiarias, pero no se habían construido refugios modernos porque no se consideraba prioritario. Solo los poseían algunos centros oficiales y la residencia de Mutschmann, el gobernador.
Al final, unos cuatro mil niños fueron evacuados, pero volvieron poco después
Cuando el gerente de las Destilerías Bramsch construyó uno para sus empleados, fue objeto de burlas. La mayoría de los refugios eran meros sótanos reconvertidos, carentes de filtros de aire y puertas cortafuegos. Algunos ni siquiera tenían luz eléctrica. Al menos, solían estar interconectados, lo que salvaría muchas vidas. Sí se construyeron depósitos abiertos para proveer de agua a los bomberos. Pero los escasos medios antiaéreos se retiraron a otras ciudades y hacia el cada vez más cercano frente oriental.
Un nuevo ataque el 7 de octubre, cuyo objetivo tampoco era Dresde, hizo que las autoridades prepararan al menos un plan de evacuación para los escolares, que se mantuvo inicialmente en secreto para no alarmar a la población. Se hizo coincidir con las vacaciones de Navidad. Sin embargo, cuando llegó la fecha, los padres se resistieron. Al final, unos cuatro mil niños fueron evacuados, pero volvieron poco después. Todos asistirían a un tercer aviso el 16 de enero de 1945.
De día y de noche
Desde el comienzo de la guerra, los británicos habían atacado objetivos militares en Alemania con pocos resultados y muchas bajas. Pero nunca desistieron. Ni siquiera en verano de 1940, cuando Gran Bretaña se hallaba sola y aislada. Había que mantener la moral de la población, y la venganza formaba parte de esa moral, como manifestaría el propio Churchill: “Bombardearemos Alemania de día y de noche […] haciendo degustar y tragar al pueblo alemán todas las veces una fuerte dosis de las miserias que ellos han esparcido sobre la humanidad”.
No obstante, la búsqueda de precisión comportaba reducir la altitud del ataque y poner en peligro unas tripulaciones ya muy mermadas. Tras un largo debate, se optó por el bombardeo de área, que se desarrollaba a mayor altitud. Con la llegada al Comando de Bombardeo de la RAF del belicoso sir Arthur Harris, apodado “Bombardero Harris” o “Carnicero Harris”, la nueva táctica, ya aprobada, se convirtió en la preferida.
Este tipo de bombardeo consistía en escoger un área en una zona industrial o ciudad y enviar sobre ella centenares de aparatos, cuyas bombas debían impactar en una extensión no superior a los 5 km del epicentro. Además de los medios materiales, los civiles se convertían, pues, en objetivo militar. El propósito, por lo demás fallido, era minar la moral de la población alemana.
Su variante más destructiva fue la “tormenta de fuego”. Con una estudiada proporción de bombas incendiarias y explosivas, la tormenta de fuego daba lugar a una serie de incendios que, al unirse, formaban una gran masa ardiente imposible de combatir. La temperatura podía alcanzar los mil grados, y se generaba un frente de aire que cocía literalmente los pulmones de quienes se hallaran a su paso. A los escasos supervivientes solo les quedaba monóxido de carbono para respirar.
La táctica se probó con éxito el 28 de marzo de 1942 sobre la ciudad de Lübeck, en el norte del país, aprovechando que la mayoría de sus edificios históricos eran de madera. La destrucción de Hamburgo en julio del año siguiente, con 48.000 muertos, resultaría paradigmática.
A medida que los aparatos del Comando de Bombardeo aumentaron su radio de acción y su capacidad de carga, más ciudades alemanas sufrieron sus efectos. Curiosamente, los norteamericanos continuaron prefiriendo los ataques de precisión diurnos sobre objetivos económicos y militares.
Lo que el premier británico pretendía era mostrar a Stalin su voluntad de colaboración
A principios de 1945, Dresde estaba al borde del colapso. A su población se habían sumado cientos de miles de refugiados del este del Reich. Huían del avance del Ejército Rojo, y estaban llegando de todas las formas posibles: en tren, carreta o a pie. Allí eran atendidos y redireccionados. Solo podían permanecer en la ciudad 24 horas, pero los hospitales y los centros asistenciales (la mayoría, colegios habilitados) estaban abarrotados. El ferrocarril apenas podía aliviar la presión, puesto que los medios militares tenían prioridad.
Eran tiempos difíciles, incluso para un agriado Churchill, que veía cómo las bombas volantes V1 y V2 caían sobre Londres. En vísperas de la Conferencia de Yalta pidió detalles de la Operación Thunderclap. Se trataba de un proyecto abandonado que preveía un bombardeo sobre Berlín u otra ciudad de magnitud similar que forzara la rendición germana. Lo que el premier británico pretendía era mostrar a Stalin su voluntad de colaboración, ahora que los soviéticos habían lanzado su ofensiva final. El objetivo, por ello, debía estar en el este alemán.
Pero Churchill quizá quería mostrar también a su ambicioso aliado la capacidad destructiva de las armas anglo-americanas. Durante días se cruzaron informes y preguntas. En uno de ellos, el jefe del Estado Mayor del Aire, sir Charles Portal, concluía: “Se podría provocar una inmensa devastación si el ataque se concentrara en una gran ciudad que no fuese Berlín, y el efecto sería especialmente profundo si fuera una ciudad hasta ahora intacta”. Poco después, el ministro del Aire, sir Archibald Sinclair, añadió que los mejores objetivos serían Berlín, Dresde, Leipzig o Chemnitz.
Todos ellos estaban al alcance del Comando de Bombardeo, que contaba con 1.513 aparatos, y de la 8.ª Fuerza Aérea de la USAAF en Gran Bretaña, con 1.826. Los estadounidenses podían penetrar en el interior del Reich con la cobertura de los nuevos cazas P47 Thunderbolt y P51 Mustang, capaces de neutralizar la cada vez más débil caza alemana.
El adjunto al Estado Mayor del Aire británico, Norman H. Bottomley, cursó una orden a Harris el 27 de enero para que tuviese preparado un ataque de alta densidad sobre alguna de aquellas ciudades tan pronto como la situación atmosférica lo permitiera, sin precisar más.
El tema se trató en Yalta, donde se reunieron Stalin, Churchill y el presidente estadounidense Franklin D. Roosevelt a principios de febrero, y parece que el general Alekséi Antónov, subjefe del Estado Mayor soviético, pidió expresamente un ataque a Dresde. Sin embargo, ni la conversación ni el acuerdo, si es que lo hubo, figuran en ningún acta. Pero la maquinaria siguió su curso.
Portal solicitó a Bottomley una lista de ciudades candidatas, y el 9 de febrero se envió al Comando de Bombardeo de la RAF y al Comando Estratégico de la USAAF este mensaje: “Los siguientes objetivos han sido seleccionados por su importancia en relación con los movimientos de los evacuados en el frente oriental y de las fuerzas militares hacia el mismo: 1. Berlín; 2. Dresde; 3. Chemnitz”. El mal tiempo imperante sobre la capital del Reich selló el porvenir de la segunda candidata.
La tarde más funesta
La operación debía comenzar con un ataque diurno a cargo de la 8.ª Fuerza Aérea de la USAAF, pero la climatología retrasó su participación a favor del 5.º Grupo del Comando de Bombardeo, experto en operaciones nocturnas. Sobre las seis de la tarde del 13 de febrero, 244 cuatrimotores Lancaster despegaron de varios aeródromos en Lincolnshire, en la costa oriental inglesa, hasta los topes de combustible y sin ningún peso superfluo, pues su objetivo se hallaba a 2.700 km. Cada uno cargaba 7.000 kg de bombas, desde las minas de 4.000 hasta las incendiarias de termita de 2.
Su rumbo tendría que cambiar varias veces para no revelar su destino. Mientras, otras formaciones saturarían los radares alemanes con toneladas de cintas de estaño y atacarían distintos objetivos para confundir a la Luftwaffe.
A las diez menos veinte, las primeras sirenas sonaron en Dresde, pero la gente no hizo mucho caso. A las diez, los Lancaster guía marcaron la zona a arrasar, la Ciudad Vieja, con bengalas que descendían lentamente, formando una cascada que los habitantes observaron con curiosidad.
Poco después, los 9 Mosquitos de la 627.ª escuadrilla de la RAF, volando a baja altura, señalaron con bengalas rojas y verdes objetivos concretos. Solo entonces las autoridades se dieron cuenta de que el peligro era real, y la radio local comenzó a emitir señales de advertencia.
Demasiado tarde. Ni un reflector, ni una batería antiaérea ni un caza alemán se opusieron a los bombarderos, que, volando a menor altura de lo habitual, comenzaron a abrir sus bodegas. Pronto las salidas de muchos refugios se vieron obstruidas por los destrozos, y sus ocupantes se asfixiaron.
El calor resultaba insoportable. Quien pudo salir, corrió a las orillas del Elba por calles llenas de escombros. El ataque duró apenas veinte minutos, pero fue demoledor. Los supervivientes, aturdidos, deambulaban de un lado a otro. Las columnas de humo de los incendios, que se mantuvieron una semana, eran visibles a 80 km. A la una de la madrugada, mientras las primeras ayudas llegaban a la ciudad –tal como habían previsto los británicos–, las alarmas de los suburbios volvieron a sonar. Las del centro no pudieron hacerlo, porque allí ya no había electricidad.
Como cuenta el canadiense Douglas Hicks: “El cielo está iluminado por el horrendo infierno de la tierra”
A la 1.25, una segunda oleada de 525 Lancasters, el doble que la anterior, lanzó sus bombas desde mayor altura, dado que el humo impedía descender. Al comprobar que el centro se hallaba destruido, los aparatos soltaron sus proyectiles sobre zonas no afectadas, en algunas de las cuales se agrupaban los supervivientes, envueltos en mantas húmedas y con pañuelos en la boca para respirar. Fue una masacre. Muchos se lanzaron a los depósitos de agua para huir del fuego, pero la mayoría se ahogó, cuando no se coció. Hasta el asfalto llegó a derretirse.
El soldado Berthold Meyer recordó: “Era aterrador. Algunas personas, especialmente los ancianos, comenzaron a quedarse atrás. En actitud de apatía, se sentaban en la calle o sobre los escombros y, simplemente, perecían asfixiados”. Incluso los tripulantes de los bombarderos aliados se sintieron superados. Como cuenta el canadiense Douglas Hicks: “El cielo está iluminado por el horrendo infierno de la tierra que ahora es el objetivo… No hay ningún alborozo en las tripulaciones, ni siquiera un leve hurra”.
Una tercera oleada, esta vez a cargo de 311 B17 de la USAAF, llegó poco después del mediodía. Pero sus bombas, al caer sobre ruinas, causaron ya escasos daños. Dresde sufriría aún otro ataque el día 15 a manos de 210 B17 de la fuerza aérea estadounidense que, al no poder bombardear la planta de oxigenación de Böhlen por el mal tiempo, dejaron caer su carga sobre la martirizada ciudad.
Habían sido arrasados 15 kilómetros cuadrados de zona urbana; 176.000 viviendas, destruidas o dañadas. La mayor parte de la Ciudad Vieja ardió por completo. El 70% de la zona industrial también resultó afectado, aunque la zona militar apenas sufrió desperfectos. Durante días cayó una lluvia de ceniza negra que alcanzó los 35 km de distancia, y el hedor a carne en putrefacción fue notorio durante semanas.
Sin embargo, las labores de recuperación, dirigidas con eficacia por el comisionado Theodor Ellgering, comenzaron de inmediato. Civiles, militares, bomberos y prisioneros de guerra se afanaron en apagar los incendios, desescombrar las calles y retirar los cadáveres, mientras mineros desplazados ex profeso a la ciudad abrían túneles para alcanzar los refugios obstruidos. La ayuda material y alimentaria, en aquel crudo invierno, se repartió enseguida. Miles de muertos ardían en pilas de hasta tres metros de altura para evitar epidemias.
Al cabo de tres días, una doble vía de tren se hallaba ya en funcionamiento, y a las dos semanas, el tráfico ferroviario se aproximaba al habitual.
Una catástrofe innecesaria
La destrucción de Dresde tuvo una importante repercusión mediática, atizada por el ministro de Propaganda Goebbels, que intranquilizó a los políticos aliados. A finales del mes de marzo, Churchill dio orden de que se revisaran los parámetros de los bombardeos sobre Alemania.
La destrucción de Dresde fue no solo excesiva, sino, posiblemente por el momento en que ocurrió, innecesaria”
Pero, si todo esto se halla perfectamente documentado, el quid de la cuestión sigue siendo el número real de personas que murieron durante los ataques. La cifra se ve incrementada o reducida en función de las fuentes utilizadas. Al parecer, el número oficial de identificados el 6 de mayo era de 31.773, y en privado Goebbels hablaba de unos 40.000. En 1963, el historiador revisionista David Irving los situó entre los 135.000 y los 250.000.
El testigo del bombardeo y más tarde periodista Götz Bergander, que dedicó media vida al tema, estableció un mínimo de 40.000, aunque el desconocimiento de la cantidad de refugiados que se hallaban en Dresde y la rápida cremación de los cadáveres le impidieron precisar más.
En 2008, un comité interdisciplinar promovido por el ayuntamiento de la ciudad concluyó que la cifra debió de oscilar entre los 18.000 y los 25.000 muertos, aunque dos años después elevó el mínimo a 22.700. El británico Sinclair McKay , en su recién publicado ensayo Dresde. 1945. Fuego y oscuridad (Taurus), habla de un consenso entre especialistas de 25.000 víctimas mortales.
Es probable que nunca conozcamos la cifra exacta. Independientemente de ese número, las palabras de Noble Frankland, reputado historiador militar británico y antiguo miembro del Comando de Bombardeo, sirven mejor que nada para calificar el drama: “La destrucción de Dresde fue no solo excesiva, sino, posiblemente por el momento en que ocurrió, innecesaria”.