El mito de que Isabel La Católica era sucia y maloliente: así era la higiene de los reyes
Doña Isabel la Católica dictando su testamento, por Eduardo Rosales, 1864, Museo del Prado
De la biografía de Isabel «La Católica» billan en el imaginario popular dos tópicos por encima del resto. Por un lado, se asegura que la reina castellana tuvo que vender hasta sus joyas para financiar la aventura de Colón, lo cual es falso e insinúa que el imperio atlántico cayó en manos de un reino empobrecido por casualidad. Como a quien le toca la lotería tras años de holgazanear… Aunque sí es cierto que los Reyes Católicos tenían su economía volcada en ese momento sobre la guerra de Granada, tres carabelas no era un esfuerzo hercúleo para la Corona más pujante de la península.
Solo seis meses después del primer viaje del descubridor, la Corona autorizó otra expedición de 17 barcos y 1.500 personas embarcadas. Siguiendo la anécdota falsa: ¿cuántas veces tendría que vender sus joyas para pagar aquella otra flota levantada en cuestión de meses?
La otra anécdota archiconocida de Isabel también tiene mala leche. Se ha dicho de forma reiterada que la reina castellana era poco aseada y no se cambió nunca de ropa. Una leyenda que deriva de un juramento que nunca realizó: no se lavaría ni cambiaría de camisa hasta que Granada fuese conquistada por los cristianos. En verdad quien aseguró –aunque de forma simbólica– que no se cambiaría de camisa hasta pacificar Flandes fue su tataranieta Isabel Clara Eugenia, hija de Felipe II y gobernadora de los Países Bajos. Esta afirmación fue realizada en el contexto de la Guerra de Flandes, durante el sitio de Ostende (Bélgica) que duró más de tres años, de 1601 a 1604. No consta, sin embargo, que la hija del Rey Prudente llevara a efecto aquel juramento más allá del plano alegórico.
Los sucios cristianos frente a los musulmanes
El mito de la escasa limpieza de cristianos tiene su origen en el contexto de intercambio propagandístico entre musulmanes y cristianos en la Edad Media, donde el abismo cultural entre estas dos religiones agrandó los prejuicios y los recelos de ambos pueblos. Entre muchos ejemplos de textos musulmanes criticando los hábitos del otro bando, un cronista árabe escribió en la Baja Edad Media que los cristianos de la Península «son criaturas traidores y de condición vil. No se limpian ni se lavan al año más que una o dos veces, con agua fría. No lavan sus vestidos desde que se los ponen hasta que, puestos, se hacen tiras; creen que la suciedad que llevan de su sudor proporciona bienestar y salud a sus cuerpos».
Nada más lejos que un tópico asumido luego por la Ilustración y el Romanticismo en su afán de oscurecer toda la Edad Media cristiana. En su blog Historias para mentes curiosas y en su cuenta de Twitter, la investigadora Consuelo Sanz de Bremond Lloret explica que, más allá de las limitaciones de la época y de creencias erróneas, «es ridículo pensar que nuestros antepasados medievales no conservaran los antiguos saberes botánicos y de limpieza personal». «Sabemos de la existencia de baños públicos en las urbes cristianas. Existen recetarios medievales para la limpieza del cuerpo, para mantener la piel sana, para quitar manchas de la ropa, para la elaboración de cosméticos, para la fabricación de perfumes. Había normas en hospitales para asear a los enfermos y mantener limpia la ropa de la cama. Cualquier tipo de prenda se consideraba un bien muy valioso, se heredaban incluso las apolilladas», asegura en una entrevista con ABC.
Lo único cierto en esta imagen de una sociedad que, a ojos actuales, podría parecernos descuidada, es que a principios del siglo XVI aparecieron nuevas normas de higiene en la Europa cristiana ante la creencia de a través de los poros de la piel entraban las infecciones. De ahí que se desaconsejaran los baños calientes o de vapor, sin que ello fuera obstáculo para que hasta gente corriente, por descontado los reyes y los nobles, realizaran una limpieza exhaustiva y diaria de las distintas partes de su cuerpo a través de método en seco como era la frotación de las prendas.
Isabel «La Católica» murió antes de este cambio en las normas de higiene. Pero incluso aceptando que los hábitos higiénicos entre los cristianos eran poco esforzados en este periodo, la reina destacó en lo meticuloso de su cuidado por encima de los estándares de la época. Su confesor, fray Hernando de Talavera, le reprochaba a a menudo el excesivo cuidado que, según él, prestaba a su cuerpo y a su alimentación. El cronista Hernando del Pulgar afirma literalmente que «era mujer muy ceremoniosa en los vestidos y arreglos, y en sus estrados e asientos, e en el servicio de su persona». También se sabe que se sintió muy afectada cuando se enteró de que su hija Juana se negaba a cambiarse de ropa interior, entre sus muchas locuras.
Solo en sus últimos meses de vida, con el cuerpo ulcerado y víctima de una grave enfermedad, pudo ser posible que la reina desprendiera mal olor. En este sentido, todavía en la actualidad existen dudas sobre la dolencia que consumió a la Reina en un plazo de tres años, desde que se mostraron los primeros síntomas. Una enfermedad que pudo estar motivada por un tumor «en las partes vergonzosas». Un contemporáneo, el doctor Álvaro de Castro, que no llegó a tratar a la monarca directamente, fue más allá en sus estudios y afirmó que «la fístula en las partes vergonzosas y cáncer que se le engendró en su natura» estaba provocado por cabalgar en exceso durante las campañas militares en Granada. Un ejercicio de especulación médica que va más allá de las pruebas disponibles.
Los piojos de Felipe II
Entre el mito y la realidad, el anecdotario también atribuye de forma poco precisa a la falta de higiene y a una presencia excesiva de piojos como la causa final de la muerte del Rey el 13 de septiembre de 1598. Lo cual sería cruelmente irónico si fuera cierto, pues uno de los rasgos principales de su personalidad obsesivo compulsiva era su celo excesivo por la higiene personal. Jehan Lhermite, gentilhombre de la Corte, observó que Felipe II «era por naturaleza el hombre más limpio, aseado, cuidadoso para con su persona que jamás ha habido en la tierra, y lo era en tal extremo que no podía tolerar una sola pequeña mancha en la pared o en el techo de sus habitaciones». Por cierto que para esos años ya se había vuelto a recuperar el baño caliente por razones de salud para algunos casos y sujetos.
La higiene fue un asunto obsesivo para el Rey hasta los últimos días de su vida. Advirtiendo su final, el Rey decidió trasladarse en el verano de 1598 a su construcción más querida, el Monasterio de El Escorial, para poder morir allí. Su salud fue de mal en peor en el austero monasterio-palacio. Fray José de Sigüenza afirma en su crónica que el Monarca padeció el 22 de julio de 1598 calenturas, a las que se unió un principio de hidropesía y la incapacidad para ingerir alimentos sólidos. Llegó a perder la movilidad de la mano derecha sin poder firmar los documentos. Se le hincharon el vientre, las piernas y los muslos al tiempo que una sed feroz lo consumía.
Y, lo que es peor, la meticulosidad en su higiene se fue al traste. «Sufría de incontinencia, lo cual, sin ninguna duda, constituía para él uno de los peores tormentos imaginables, teniendo en cuenta que era uno de los hombres más limpios, más ordenados y más pulcros que vio jamás el mundo… El mal olor que emanaba de estas llagas era otra fuente de tormento, y ciertamente no la menor, dada su gran pulcritud y aseo», narró Jehan Lhermite sin escatimar en detalles.
El nauseabundo estado que azotó a una persona tan obsesivamente limpia como era Felipe II hizo surgir con los años el escabroso mito de que la causa final de su muerte fue por pediculosis, la infestación de la piel por piojos que causa una irritación cutánea. Pero, si bien no es extraño que el Rey pudiera ser víctima de los piojos, sobre todo en ese estado de falta de aseo, la teoría de la invasión de estos parásitos como causa de la muerte suena, más bien, a broma cruel. La interminable lista de afecciones registradas por el Monarca justifica de sobra su ocaso físico sin necesidad de recurrir a los piojos.
En la madrugada del 12 al 13 de septiembre, Felipe entró en mortal paroxismo después de más de 50 días de agonía como describe Geoffrey Parker en el mencionado libro. Antes del amanecer volvió en sí y exclamó: «¡Ya es hora!». Le dieron entonces la cruz y los cirios con los que habían muerto Isabel de Portugal y el Rey Carlos I. Tras la muerte del Monarca más poderoso de su tiempo a los 71 años, el cronista Sepúlveda cuenta que Felipe II dejó escrito que se fabricara un ataúd con los restos de la quilla de un barco desguazado, cuya madera era incorrupta, y pidió que le enterrasen en una caja de cinc que «se construyera bien apretada para evitar todo mal olor».
Origen: El mito de que Isabel La Católica era sucia y maloliente: así era la higiene de los reyes