El español que se adentró en el infierno nazi de Dachau en 1945: «A mi vista hay trescientos cadáveres medio descompuestos» – Archivo ABC
Carlos Sentís visitó el campo de concentración unos días después de la liberación, cuando aún 32.000 detenidos convivían con decenas de moribundos y centenares de cuerpos insepultos
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«Dante no vio nada y por eso pudo escribir sus patéticas páginas del infierno. Yo sí he visto Dachau y quizá por eso no sepa escribirlo», se disculpó Carlos Sentís antes de redactar la que fue una de las crónicas más difíciles de su trayectoria periodística. El corresponsal de ABC acababa de visitar este campo de concentración nazi situado a las afueras de Munich, apenas unos días después de que el Ejército estadounidense liberara a sus 33.100 prisioneros. Y aquel infierno real que había contemplado este reportero le había encogido el corazón de tal forma, que al evocarlo para escribir ante el limpio papel aún sufría.
Cuando Sentís se adentró en aquel mundo «fantasmagórico» junto a otros diez periodistas y el embajador de los Estados Unidos en Francia, Jefferson Gofrey, aún permanecían en Dachau 32.000 detenidos, muchos de ellos moribundos y enfermos, sin fuerzas para abandonarlo. «Hay tifus, disentería y otras enfermedades, con docenas de moribundos y centenares de cadáveres insepultos, de los dos mil que los americanos encontraron al llegar», contaba el enviado especial de ABC, el único medio que conoció de primera mano ese horror.
«Me entran ganas de volverme atrás», admitía Sentís, quien fumando cigarrillos y con las manos protegidas en los bolsillos avanzó por la amplia avenida hasta el recinto rodeado de espino de alambre. «Parece que vamos a entrar en una Exposición o Feria de Muestras. Y a es eso en parte las muestras que hay cerca de la entrada», describía antes de darse cuenta de que esos primeros paseantes que vio con sus trajes a rayas de presidiarios, pelados y «con idénticos ojos inmensos en el fondo de su órbita» eran los que se encontraban mejor porque por lo menos, podían andar sin arrastrarse y no eran contagiosos, como otros que se hallaban en pabellones cerrados, de los cuales, a pesar de morirse día a día y después de una semana de la entrada de los americanos, aún no podían salir.
La mayoría de los que vivían allí hacinados eran polacos, aunque también había rusos y yugoslavos, que vestían su uniforme militar casi completo. Y 1.350 curas, de los cuales solo 59 no eran católicos. Hasta 750 de ellos eran polacos, pero los había franceses, checos, italianos, belgas, holandeses, alemanes y de otras nacionalidades, así como un centenar de seminaristas, según informó Sentís, cumpliendo con uno de los objetivos de Tom Burns, el consejero de prensa de la embajada británica en Madrid que consiguió que el reportero español pudiera ser uno de los primeros en ver con sus propios ojos aquel espanto. «Burns quería que la opinión pública española -inmersa durante tanto tiempo en la propaganda de Berlín- supiera que también los católicos eran gaseados en los campos nazis», cuenta Plàcid García-Planas en «La revancha del reportero:Tras las huellas de siete grandes corresponsales».
Conforme Sentís avanzaba «por una especie de lazaretos donde huesos vivientes recubiertos de piel» tomaban un suave sol primaveral, que evidenciaba todavía más sus llagas, al periodista se le acercaban toda clase de tipos a contarle sus casos. Los oficiales americanos les habían insistido en que no debían dar la mano a nadie, por razones sanitarias, pero Sentís se vio obligado a cada paso a desobedecer estas órdenes militares o a salir huyendo cobardemente a mitad de la conversación.
A pesar de que los americanos habían limpiado el lugar antes de su visita, el olor era espantoso y la quema de basuras en los rincones apartados del campo enrarecía aún más el ambiente, pero Sentís aún no había visto lo peor. Al llegar al pabellón de los incomunicados, en concreto a uno de los pabellones reservado exclusivamente por los nazis a los judíos, el olor a miseria se convirtió en «inaguantable».
«Hay muchos muchachos. Algunos están tomando el sol por las calles, esqueléticos v con barriga hinchada como una pelota. Otros, agrupados sobre camastros de tres pisos, juegan a los naipes», describía el periodista al que un chico con cara de pillo le llamó la atención. El chaval le sonrió y «muy divertido», le señaló algo que se encontraba en suelo, entre dos literas. Sentís se acercó hasta el lugar indicado y comprobó con estupor «un cadáver reciente», mientras el niño se reía a carcajadas y un moribundo que gemía en una litera a ras del suelo le tiraba al reportero de los pantalones. Quería un cigarrillo.
Angustiado por aquella escena, Sentís siguió fumando «como una locomotora». Ya ni los datos ni los nombres que iba escuchando le decían nada. «Que si estuvo Schusnig con su mujer aquí mismo, en Dachau, hasta que le trasladaron; que si estuvo el obispo de Piget v los príncipes Leopoldo de Prusia y Borbón y Panma. Todo eso, a mí. no me dice nada ya. Gente medio loca, me dice al oído palabras de odio o rencor, que prefiero no recordar».
En otros barracones, donde les invitaron a entrar, todo era «tan trágico», que rozaba lo grotesco. Unos franceses les tomaron aparte a unos portugueses y a Sentís y uno de ellos les soltó un discurso, dándoles la bienvenida a sus queridos amigos escritores. «Preparo un texto sobre Dachau», les dijo entre otras cosas.
Todo era una auténtica «locura», a los ojos de nuestro reportero, al que aún quedaba por ver el crematorio, donde «por falta de combustible, en las últimas horas de Dachau, y por ignorar los guardianes que estaban tan cerca las tropas de Patch, no pudieron quemar dos mil cadáveres, entresacados de la Cámara de Gas (ejecuciones) o extraídos de los trenes en el colapso que en los últimos días dejó en la vecina estación, encerrados en vagones, muriéndose como moscas, mientras cundía el caos por todas partes».
Allí se decía en esos días que Heinrich Himmler había hecho circular la orden de quemar a todos los detenidos de los campos antes de que entraran las tropas aliadas.
Sentís fue testigo de cómo de una especie de garaje o hangar crematorio fueron sacando cadáveres desnudos para amontonarlos sobre 32 carros que eran conducidos y cargados por alemanes, a los que se les obligaba después a pasearlos por algunos barrios antes de enterrarlos. «A mi vista hay unos trescientos cadáveres que son colocados en carros con parihuelas desde una especie de ventana (…) Sus cuerpos están medio descompuestos», escribió Sentís, para quien aquello era «una especie de vendimia macabra».
Las imágenes que vio en Dachau todavía le dañaban las retinas al enviado especial de este periódico cuando envió al periódico esta crónica que se publicó el 15 de mayo de 1945. Esta visita al campo de concentración y sus trabajos como corresponsal en la Segunda Guerra Mundial para ABC y «La Vanguardia» le convirtieron, según él mismo escribió, en el periodista adecuado para cubrir después los juicios de Nürenberg «ya que las escasas gradas del pequeño Palacio de Justicia provincial en que se celebró el proceso estaban reservadas exclusivamente a corresponsales de guerra, y no precisamente elegidos al azar». Como bien decía ABC, Carlos Sentís Anfruns (Barcelona, 1911-2011) fue uno de esos periodistas que estuvieron «allí». Y «allí» era la Historia.