22 noviembre, 2024

El corazón negro de Catalina de Aragón: la misteriosa dolencia que mató a la Reina española de Inglaterra

Catalina observando a Enrique justar en honor del nacimiento de un hijo

 

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  • Cuando Enrique VIII supo de la muerte de su esposa, se vistió de amarillo de arriba a abajo, con una pluma blanca en el gorro, dio un baile en Greenwich y mostró a su hija Isabel diciendo: «Sea alabado Dios, ahora que la vieja bruja ha muerto ya no hay temor de que haya guerra»

Catalina de Aragón murió a principios de 1536 en la prisión dorada a la que le condenó su marido Enrique VIII. Al embalsamarla su médico se encontró todos los órganos sanos excepto el corazón, que estaba ennegrecido y presentaba un aspecto horrendo, con la adherencia de un tumor negro. Ni siquiera hoy se puede saber si la Reina española de Inglaterra fue víctima de un envenenamiento o de algún tipo de cáncer muy agresivo. Lo único claro como el agua es que su marido deseaba como nadie que desapareciera del mapa. Los dedos acusatorios también apuntaban a Ana Bolena, la nueva esposa del Rey, que llegó a afirmar: «Yo soy su muerte y ella es la mía». Y sí, Bolena sobreviviría muy poco a la muerte de Catalina.

De princesa viuda a Reina amada

Nacida en el Palacio arzobispal de Alcalá de Henares, el 15 de diciembre de 1485, donde también lo hizo Fernando de Habsburgo, otro ilustre madrileño con proyección en el extranjero, Catalina de Aragón fue la última de las hijas de los Reyes Católicos y posiblemente la que más se parecía a su madre Isabel «la Católica». La joven, de ojos azules, cara redonda y tez pálida, fue prometida en matrimonio a los cuatro años con el Príncipe de Gales Arturo, primogénito de Enrique VII de Inglaterra, por el Tratado de Medina del Campo. La decisión de los Reyes Católicos obedecía a una estrategia matrimonial para forjar una red de alianzas contra el Reino de Francia. Así, dos de los hijos de los Monarcas contrajeron matrimonio con los hijos de Maximiliano, Emperador del Sacro Imperio Romano; dos hijas entroncaron con la familia real portuguesa, y la más pequeña con el heredero a la Corona inglesa.

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Retrato de Catalina de Aragón

La adolescente Catalina causó una grata impresión a su llegada a Inglaterra. El 14 de noviembre de 1501, Catalina se desposó con Arturo en la catedral de San Pablo de Londres, pero el matrimonio duró tan solo un año. Los dos miembros de la pareja enfermaron de forma grave –posiblemente de sudor inglés (una extraña enfermedad local cuyo síntoma principal era una sudoración severa)– causando la muerte del Príncipe. En los siguientes años, la situación de la joven fue muy precaria, puesto que no tenía quien sustentara su pequeño séquito y su papel en Inglaterra quedó reducido al de viuda y diplomática al servicio de la Monarquía hispánica.

Con la intención de mantener la alianza con España, y dado que todavía se adeudaba parte de la dote del anterior matrimonio, Enrique VII tomó la decisión de casar a la madrileña con su otro hijo, Enrique VIII. El Príncipe quedó prendido al instante de la belleza de la hija de los Reyes Católicos, que, además, «poseía unas cualidades intelectuales con las que pocas reinas podrían rivalizar», en palabras de los cronistas. Erasmo de Rotterdam y Luis Vives no escatimaron en elogios hacia la hija de los Reyes Católicos y su «milagro de educación femenina». No obstante, el matrimonio con el hermano de Arturo dependía de la concesión de una dispensa papal porque el derecho canónico prohibía que un hombre se casara con la viuda de su hermano.

Se argumentó que el matrimonio anterior no era válido al no haber sido consumado. Catalina siempre defendió su virtud y la incapacidad sexual del enfermizo Arturo durante el breve tiempo que estuvieron casados.

La «mala perra» que cambió la Historia

A la muerte de Enrique VII en 1509, su hijo Enrique VIII fue coronado Rey y dos meses después se casó con Catalina en una ceremonia privada en la Iglesia de Greenwich. Pese a la buena sintonía inicial, la sucesión de embarazos fallidos, seis bebés de los que solo la futura María I alcanzó la mayoría de edad, enturbió la convivencia entre el Rey y la Reina. Algunos estudios modernos han especulado con la posibilidad de que Enrique le contagiara la sífilis a su esposa. Esto habría derivado en sus fallidos embarazos y encendido, a su vez, la impaciencia del Rey, que en materia política encontró en ella a la mejor socia.

Catalina supo estar a la altura en los asuntos de Estado. En 1513, su marino la nombró regente del reino en lo que él viajaba a luchar junto a España y el Sacro Imperio contra Francia. La Reina tuvo que lidiar con una incursión escocesa en Inglaterra, que desembocó en la batalla de Flodden Field. Se dice, entre el mito y la realidad, que Catalina acudió embarazada y equipada con armadura a dar una arenga a las tropas antes de la contienda.

Lejos de agradecerle sus servicios, Enrique volvió a casa hecho un basilisco y maldiciendo a Fernando «El Católico» por retirarse de la guerra. El Rey, sensible e inteligente para otras cosas, exhibía un carácter impulsivo y colérico que fue empeorando con los años. Por esas fechas se planteó por primera vez el divorcio de Catalina.

La falta de un hijo varón y la aparición de esta mujer extremadamente ambiciosa empujaron al Rey a iniciar un proceso que cambió la historia de Inglaterra

Tampoco ayudó el ánimo mujeriego del Monarca. A partir de 1517, Enrique comenzó un romance con Elizabeth Blount, una de las damas de la Reina. Al bastardo resultante de esta aventura, Enrique Fitzray, le reconoció como hijo suyo y le colmó con varios títulos. Ante tal humillación, Catalina reaccionó sin levantar la voz y con la dignidad regia que tan querida le hizo en Inglaterra, incluso por encima del Rey. Su personalidad le había granjeado las simpatías de los grandes nobles, clérigos e intelectuales del reino. Pero aquello no le bastó para sobrellevar los desprecios de su marido. Entre las muchas relaciones extramatrimoniales de Enrique, una de ellas marcó un punto de inflexión: la que mantuvo con Ana Bolena, una seductora y ambiciosa dama de la Corte que provocó un cisma, literalmente.

La falta de un hijo varón y la aparición de esta mujer extremadamente ambiciosa empujaron al Rey a iniciar un proceso que cambió la historia de Inglaterra. Enrique VIII propuso al Papa una anulación matrimonial basándose en que se había casado con la mujer de su hermano. El Papa Clemente VII, a sabiendas de que aquella no era una razón posible desde el momento en que una dispensa anterior había certificado que el matrimonio con Arturo no era válido (no se había consumado), sugirió a través de su enviado el cardenal Campeggioque la madrileña podría retirarse simplemente a un convento, dejando vía libre a un nuevo matrimonio del Rey. Sin embargo, el obstinado carácter de la Reina, que se negaba a que su hija María fuera declarada bastarda, impidió encontrar una solución que agradara a ambas partes.

El pueblo inglés adoraba a su Reina y parte de la nobleza estaba a su favor, pero fue la intervención del todopoderoso sobrino de Catalina, Carlos I de España, la que complicó realmente la disputa. Pese a las amenazas de Enrique VIII hacia Roma, Clemente VII temía todavía más las de Carlos I, quien había saqueado la ciudad en 1527, y prohibió que Enrique se volviera a casar antes de haberse tomado una decisión. Anticipado el desenlace, Enrique VIII tomó una resolución radical: rompió con la Iglesia Católica y se hizo proclamar «jefe supremo de la Iglesia de Inglaterra».

En 1533, el Arzobispo de Canterbury, Thomas Cranmer, declaró nulo el matrimonio del Rey con Catalina y el soberano se casó con Ana Bolena, a la que el pueblo denominaba «la mala perra».

Enrique privó a Catalina del derecho a cualquier título salvo al de «Princesa Viuda de Gales», en reconocimiento de su estatus como la viuda de su hermano Arturo, y la desterró al castillo del More en el invierno de 1531. Años después, fue trasladada al castillo de Kimbolton, donde se le prohibió comunicarse de forma escrita y sus movimientos quedaron todavía más limitados. Acosada por dolores y náuseas en los últimos meses de su vida, vivió alejada de su hija y angustiada porque no tenía ni cómo pagar a sus criados de confianza. Con gran dolor fue vendiendo todas sus joyas, incluso las que le regalaron sus padres.

La tristeza le carcomía por dentró, así como una dolencia para la que los estudios modernos no han dado una respuesta. «En nuestra última conversación», recordaría el embajador imperial en Inglaterra Chapuys, «la vi sonreír dos o tres veces y cuando la dejé deseaba que la divirtiera una de mis gentes [un bufón]»

«La vieja bruja ha muerto»

El 7 de enero de 1536, antes de morir a causa probablemente de algún tipo de cáncer, Catalina de Aragón escribió una carta a su sobrino Carlos I pidiéndole que protegiera a su hija, la cual fue esposada posteriormente con Felipe II, y otra dirigida a su terrible esposo:

«Ahora que se aproxima la hora de mi muerte, el tierno amor que os debo me obliga, hallándome en tal estado, a encomendarme a vos y a recordaros con unas pocas palabras la salud y la salvación de vuestra alma…».

Después de perdonarlo, terminaba con unas palabras conmovedoras hacia Enrique: «Finalmente, hago este juramento: que mis ojos os desean por encima de todas las cosas. Adiós».

El color negro de su corazón, indicio de que sufrió algún tipo de cáncer, propagó por Inglaterra el rumor de que había sido envenenada por orden del Rey. Durante mucho tiempo, la Reina había tenido la precaución de comer solamente alimentos preparados en su propia habitación, lo que demuestra que temía que el Monarca quisiera sacarle de la ecuación a la fuerza. Y desde luego Enrique no trató de disimular su alegría. Cuando supo de la muerte de su esposa, se vistió de amarillo de arriba a abajo, con una pluma blanca en el gorro, dio un baile en Greenwich y mostró a su hija Isabel (hija de Bolena) diciendo: «Sea alabado Dios, ahora que la vieja bruja ha muerto ya no hay temor de que haya guerra».

Catalina de Aragón fue enterrada en la abadía de Peterborough con un ceremonial propio de una princesa viuda y no de una Reina consorte de Inglaterra. Aparte de que no se permitió a la Princesa María participar en el cortejo fúnebre, cuyos caminos abarrotó el pueblo inglés. Como explica Garret Mattingly en «Catalina de Aragón» (Palabra), en su capilla fúnebre ardieron mil cirios y se rezaron en la catedral más de 300. Asistiendo a los funerales que se sucedieron en las poblaciones cercanas alrededor de 800 personas.

No en vano, el catafalco fúnebre y paño negro que cubrían el lugar fueron destruidos en 1643 por los soldados de Oliver Cromwell. Hoy, en la tumba nunca faltan flores frescas y el Ayuntamiento de la localidad organiza anualmente un acto de conmemorativo en honor a la Reina. Catalina quedó en la memoria colectiva inglesa como una defensora de los católicos, que iban a vivir a partir del reinado de Isabel I una auténtica travesía a través del desierto.

No se permitió a la Princesa María participar en el cortejo fúnebre, cuyos caminos abarrotó el pueblo inglés

Coincidiendo con la muerte de Catalina, Ana Bolena sufrió un aborto de un hijo varón. La joven, que ya había dado a luz a la futura Reina Isabel I, solo sobrevivió cuatro meses a su antecesora Catalina. Fue decapitada en la Torre de Londres el 19 de mayo 1536 acusada falsamente de emplear la brujería para seducir a su esposo, de tener relaciones adúlteras con cinco hombres, de incesto con su hermano, de injuriar al Rey y de conspirar para asesinarlo.

Posteriormente, Enrique VIII contrajo otros cuatro matrimonios más: repudió a su cuarta esposa y también decapitó a la quinta. La tercera esposa, Jane Seymour, dio a luz a su único hijo varón, el Príncipe Eduardo. Así y todo, la prematura muerte de Eduardo VI de Inglaterra, a los 15 años de edad, por una tuberculosis, forzó que la Corona pasara sucesivamente a las otras hijas del Rey: María, hija de Catalina de Aragón, e Isabel, hija de Ana Bolena. La figura de la española quedó parcialmente rehabilitada con el ascenso al trono de la hija por la que tanto había luchado.

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