El diputado «camorrista» inglés que dejó su escaño en Westminster para luchar en España por la Reina Isabel
Thank you for reading this post, don't forget to subscribe!Poco después de comenzar la Primera Guerra Carlista, Lacy Evans no dudó en venir a combatir contra Zumalacárregui y el Infante don carlos, durante dos años, después de que este intentara usurpar el trono a la hija de Fernando VII tras la muerte de este
Un diputado del Parlamento británico, de origen irlandés, que decide dejar su escaño y hacer el petate para venir a España a luchar por la Reina Isabel II de España tras el golpe de Estado protagonizado por los carlistas en 1833. Una guerra, además, donde su Gobierno se posicionó públicamente por la no intervención y dictó leyes contra aquellos súbditos que osaran alistarse al servicio de potencias extranjeras sin su consentimiento. ¿Se lo imaginan? Pues ocurrió, y lo más sorprendente es que no fue el único, ya que guió a otros miles de compatriotas voluntarios que, incluso, llegaron a hacer cola durante ocho días a la intemperie en las oficinas de reclutamiento establecidas en Londres.
El nombre de nuestro protagonista es Lacy Evans, un general que también había luchado en la Guerra de Independencia contra los franceses, en Estados Unidos contra los americanos y en Waterloo contra Napoleón, aunque nunca de manera tan expuesta e intensa como lo hizo en España nada más desembarcar en el País Vasco. «Tengo la satisfacción de comunicar que, a las nueve y medía de esta mañana, en medio de salvas, repique de campanas y bandas de música, ha entrado en el puerto de San Sebastián un vapor inglés con un batallón de 500 hombres. Deberán seguirles otros 10.000 que debían embarcarse el día 12», podía leerse en el «Boletín de Álava» el 21 de julio de 1835.
Uno de aspectos más curiosos de esta aventura es que tanto Lacy como sus hombres decidieron combatir por la Monarquía española y la causa liberal a pesar de los ataques que sufrieron por ello por parte de muchos periódicos ingleses, sobre todo, de los tories. En primer lugar, destacando sus errores y, en segundo, calificando a todos estos voluntarios y su general de simples camorristas, borrachos, sanguinarios o crueles, entre otras lindezas. El «Annual Register», por ejemplo, afirmaba que eran haraganes de Londres, Manchester y Glasgow. Y cuando seguían presentándose voluntarios también en Escocia, un reputado banquero llegó a felicitar al oficial encargado de reunirlos por dejarle la ciudad limpia de truhanes.
La «Primera Guerra Civil española»
Cuando el general Evans llegó a España no se habían cumplido ni dos años desde la muerte de Fernando VII ni del inicio de la Primera Guerra Carlista. O como se la conocía en la prensa en aquellos años, la «Primera Guerra Civil española». El desencadenante fue provocado por el Rey de España en 1932, cuando, encontrándose ya muy enfermo en La Granja, decidió derogar la Ley Sálica para asegurar la sucesión de su hija Isabel, nacida dos años antes. Aquella decisión fue un golpe muy duro para su hermano, el infante don Carlos, quien estaba convencido de que sería él quien reinaría al no tener el monarca ningún hijo varón.
Antes de fallecer el 29 de septiembre de 1833, el Rey nombró regente a María Cristina, hasta que su heredera alcanzara la mayoría de edad. El infante veía una vez más cómo fracasaban sus intentos de hacerse con el poder y, además, soportar como la nueva regente excarcelaba a muchos liberales, que eran sus grandes enemigos. Harto de aquella situación, Carlos no guardó ni un solo día de luto. El mismo día de la muerte de su hermano, lanzó un manifiesto reclamando la corona. Y al no oírse sus peticiones, una semana después se proclamó Rey de España en la localidad de Tricio (La Rioja). Comenzaba la guerra que acabó con la vida de más de 150.000 personas en siete años.
Aunque eran de sobra conocidas sus simpatías por la causa isabelina, el Gobierno de Gran Bretaña se declaró neutral, entre otras cosas porque los carlistas contaban con un buen número de seguidores en las islas. Esa fue la razón principal de que no se atreviera a involucrar a su Ejército. Y, además, era consciente de que muchos diarios ingleses –los mismos que tachaban de camorristas y alcohólicos a Evans y los suyos–, ni siquiera habían condenado el asalto al poder del infante don Carlos. ¿Qué podía hacer?
William Lamb y Guillermo IV
La medida adoptada por el Gobierno británico fue muy hábil. No podía quedarse con los brazos cruzados ante los estragos que estaban causando las tropas del líder insurgente Tomás de Zumalacárregui, pero tampoco podía saltarse la «Foreign Enlistment Bill», esa ley que prohibía el alistamiento de cualquier ciudadano en el Ejército de ninguna potencia extranjera. Para ello, su primer ministro, William Lamb, permitió que se organizara un cuerpo de voluntarios no profesionales dispuestos a ir a España para luchar por la causa de la joven Isabel II y la Regente María Cristina, mientras el Rey Guillermo IV hizo público su deseo «de que sus súbditos tomasen parte en la empresa», proporcionando armas y equipo a todos los voluntarios.
No hubo muchos problemas para encontrarlos, en parte por la difícil situación económica que atravesaba el Reino Unido. El número exacto nunca se ha conocido, pero sabemos que hacia finales de octubre de 1835, la conocida como «Legión auxiliar inglesa» ya contaba en la costa cantábrica con 7.000 u 8.000 hombres, según las cifras aportadas por José Miguel Santamaría en su tesis «British Auxiliary Legion: aportación británica a la Primera Guerra Carlista» (Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, 2011). En total, 3.200 ingleses, 2.800 irlandeses y 1.800 escoceses, aproximadamente. Pero el autor cree que «pasarían por sus filas entre diez y doce mil hombres, incluyendo los distintos grupos de reclutas que se fueron incorporando a lo largo de los casi tres años de servicio».
«Las noticias de San Sebastián hablan favorablemente de la buena armonía que reina entre las tropas inglesas y españolas. Se estaba preparando todo para facilitar la salida de los auxiliares al teatro de la guerra, pero este movimiento no podría ejecutarse hasta después de llegar el general Evans», informaba la «Revista Española» el 5 de agosto de 1835. Y cuando este lo hizo, se olvidó de su ego y no dudó en ponerse bajo las órdenes del general español Luis Fernández de Córdova, en una sintonía muy buena que describía así «El Español»: «Parece que los generales han quedado satisfechos uno con el otro, y yo mismo he oído decir al general Córdova que el señor Evans ha manifestado los más vivos deseos de emplearse inmediatamente de manera activa contra los enemigos […]. Evans me ha parecido más español que inglés en su figura y su carácter. Alto, delgado, de color moreno, con ojos negros y vivos y una fisonomía expresiva en extremo. Su genio es franco y sus modales sueltos».
Dos años en España
Los carlistas estaban en plena expansión en el momento de la llegada de Evans. Sus hombres no tardaron en realizar los primeros sacrificios por la Reina Isabel debido a la epidemia sufrida en Vitoria durante el invierno de 1835: dos de sus regimientos quedaron disueltos por las muertes y los supervivientes pasaron a cubrir las bajas del resto de cuerpos. Comenzaba un periodo de dos años de combates, los que el general británico había pactado con la regente María Cristina antes de embarcar hacia el País Vasco. En 1836, su legión participó en mantener a salvo el puerto y la fortaleza del monte Urgull, en San Sebastián, ante los intentos carlistas de sitiar la ciudad. También evitó también la conquista del puerto de Pasajes. Y durante el sitio de Bilbao, se pusieron a las órdenes de Baldomero Espartero para liberar la ciudad. De hecho, no se hubiera conseguido sin el apoyo del general británico y sus hombres desde Portugalete.
Cuando el infante don Carlos organizó la Expedición Real, la Legión Británica siguió combatiendo y acosando sin descanso en su retaguardia. Llegó a conquistar diversas ciudades en la zona del actual País Vasco, frenando el avance de los carlistas en Navarra. «En la tarde del día 14, el general Evans, al mando de la legión auxiliar inglesa, demostró de un modo brillante lo que puede ser el ejemplo de los jefes sobre sus soldados. Habiendo dado por casualidad con más de 200 enemigos, y sin otra gente que unos pocos oficiales de su estado mayor, 17 lanceros de la legión y un cortísimo número de infantes, atacó con mucha decisión y desconcertó al enemigo por el arrojo de su embestida. El mayor Rait consiguió entrar en las filas enemigas y causar mucho daño. Incluso hizo un prisionero que sacó con el cuchillo. Este encuentro sirve de muestra de lo que puede esperarse de nuestros dignos auxiliares ingleses, aunque desgraciadamente ha habido un lancero muerto y se perdió el caballo de uno de los ayudantes del general Evans», informaba la «Revista Española» el 20 de marzo de 1836.
El grueso de los voluntarios británicos siguió combatiendo hasta el banquete que se organizó en San Sebastián, el 10 de junio de 1837, con motivo de la despedida de Lacy Evans, que volvió a Londres para continuar su vida de parlamentario. No se libró de alguna crítica más en relación a sus obligaciones como jefe de la Legión. «Esta crítica se agudizó, una vez licenciadas las tropas, con motivo de las reclamaciones económicas que los soldados y oficiales legionarios presentaron repetidas veces al gobierno español», explica Santamaría en su tesis.
La unidad quedó disuelta, aunque entre 1.000 y 1.500 hombres decidieron quedarse en España para seguir combatiendo por la monarquía con la previa autorización de Espartero. Lucharon en diversos frentes, como es el caso de Andoain, pero las bajas fueron tan altas que la unidad acabó desapareciendo. Se cree que, en aquellos dos años, murieron alrededor de 2400 ingleses. En el monte Urgull de San Sebastián aún existe el llamado cementerio de los ingleses, donde se encuentran enterrados un buen número de británicos muertos en la ciudad durante la Primera Guerra Carlista. En Santander hay otro pequeño cementerio protestante con un monumento funerario en homenaje a los voluntarios de la Legión británica allí enterrados.