29 marzo, 2024

El infierno de los héroes españoles que defendieron Melilla: «Guisamos caballo y perro»

El alférez Juan Maroto y Pérez del Pulgar detalló en un diario las duras privaciones que tuvieron que pasar sus hombres en el aeródromo de Zeluán

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La defensa de Zeluán, una ciudad ubicada a pocos kilómetros de Melilla, tras el Desastre de Annual es una de las muchas epopeyas de nuestro pasado que hemos pasado de puntillas. Es cierto que apenas se extendió una semana (del 23 de julio al 4 de agosto, cuando cayó en manos rifeñas); sin embargo, las penurias que vivieron en su interior los soldados españoles son dignas de figurar en lo más alto de los libros de historia. El vivo ejemplo de ello fue el extenso testimonio que dejó sobre blanco el alférez Juan Maroto y Pérez del Pulgar, encargado de resistir en el aeródromo de la urbe hasta la llegada de refuerzos.

Transcrito por el divulgador y militar Luis Miguel Francisco en su obra «Morir en África. La epopeya de los soldados españoles en la defensa de Annual», el testimonio pone de relieve el hambre, la sed y, sobre todo, el pavor que conquistó a los soldados peninsulares aquellas jornadas en las que parecía que España entera se desmoronaba ante el subestimado poder rifeño. «Uno de los días que no teníamos nada que comer se guisó un perro y un aguilucho, que era la mascota del aeródromo», explicó el soldado en su texto. Cada hora que combatían, no obstante, era una hora más que daban de respiro a Melilla, siguiente parada del enemigo.

Hacia el aeródromo

El 17 de julio de 1921, después de un alocado y desorganizado avance hacia el corazón del Rif desde Melilla para aplastar a la resistencia rifeña, el líder cabileño Abd El-Krim lanzó un ataque contra la posición rojigualda en Igueriben (una de las más adelantas). Después de que los españoles fueran pasados a cuchillo, los nativos llamaron a las puertas del campamento de Annual (más de 100 kilómetros al oeste de Melilla), un lugar en el que se agolpaban unos 5.000 combatientes de nuestro país. El general Manuel Fernández Silvestre, sabedor de que poco podían hacer, tocó a retirada y se generalizó la locura.

[CONTEXTO: Así fue el avance que provocó el Desastre de Annual]

Miles de hombres fallecieron. A la mayoría no les importó pasar por encima de sus compañeros dañados para salvarse. Los heridos fueron abandonados; los muertos, olvidados; y los lentos, dejados atrás para que los rematasen los rifeños. De nada sirvió que Silvestre saliera con miles de combatientes para apuntalar la huida. Aquellas jornadas fallecieron unos 10.000 soldados españoles y otros tantos fueron capturados. Se había sucedido el denominado Desastre de Annual. Una batalla que hizo recaer la vergüenza sobre España y que provocó que el resto de posiciones defensivas con la bandera rojigualda quedasen solas y desamparadas ante los rifeños.

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El día 22, hasta la ciudad de Zeluán empezaron a llegar una ingente cantidad de heridos. Tal y como afirma Vicente Pedro Colomar-Cerrada (autor de «Primo de Rivera contra Abd El-Krim» y «Annual en el recuerdo. Zeluán, una masacre olvidada» -artículo al que nos ha remitido el propio autor-), aquel día pisaron el suelo del aeródromo y la Alcazaba hombres terriblemente cansados y aterrorizados, así como jamelgos cuyo jinete había sido masacrado por los rifeños durante la huida. El sofocante calor, sumado al clima de desesperación generado por la muerte de miles y miles de compañeros, no ayudó a calmar los ánimos de unos defensores que sabían que, tarde o temprano, tendrían que hacer frente a los enemigos de España.

Un sacerdote ayuda a recoger a heridos y muertos tras el Desastre de Annual
Un sacerdote ayuda a recoger a heridos y muertos tras el Desastre de Annual – ABC

Uno de los que arribó a la posición buscando muros tras los que resguardarse fue el oficial segundo veterinario Enrique Ortiz, destinado en Annual. Así narró el periódico ABC su heroico combate contra los rifeños en primera línea de desierto en un artículo publicado el 23 de octubre de 1921: «Don Enrique Ortiz, destacado con fuerzas indígenas en la primera línea de posiciones, luchó denodado en una retirada épica. Se vio acorralado por un núcleo de enemigos, que le arrebataron su pistola. Continuó defendiéndose briosamente, y consiguió llegar con un resto exiguo de la fracción de que formaba parte a Zeluán». Fue uno de muchos.

Preparando las defensas

El testimonio del alférez Juan Maroto y Pérez del Pulgar es, a la par, una fuente única y estremecedora de las precarias e infames condiciones que padecieron los defensores de Zeluán durante las semanas en las que resistieron, sitiados, los continuos asaltos de los hombres del líder cabileño Abd el-Krim.

Maroto arribó con sus hombres a la Alcazaba de Zeluán el 23 de julio de 1921, una jornada después de que iniciara la retirada con sus hombres desde Annual. Desde ese punto recibió órdenes de avanzar un poco más, atravesar la ciudad y posicionarse en el aeródromo. Allí se presentó ante su superior, el teniente de infantería Manuel Martínez Vivancos. Ambos dirigieron la organización de las defensas, la protección del depósito de bombas (que se reforzó con bidones y sacos terreros para evitar una explosión accidental) y la distribución de las fuerzas para la larga batalla que, sabían, se avecinaba.

«Una vez en el aeródromo se distribuyeron las fuerzas allí existentes y las que yo había llevado entre los tres pabellones laterales, estableciéndose la defensa principal en la azotea colocada encima del hangar, que tenía un parapeto de unos 65 centímetros de altura, pues el resto del edificio era atravesado por las balas enemigas, por ser sus tabiques de los llamados panderetes y las puertas y las ventanas de madera».

[CONTEXTO: ¿Quién era Abd el-Krim?]

La fiesta comenzó ese mismo día, cuando los rifeños emplazados en las lomas cercanas iniciaron un torrente de fuego sobre los soldados españoles que intentaban asegurar las defensas del aeródromo de Zeluán. Muchos de ellos, «asistentes, mecánicos, carpinteros o fotógrafos»; personas que jamás hubieran imaginado hallarse en mitad de aquel infierno. Nerviosos, estos poco instruidos combatientes cometieron el error de devolver los disparos a los soldados de Abd el-Krim; craso error, pues apenas disponían de cuatro mil cartuchos para resistir hasta la llegada de los refuerzos que, suponían, se organizaban desde la Península.

Privaciones y guerra psicológica

Las primeras jornadas de defensa fueron las peores para los españoles. Soldados, cabos, sargentos… Muchos, más allá de su escalafón e importancia en el mando, perdieron los nervios y «la moral», como explicó el mismo Maroto. «El sargento Vallejo, de las fuerzas del aeródromo, al ver que los moros prendían fuego a su casa del poblado, perdió el espíritu y rompió a llorar». Como el desánimo se contagió a algunos de los compañeros ubicados en los pabellones exteriores, nuestro cronista no tuvo más remedio que amenazarle «con pegarle un tiro si no reaccionaba». Otro, un tal Sandoval (hasta entonces, fotógrafo), pasó encañonado toda la noche para evitar que desmotivara al resto. Medidas desesperadas para situaciones igual de precarias.

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El miedo fue el primer enemigo, seguido después por el hambre. «No tuvimos más víveres estos días que unos dieciocho o veinte huevos, que distribuimos entre la tropa, y dos latas de melocotón entre los sargentos y nosotros». Hasta el 2 de agosto, cuando se asumió que todo estaba perdido, solo comieron de forma decente en una ocasión: cuando varios jinetes aliados se refugiaron dentro de sus posiciones en mitad de la noche. Al día siguiente se dieron un festín… «Lo avanzado de la hora no permitió preparar el rancho de caballo, pero la esperanza de que en cuanto amaneciese se haría hizo que no sintiésemos tanta hambre».

Solemne instante de ser izada la bandera española sobre las puertas de la Alcazaba de Zelúan
Solemne instante de ser izada la bandera española sobre las puertas de la Alcazaba de Zelúan – ABC

Otra jornada no quedó más remedio que dar buena cuenta de otro tipo de carne. «Uno de los días que no teníamos nada que comer se guisó un perro y un aguilucho, que era la mascota del aeródromo, el perro si mal no recuerdo era de Fernández de Castro, presidente de la Compañía Colonizadora».

En pleno julio, el agua era también un bien muy escaso. Ahogados, los soldados llegaron al extremo de «aprovechar el agua que caía de los radiadores» de los aviones del aeródromo para refrescarse, si es que puede llamarse así, cuando estos «quedaron acribillados a balazos» por el fuego enemigo. La única alternativa para apagar la sed era el aljibe, a tiro de los rifeños y una trampa mortal.

«El sargento Vallejo, de las fuerzas del aeródromo, al ver que los moros prendían fuego a su casa del poblado, perdió el espíritu y rompió a llorar»

A todas estas dificultades se sumaron los insultos y las chanzas, lanzadas a gritos desde el exterior del aeródromo, por los rifeños. «Paisas, ya venir machina para ir a Melilla», repetían con ironía. Entre risas, los enemigos atacaban una y otra vez los depósitos de bombas españoles con el único objetivo de conseguir que saltaran por los aires. «Prendieron también fuego a unos almiares de paja cercanos al aeródromo, con intención de que estallase, pero la providencia quiso que cambiase el viento y no se realizase su cruel intento».

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Día a día

El día a día, la vida dentro del aeródromo, pasó también a convertirse en una pesadilla. Acciones habituales como aliviarse la vejiga se transformaron en una verdadera yincana imposible por culpa de los continuos disparos enemigos. Los tiradores ubicados en la azotea del hangar, por ejemplo, se vieron obligados a hacer sus necesidades en la misma zona que defendían ya que, al desplazarse para ir hasta las letrinas, eran tiroteados sin piedad. Eso hacía que, cuando las balas abrían agujeros en el tejado, los deshechos cayesen sobre sus compañeros.

Llevar la comida hasta el tejado fue otro de los retos diarios:

«Como la cocina estaba en uno de los pabellones aislados, hubo que proceder al traslado del utensilio para condimentar el rancho, pudiendo conseguir, tras grandes esfuerzos, y valiéndose de cuerdas, pasar de un lado a otro lo más elemental, por ser imposible del todo atravesar el callejón, por estar este batido por fuego enemigo, y haber costado dicho trabajo varios heridos y la muerte del ranchero. […] En estas operaciones se distinguió el soldado del Alcántara, Dionisio Giménez Gómez, conocido entre sus compañeros como el gitano por ser este su origen, que, al morir, el ranchero, hizo sus veces. El mismo soldado en varias ocasiones tocó la guitarra a pesar del fuego enemigo para levantar el ánimo de sus compañeros».

Aeródromo de Zeluán
Aeródromo de Zeluán

La comunicación con el resto de posiciones defensivas era casi inexistente, y lo mismo sucedía con el posible intercambio de comida y agua con ellas. Valga como ejemplo que, a pesar de la falta que tenían del líquido elemento, el 28 de julio recibieron un mensaje garabateado a mano del jefe de la Alcazaba. «Yo no puedo enviar por ahora nada, pero por cada cubo de agua que se me envíe, devolveré un borrego». Como buenos hermanos, los de Maroto dividieron la poca de la que disponían y se la hicieron llegar, aunque no sin dificultad.

Por descontado, las enfermedades se multiplicaron entre los defensores. Entre otras cosas, por culpa de la descomposición de los cadáveres que se amontonaban en la azotea hasta que eran enterrados. «Los heridos se quejaban sin que pudiesen ser atendidos, con heridas comenzando a infectarse y demacrados por la fatiga». El paludismo y una inmensa plaga de mosquitos terminó de redondear aquel infierno. Casi se podría decir que padecieron las doce plagas de Zeluán.

Origen: El infierno de los héroes españoles que defendieron Melilla: «Guisamos caballo y perro»

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