28 marzo, 2024

El largo viaje de la Sábana Santa, la historia de la Síndone

El Museo de la Síndone de Turín expone más de 160 objetos, además de filmaciones e imágenes (como esta reproducción) relacionadas con el sudario. El original, conservado en la catedral, solo se expone al público durante las ostensiones. Así, el museo es el único lugar donde el creyente puede «acercarse a la Síndone».

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¿Cómo llegó de Jerusalén a Turín? Repasamos su controvertida historia

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La Síndone, la Sábana Santa con la imagen de un hombre con los ojos cerrados, rubio y de bellas facciones, nos lleva, por obra de una larga y consolidada tradición, hasta Jesús. Solo Dios sabe si es de factura divina, si esa sangre de color óxido es la que derramó Cristo en el Gólgota y si ese ca­­bello y esa barba son del Nazareno. Solo Dios tiene la clave del misterio: así lo creen los fieles y peregrinos que acuden a Turín con motivo de la ostensión. Según Gian Maria Zaccone, director científico del Museo de la Síndone de Turín y autor de un erudito manual-síntesis de toda la literatura sindonológica, «la historia nos muestra que a los fieles no les interesan los debates científicos: lo que ellos ven y sienten frente a esa imagen es una evocación de la figura de Cristo, de cuya contemplación surge la devoción, que no ha faltado en ninguna época».

«Es un icono estampado sobre un lino de fa­­bricación medieval, comprado hace siglos por los Saboya por razones políticas y hoy propiedad del Vaticano», afirma el historiador florentino Franco Cardini. Y otro historiador, Andrea Nicolotti, de la Universidad de Turín y especialista en los primeros tiempos del cristianismo y en el análisis de las fuentes documentales relacionadas con la historia de la Síndone, añade: «Sabemos que fue confeccionada por un artesano, aunque descono­cemos su nombre. Ya en su momento el obispo de Troyes, localidad francesa en donde a mediados del siglo XIV apareció la Sábana Santa, denunció el fraude, y el papa Clemente VII de Aviñón advirtió a los creyentes: se trata de una representación. Ahí están los documentos, los testimonios, los procesos. Lo demás es un uso político».

No hay duda de que la Síndone –y su imagen– es un objeto que en sus múltiples metamorfosis a lo largo de la historia ha sido capaz de suscitar una emoción. Desde sus mismos orígenes, en tiempos del emperador Tiberio, hasta hoy. De tal modo que su autenticidad no constituye un problema esencial para la Iglesia. «Dejémoselo a la ciencia», declaró el papa Wojtyła en un célebre discurso de notable laicidad. No es una reliquia sino un icono, un símbolo si se quiere; especial, diferente, inexplicable. Y como todo símbolo, para pervivir necesita a quien lo vive y lo revive a través de la historia que relata.
Fue Juan, el cuarto evangelista, quien estableció esta relación. En su relato describe, una vez consumada la Resurrección, la carrera de Pedro y del «discípulo a quien Jesús amaba» (el mismo Juan, según la interpretación predominante) hasta el sepulcro vacío para comprender qué había sucedido. Pedro entra en la tumba y observa que el sudario no está junto con las demás telas, sino doblado y colocado aparte. Se queda callado, no reacciona. Pero Juan «vio y creyó».

En Antioquía hay una iglesia rupestre conocida como la gruta de San Pedro; fue él su primer obispo

Al evangelista le bastan dos verbos para abrir paso al misterio, para poner en marcha una historia muy humana con una prosa propia de las grandes ocasiones. No se trata de un milagro, sino de la reacción de quien encuentra lo divino gracias a un objeto de por sí banal. Y viceversa: establece el primer paso de un objeto-símbolo (la Síndone) no en los cielos de la teología, sino en las venas y las entrañas de los hombres. La Síndone, en todas sus versiones, incluida la de Turín, está ahí desde el origen, y es una historia humana. Una historia de fe, accidentada, pero sobre todo y como ninguna otra, humana.

Comienza en Antioquía (hoy Antakya), en el sur de la actual Turquía. En tiempos de Cristo era la tercera ciudad del Imperio romano, cosmopolita y tolerante. Allí es donde por primera vez los discípulos son llamados cristianos. Y dado el clima de persecución que existe en Jerusalén, es allí también donde se refugia Pedro con muchas reliquias de la Pasión. Él fue el primero en entrar en la tumba: es lógico pensar –o creer– que lleva consigo la Síndone. En Antioquía hay una iglesia rupestre conocida como la gruta de San Pedro; fue él su primer obispo.

Pero, según insinúa santa Cristiana de Georgia tres siglos más tarde, no sucedió así exactamente. La Sábana Santa pasó por las manos de la mujer de Poncio Pilato, quien también acudió a la tumba; esta se la entregó a san Lucas, quien la escondió hasta que la encontró Pedro.

¿La mujer de Pilatos? Sí, dice santa Cristiana. La gracia divina, por medio de la Síndone, la tocó y convirtió al cristianismo. En ningún sitio se menciona que haya una figura humana impresa en la sábana: de existir, Pedro habría hablado de ella, Juan la habría mencionado, sostiene Mauro Pesce, historiador del cristianismo primitivo. Falta documentación, y la poca que hay, ya sea en los Evangelios o en los usos funerarios de la época, no dice nada en absoluto acerca de historias de imágenes impresas. No hay ningún nexo entre la Síndone de Turín y el sudario que vio Pedro, concluye Pesce.
Sin embargo, el lienzo ya ha entrado en la devoción popular, que incluso le atribuye la conversión de Pilatos, deshecho en lágrimas ante la Sábana Santa.

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En el año 540, el rey persa Cosroes, en guerra con el Imperio romano de Oriente, conquista Antioquía y la incendia. Los cristianos huyen a Edesa (la actual Şanlıurfa), en donde se tiene noticia de ellos cuatro años después. Es un lugar que une el Mediterráneo con Mesopotamia, una ciudad culta, rebosante de orientalismos religiosos. Allí se rinde culto a los dioses Nabu (babilonio), Baal (fenicio) y tam­­­bién todos los del Olimpo. A pocos kilómetros de Edesa está Harrán, un viejo cruce de ca­­minos que hoy alberga poco más que un puñado de casas con forma de colmena. Es allí donde Yahvé habló por primera vez a Abraham 2.000 años antes: «Vete a la tierra que yo te mostraré», la tierra de Canaán.

Harrán cierra en cierto modo un círculo, es un regreso a los orígenes y unifica un credo, si es que hacía falta. En Şanlıurfa todavía está el estanque de Abraham, un enorme lago junto a la mezquita Halil Camii donde nadan grandes carpas. Abraham hizo un milagro: convirtió en agua un fuego que debía quemarlo y en peces los cepos que lo apresaban. Quien comiera uno de esos peces quedaría ciego.
En Edesa aparece una tela con la cara de Jesús, el célebre Mandilión («paño», en árabe). Es el rostro de Cristo reproducido sobre un paño sostenido por ángeles. El autor es el propio Cristo. Se lo envió a Abgar V, rey de Edesa. Este, «consumido por un mal incurable», había escrito al Nazareno. Jesús lo «honra con una carta personal» (así lo cuenta Eusebio de Cesarea, Padre de la Iglesia y autor de la Historia eclesiástica).

Por su parte, Abgar envía también un pintor, desea una imagen, pero ante la «gloria inefable de Su rostro», el pintor se rinde. Cristo se da cuenta, pide agua, se lava y se seca la cara con un paño (el Mandilión) en el que quedan impresas sus facciones, las que todos conocemos: pelo largo y dulce mirada, tal como se representa en un icono del siglo X del monasterio de Santa Catalina del Monte Sinaí.

El hombre de la Síndone expuesta en Turín se le parece, pero los ojos son los de un muerto, están cerrados. «No me parece un detalle menor», dice el profesor Cardini. Recibido el Mandilión, Abgar se cura. Y Egeria, escritora y peregrina de origen hispanorromano del siglo IV que viajó por tierras sagradas, añade, después de haber leído una copia de la carta enviada por Jesús, que en aquellas líneas estaba la promesa de la inexpugnabilidad de la ciudad gracias a la presencia de la Santa Faz. Todavía hoy Edesa, ciudad íntegramente musulmana, cree en aquella promesa. En el bazar se cuenta que la sagrada imagen participó en una batalla contra los persas. Soportó el agua y el fuego, pero los persas se retiraron. Un equipo de arqueólogos estadounidenses dirigido por Ian Wilson afirma haber hallado el lugar donde se custodió.

Y fue ese poder de alejar influencias malignas y enemigos lo que probablemente movió al duque Luis II de Saboya a comprar la Síndone el 22 de marzo de 1453 a la descendiente de un cruzado y convertir el sudario en el paladión de la familia, el protector divino. También Hitler acarició la idea de apoderarse de la Sábana Santa. Pío XII, con el pretexto de salvarla de los bombardeos durante la Segunda Guerra Mundial, la envió al santuario de Montevergine, en la Campania, protegiéndola con el anonimato del lugar.

Retrocedamos al año 944, cuando el general Juan Curcuas, al mando del ejército bizantino, asalta Edesa y se lleva a Constantinopla una imagen «no hecha por la mano del hombre» del rostro de Jesús para garantizar a la capital una «nueva y poderosa fuerza de protección divina». El recibimiento es triunfal. La imagen va acompañada por una procesión infinita, y el arcediano de Santa Sofía le dedica un día en el calendario: el 16 de agosto.

Posteriormente, en 1204, la ve Roberto de Clari, un caballero y literato francés llegado de Picardía con la Cuarta Cruzada. La opulenta y culta Constantinopla sufre un saqueo de tres días a manos de los cruzados, quienes se lanzan sobre las reliquias. De Clari escribe que ha po­­dido «contemplar la Síndone con la que fue envuelto Nuestro Señor», y concluye: «Ningún griego ni latino sabe qué le sucedió a la Síndone tras el saqueo de la ciudad el 12 de abril de 1204».A partir de este momento la historia de la Síndone deviene un relato de Borges: un jardín de senderos que se bifurcan en un espacio infinito donde ninguna alternativa elimina a las demás. Empezando por el momento en que la Sábana Santa, la que se expone en Turín, aparece de repente en 1353 en Lirey, un pueblo perdido de la Champaña francesa.

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¿De dónde viene? ¿Cómo ha llegado hasta allí? El Mandilión tomado como botín de guerra –el paño guardado en un relicario que De Clari vio en Constantinopla– se vendió en 1247 al rey de Francia Luis IX. Así lo afirma, con documentos en la mano, Andrea Nicolotti. No tiene nada que ver con la Sábana Santa de Turín. Las medidas no concuerdan: esta mide más de cuatro metros de largo, mientras que el Mandilión era poco más que una toalla. Y ahí se acaba el sendero.

Pero con el saqueo de Constantinopla la na­­rración enfila otros rumbos con otras pruebas. De Clari la vio, es una reliquia, lo dice él, uno de los padres de la lengua de oíl (a partir de la cual se desarrolló la lengua francesa), y por lo tanto es creíble, y por lo tanto existe. Y este es el punto de partida de muchas otras alternativas, una de las cuales llegará hasta nosotros.

Un cruzado, Otón de la Roche, se apropia de la Síndone y se la entrega a los caballeros templarios, o bien a un agente del emperador bizantino, para que se la lleven a su padre, Pons, que vive en el castillo de Ray-sur-Saône. Este se la confía al arzobispo de Besançon, en donde se expone cada primavera por Pascua, hasta 1349. Sobrevive a un incendio. Se hace una copia que a partir de entonces se exhibirá en la catedral de Saint-Étienne con una escenografía deslumbrante. La ciudad de Besançon obtiene así fama y riqueza: hasta 30.000 visitantes en un día. Esta copia acabará ardiendo durante la Revolución Francesa. Pero de nuevo prevalece la devoción, que se convierte en tradición: hasta el siglo XIX, la dote de toda muchacha de Besançon incluirá un bordado con la imagen de la Síndone.

En 1353 la Síndone de Turín está en manos de Juana de Vergy. Esta dama descendien­te de Otón la incluye en su dote (se dice, se deduce, lo dirá una descendiente suya) cuando se desposa con Godofredo de Charny. En París, durante un drenaje del Sena a fines del siglo XIX, bajo el Pont au Change se halló un ba­­jorrelieve medieval repujado en plomo: reproduce aquella boda, la Síndone, los escudos nobiliarios de Juana y de Godofredo y, entre ellos, el Sepulcro vacío. Para algunos, la prueba de las pruebas.

Godofredo de Charny es el prototipo del caballero medieval. Hombre de letras, autor de un tratado sobre caballería y valeroso en la ba­­talla. Durante la guerra de los Cien Años es capturado por los ingleses y hace voto de construir una iglesia en Lirey en cuanto sea libre. Accede a la dignidad de portaoriflama y cabalga a la cabeza del ejército real enarbolando el estandarte de los monarcas de Francia. Muere en la batalla de Poitiers en 1356 escudando al rey con su cuerpo. Siempre ha hablado muy poco de la Síndone, pero le asigna una casa y unos canónigos para su custodia.

De este modo la rescata de la oscuridad, recupera el mito y lo introduce en la historia actual. Lirey se convierte en destino de peregrinación; los hombres deben presentarse con una túnica hasta las rodillas y las mujeres, cubiertas hasta los tobillos. Surgen puestos artesanales de re­­cuerdos, imágenes y medallones de la suerte, tal como cuenta Alain Hourseau, biógrafo de Godofredo. El noble caballero jamás desveló cómo se había hecho con la Sábana Santa, añadiendo más leyenda a lo que siempre se había percibido como un secreto. Otro toque de modernidad.
Tras la muerte de Godofredo la Síndone se transmite de mano en mano entre sus herederos varones y mujeres, pasando por indultos, procesamientos, excomuniones, fugas e intervenciones de papas, antipapas y cardenales. En 1418, ante los indicios de una guerra entre Borgoña y Francia, los canónigos de Lirey se la confían a Margarita de Charny, la última de la familia de Godofredo. Cuando se queda viuda, sin recursos económicos ni protección, Margarita la cede a cambio de dinero a Luis II de Saboya; acabará excomulgada.

Año 1453. Para los Saboya la Síndone es el paladión de la Casa y la prueba tan­gible del favor del Cielo. En el pendón de la Capitana, la nave con la que participan en la batalla de Lepanto, va una reproducción. La Sábana Santa es trasladada a Chambéry, la capital del ducado. Mientras tanto, el papado ha permitido su culto siempre y cuando se reconoz­ca inequívocamente que no se trata de una reliquia auténtica. En 1532 se desata un incendio y sufre daños. La repararán las monjas clarisas de Sainte-Claire-en-Ville ante la presencia de decenas de peregrinos venidos incluso desde Roma.

Por la reacción de las monjas podemos comprender en qué se había convertido la experiencia de la Sábana Santa. Las hermanas, «vivieron los días pasados con la Síndone como una profunda experiencia espiritual» y, una vez terminada la labor, «nos quedamos huérfanas de Aquel que con tanta bondad nos había visitado a través de su imagen». En resumen, aquel evento, un intrascendente remiendo en el que se empleó tela de Holanda, acabó transformándose en una emoción mística. Es posible incluso que la experiencia de los actuales creyentes no sea muy diferente: un work in progress en el que cada persona halla solamente dentro de sí misma la respuesta a una pregunta que todavía no ha formulado.

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Tampoco fue muy distinta la reacción de las gentes que vivían entre Saboya y el Piamonte cuando en 1578 Manuel Filiberto trasladó la Síndone a Turín, convertida en la nueva capital del ducado. Fue un recorrido accidentado, peligroso por la presencia de protestantes levantados en armas y documentado por la devoción popular, nunca antes tan sentida. Todavía son visibles los frescos que recogen su presencia embelleciendo iglesias, casas o esquinas de calles por donde pasó o se detuvo.

En el año 1898 la Síndone fue fotografiada por Secondo Pia, abogado de Asti y fotógrafo aficionado. La imagen sobre el negativo de la placa hizo que saliese a la luz la cara de un hombre con los rasgos solemnemente trazados por la muerte.

Estalló una polémica tremenda. «Durante los más de cien años que nos separan de la primera fotografía de la Síndone han corrido ríos de tinta sobre las investigaciones y sobre los estudios realizados con el sudario, y la bibliografía sindonológica cuenta con miles de obras escritas y publicadas en todos los continentes», dice Bruno Barberis, profesor asociado de Física Matemática en la Universidad de Turín y director del Centro Internacional de Sindonología.

Noventa años después, en 1988, el cardenal Ballestrero de Turín autorizó el análisis del lienzo con el método de datación radiométrica por carbono 14. El resultado, publicado en la revista Nature, lo dató entre los años 1260 y 1390, un período compatible con los primeros testimonios documentados de su existencia. Y su sacralidad como santa reliquia se dio por muerta y enterrada.

Sin embargo, un equipo de investigadores de la Universidad de Padua trató de justificar 2.000 años de devoción llegando a conclusiones opuestas: según su estudio, la datación por radiocarbono estaría alterada por las contaminaciones ambientales y el sudario podría remontarse a la época de Jesucristo. Los restos de polvo, polen y esporas presentes en la tela señalarían una procedencia localizada en Oriente Medio; el cuerpo representado en la Sábana Santa habría sufrido los actos violentos de la Pasión relatados en los Evangelios (flagelación, clavos, etcétera).

¿Y la imagen? Sobre este punto, algunos se encomiendan a lo paranormal: se habría producido a causa de una excepcional radiación generada en el momento de la Resurrección. Una especie de explosión atómica en miniatura…

«Entre las muchas definiciones de la Síndone me gusta la que la describe como una imagen inexplicable por lo menos hasta ahora –sostiene Barberis–, porque subraya un hecho realmente sorprendente: todas las teorías propuestas hasta hoy para explicar el origen de la imagen sindónica han sido insatisfactorias. Todo experimento que ha intentado reproducirla ha dado como resultado copias de características fisicoquímicas muy distintas de las del original. En definitiva, el proceso que causó la formación de la imagen continúa siendo desconocido», concluye.

Este año, durante la Pascua, la Síndone se ha expuesto de nuevo en Turín. Una ocasión solemne. No obstante, conviene recordar que en su célebre homilía del 24 de mayo de 1998, Juan Pablo II invitó a los creyentes a profesar una fe prudente, una devoción profunda pero consciente. El papa Wojtyła se expresó de manera muy laica: «La Sábana Santa es un reto a la inteligencia. Ante todo exige de cada individuo, en particular del investigador, un esfuerzo por captar con humildad el mensaje profundo que transmite a su razón y a su vida. La misteriosa fascinación que ejerce la Sábana Santa impulsa a formular preguntas sobre la relación entre ese lienzo sagrado y los hechos de la vida de Jesús. Dado que no se trata de una materia de fe, la Iglesia no tiene competencia para pronunciarse sobre tales cuestiones. Encomienda a los científicos la tarea de continuar investigando para encontrar respuestas adecuadas a los interrogantes relacionados con este lienzo que, según la tradición, envolvió el cuerpo de nuestro Redentor cuando fue depuesto de la cruz. La Iglesia los exhorta a afrontar el estudio de la Sábana Santa sin actitudes preconcebidas, que den por descontado resultados que no son tales; los invita a actuar con libertad interior y respeto solícito tanto en lo que respecta a la metodología científica como a la sensibilidad de los creyentes».

Pero por otra parte, como prosiguió el propio Juan Pablo II en aquella extensa homilía, «es justo alimentar la conciencia del precioso valor de esta imagen, que todos ven y que nadie, por ahora, puede explicar».

Origen: El largo viaje de la Sábana Santa, la historia de la Síndone

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