El gran amor de Felipe II: la esposa que descongeló el corazón helado del rey prudente
Isabel de Valois heredó de su madre unos rasgos esencialmente mediterráneos y de su padre la capacidad de encandilar en el trato personal. Llegó a España siendo una niña y se marchó a la tumba siendo una joven
Thank you for reading this post, don't forget to subscribe!
La paz de Cateau-Cambrésis (1559) obligó a Francia a renunciar a todos sus derechos y reclamaciones sobre Milán y Nápoles, así como a retirar sus fuerzas de Génova, Saboya, Florencia y otros viejos aliados ahora en el bando español. El tratado terminó con 65 años de guerra y marcó el principio de un periodo de no agresión entre los dos países que fue blindado por el Rey Enrique II de Francia ofreciendo la mano de su hija mayor, Isabel de Valois, al único hijo de Felipe II, Don Carlos. No obstante, dada la segunda viudedad del Rey Prudente en esas fechas, fue él quien se casó con la joven francesa, de 12 años.
El mismo día que se conoció la negativa de la nueva soberana inglesa, Isabel de Tudor, a la propuesta de casarse con el que hasta entonces había sido su cuñado, los enviados de Felipe transmitieron que Su Majestad se casaría con la hija primogénita del Rey de Francia. Enrique aceptó encantado el cambio, si bien dejó caer al rey que cualquier relación extramatrimonial debía llegar a su fin si pretendía cumplir con su fama de «buen marido». A pesar de la fama de hombre recto y austero que ha perdurado hoy, los rumores sobre el desenfreno de Felipe y sus aventuras con varias damas flamencas y españolas era por entonces la comidilla de las principales cortes europeas.
La Reina francesa
En junio de 1559, el Gran Duque de Alba acudió a París en representación del «buen marido» en los desposorios con Isabel de Valois. Enrique II recibió con entusiasmo al séquito de españoles, entre los que se incluía también el Conde de Egmont y Guillermo de Orange, que años después se convertirían en rebeldes a la Corona. La ceremonia nupcial quedó empañada por un accidente mortal de Enrique II durante una justa en honor a la boda. Un día antes de morir Enrique II, se formalizó el enlace por poderes entre Isabel de Valois y Felipe II, en el que Fernando Álvarez de Toledo ejerció de representante regio durante la ceremonia en la basílica de Notre Dame.
Tras el banquete, el noble castellano debió participar en la tradición francesa según la cual se había de consumar el matrimonio ante testigos. Lógicamente aquello no era posible en este caso. No al menos si el Duque aspiraba a conservar su cabeza sobre el cuello, por lo que acompañó a Isabel a sus aposentos para, entre los aplausos y el jolgorio generalizado, interpretar un pequeño paripé en el lecho nupcial.
Al año siguiente, Isabel se desplazó a España, donde Felipe la esperaba impaciente. Sus días como viajero por Europa habían llegado a su fin y, por primera vez en su vida, estaba concentrado en cuidar su vida familiar. Además de Isabel, la llegada a la corte de unos adolescentes Don Juan de Austria y de Alejandro Farnesio dotó de un espíritu jovial al entorno de Felipe. Ninguna de sus otras mujeres sería capaz de conseguir eso, y con ninguna estuvo el rey tan felizmente satisfecho.
Los inicios fueron difíciles, puesto que la ciudad medieval de Toledo no era del agrado de la joven, como no lo era para la mayoría de cortesanos. En una carta a su madre, la reina se quejaba de que «si no fuera por la buena compañía de mi esposo, juzgaría a este lugar como uno de los más desagradables del mundo». La joven contrajo allí la viruela y para evitar que en el atractivo rostro de Isabel quedasen marcas, se le embadurnó con clara de huevo y leche de burra.
Una vez en Madrid, la corte no tardó en caer rendida ante la nueva esposa, que a razón de su juventud ocupaba su tiempo, sobre todo, vistiendo muñecas. Isabel de Valois había heredado de su madre unos rasgos esencialmente mediterráneos —alta, esbelta, de ojos y cabellos oscuros, rostro ovalado y la tez muy blanca— y de su padre la capacidad de encandilar en el trato personal.
Lujo y diversión
Amante del lujo y del refinamiento, jamás repetía un vestido en presencia del monarca y exigía verse rodeada de un considerable ejército de damas y camareras. Revisando las cuentas que dejó tras de sí: sus deudas pasaron de sumar 20.000 ducados en 1562 a 180.000 tres años después. La francesa gastó grandes sumas de dinero jugando a distintos juegos (naipes, dados, rifas, echar a suerte…) con otros cortesanos y miembros de la Familia Real, entre ellos el príncipe Don Carlos. De hecho, la mayor parte de su estancia en Madrid la aconteció en los aposentos privados, rodeada de gente del círculo familiar y de malos hábitos.
Levantándose cuando quería, comiendo cuando se le antojaba y durmiendo a deshora. Así las cosas, antes de su decimosexto cumpleaños, los médicos la tuvieron que tratar de un agudo estreñimiento, a partir del cual la reina mejoró su alimentación y, para su incomodidad, desarrolló hemorroides. Catalina de Médici acompañó de una caja de ciruelas cada una de sus cartas a partir de entonces.
Al lado de la francesa, Felipe II recuperó una juventud de la que nunca había disfrutado. Isabel se situó como la principal razón de su existencia durante ocho años. Mucho más tiempo del que había pasado con sus dos anteriores esposas. Solo una cuestión ensombreció la vida de la real pareja: la falta de hijos. El matrimonio entre Felipe e Isabel tardó en consumarse a la espera de que la reina alcanzara la edad núbil y abandonara las muñecas. En 1564, la pareja mantuvo su primer contacto sexual en Aranjuez, al que le siguió la mayor de las pasiones que Felipe le dedicó presumiblemente a alguna de sus esposas.
En el terreno de lo morboso, los embajadores franceses escribieron a Catalina de Médici observando, como única queja, que «la constitución del rey causa graves dolores a la reina, que necesita mucho valor para evitarlo». Esto solo podía significar que el miembro viril del monarca destacaba en sus dimensiones.
Felipe II tuvo dos hijas con Isabel de Valois que alcanzaron la edad adulta luego de muchas dificultades. Al poco tiempo de su llegada a España, la reina abortó un par de gemelas, quedando su salud tocada. Ante la tardanza de un nuevo embarazo, la reina mandó traer a Madrid los restos de San Eugenio, primer Obispo de París y mártir, para que favoreciera su embarazo. El monarca, un incondicional de los huesos de santo, quedó entusiasmado ante esta iniciativa, dando como resultado nueve meses después, el 12 de agosto de 1566, la llegada al mundo de la primera hija del matrimonio, Isabel Clara Eugenia, la hija más querida del rey.
La muerte llama a la corte
La ya de por sí quebradiza salud de la francesa complicó al extremo los siguientes partos. El rey vivió con absoluto nerviosismo los embarazos, porque había visto como en uno de ellos falleció su primero esposa y porque era acuciante la necesidad de herederos, preferentemente de sexo masculino. Prácticamente un año después, el 10 de octubre de 1567, nació la segunda hija que fue bautizada como Catalina. Felipe ni siquiera se molestó en disimular su decepción al saber que había tenido de nuevo una hija y partió a Aranjuez sin quedarse siquiera al bautizo.
Desde el principio del siguiente embarazo, que habría supuesto su tercera hija, fue evidente que algo marchaba mal. La reina de la paz sentía temblores y desmayos a menudo, y comía y dormía peor que nunca. En octubre de 1568, Isabel se preparó para el fatal desenlace: firmó un codicilo a su testamento y pidió hablar con su marido por última vez. Además de reclamarle que continuara apoyando a su hermano, Carlos IX de Francia, Isabel trasmitió a su marido su firme voluntad de requerir a Dios, una vez en su presencia, que le concediera una larga vida a Felipe.
Las palabras de su agonizante esposa provocaron un océano de lágrimas en los ojos de Felipe, que no olvidaría esa noche «aunque viviese mil años». Horas después murió la francesa a consecuencia de alumbrar a una niña que tampoco sobrevivió. En opinión del poco objetivo embajador de Francia, «llora y lamenta todo Madrid el fallecimiento de la mejor reina que han tenido nunca y que nunca tendrán».
A la tercera esposa del rey se le debe, además, que trajera a España a uno de los mayores talentos femeninos del Barroco. En 1559, la pintora italiana Sofonisba Anguissola fue invitada a la corte para ejercer de pintora y de ama de compañía de la reina Isabel de Valois, la cual se interesó por aprender el arte del pincel.
Sofonisba pintó el retrato con más profundidad psicológica de los que se le realizó a Felipe II, aquel retrato donde aparece ataviado con las habituales vestiduras negras, sombrero alto, y sostiene en su mano izquierda un rosario alusivo a la institución de la Fiesta del Rosario, a raíz de la victoria en la batalla de Lepanto sobre los turcos.
Este cuadro, no en vano, fue atribuido junto a otro retrato de la reina hasta hace pocos años al pintor Alonso Sánchez Coello y a veces a Juan Pantoja de la Cruz, sin sospechar que el icónico cuadro del monarca fue creado por una mujer.
Al morir Isabel Valois, Felipe II recompensó a la pintora con el cargo de institutriz de sus dos hijas, labor que ejerció durante dos años. Luego, en otra prueba de aprecio, el rey le concertó un ventajoso matrimonio con el hermano del virrey de Sicilia, queriendo que acabara allí sus días en una buena posición. Pero aún tuvo tiempo de casarse una segunda vez, esta vez con el noble genovés Orazio Lomellino, así como de recibir en Palermo la visita de Antonio van Dyck en 1624. El genio de los retratos anotó en su cuaderno de viaje la genialidad de Sofonisba, a pesar de que, según van Dyck, sumaba entonces 96 años.
Origen: El gran amor de Felipe II: la esposa que descongeló el corazón helado del rey prudente