El rayo de la muerte y otras armas locas que inventó Arquímedes contra las legiones romanas
Narran algunas fuentes clásicas que el matemático ideó un ingenio que, a base de espejos, lanzaba un haz de luz sobre los buques enemigos durante el asedio de Siracusa
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Los primeros compases del siglo III a.C. fueron amargos para la Roma republicana. En el 216 a.C. Aníbal, que poca presentación necesita, dobló la rodilla de las legiones en la batalla de Cannas. Para colmo, tan solo un año después, la leal Siracusa puso Sicilia en armas tras alzarse contra el Senado. La respuesta fue instantánea: la Ciudad Eterna reunió a tres legiones y las envió, en sesenta buques y al mando de Claudio Marcelo, para acabar con los revoltosos. Sus portavoces, según escribió el cronista Tito Livo en ‘Ab urbe condita’, fueron claros: «Visitaremos con todos los horrores de la guerra a quiénes, sean quiénes sean, se interpongan en el camino de satisfacción de nuestras demandas».
El asedio a Siracusa comenzó en el 214 a.C., y lo cierto es que parecía imposible que la urbe resistiera más de una semana. «El ataque terrestre se dirigió contra el Hexápilo; el marítimo lo fue contra la Acradina, cuyas murallas estaban bañadas por las olas. Como habían tomado Lentini al primer asalto a causa del terror que habían provocado, los romanos estaban confiados en que hallarían algún punto donde pudieran penetrar», escribió en su obra Tito Livio. Con lo que no contaban las legiones romanas era con que en la urbe residía un genio con mayúsculas, el matemático Arquímedes, y que iba a colaborar en la defensa con sus inventos.
Armas locas
Tito Livio fue uno de los autores que más espacio dedicó a los inventos de nuestro protagonista. Aunque primero se deshizo en elogios hacia él: «El asalto comenzó con tanta fuerza que sin duda habría tenido éxito de no haber vivido por entonces en Siracusa cierto hombre». Aquel héroe era Arquímedes. «Era observador sin igual del cielo y las estrellas, pero aún más asombroso como inventor y creador de máquinas militares e ingenios mediante los cuales, con muy poco trabajo, era capaz de confundir los más laboriosos esfuerzos del enemigo», explicaba el autor clásico. Durante el ataque, sus ingenios fueron ubicados en las murallas más bajas, aquellas más fáciles de asaltar desde las aguas.
Arquímedes montó una defensa numantina entorno la urbe. La máxima era acabar con los navíos romanos antes de que tuvieran posibilidad de desembarcar. «Bombardeaba los barcos más distantes con piedras enormes y los más cercanos con otras más ligeras, y, por tanto, más numerosas. Al final, atravesó toda la altura de las murallas con aspilleras de un codo de ancho por las que sus hombres podían descargar sus proyectiles sin exponerse ellos mismos», añade Tito Livio. Desde aquellas aberturas salían «pequeños escorpiones: ballestas de un tamaño considerable que, apoyadas en tierra, permitían a los defensores hacer fuego «a una gran distancia».
El anciano, más que versado en el arte de la guerra, ideó también catapultas capaces de disparar enormes rocas con las que atacar a los bajeles más lejanos. En la práctica, los historiadores modernos coinciden en que aquellos ingenios podían lanzar piedras de hasta 227 kilogramos, una auténtica proeza para la época. En palabras del medievalista Michael Rank, fueron muy eficientes y causaron grandes estragos en la flota romana. Hasta tal punto, que extendieron el terror entre los legionarios y obligaron a los capitanes a avanzar «a paso de tortuga». Los textos del cronista Polibio corroboran esta máxima.
Para enfrentarse a los navíos más cercanos, y siempre según Tito Livio, ideó la llamada Garra de Arquímedes: «Colgó una gran viga oscilando sobre un pivote proyectado fuera de la muralla, con una fuerte cadena que, colgando del extremo, tenía sujeto un gancho de hierro». El sistema era simple, pero eficiente: los defensores dejaban caer el gancho sobre el buque y, después, «ponían un gran plomo sobre el otro extremo de la viga» hasta que «se levantaba la proa al aire y hacía que el bajel descansara sobre la popa». A continuación, quitaban el contrapeso: «La proa caía repentinamente al agua; el choque era tan grande que, aunque cayera nivelada, embarcaba gran cantidad de agua».
Arquímedes no dejó a un lado la defensa de la muralla terrestre. Según Tito Livio, «la naturaleza del terreno ayudaba a la defensa». Y es que, al estar la urbe construida sobre «una zona empinada», las piedras «lanzadas por máquinas» y «arrojadas a mano» caían por su propio peso «con terribles efectos sobre el enemigo». Algo idóneo para evitar «toda aproximación a pie» del enemigo. Las palabras de Marcelo dicen mucho de lo desesperados que estaban los romanos: «No cesaremos de guerrear contra ese geómetra Briareo». Plutarco, por su parte, afirma que él solo hizo que resistiera la urbe y que estaba en todos lados poniendo siempre a punto las máquinas de guerra.
Rayo de calor
Pero si hubo un arma que estremeció a los romanos y se ganó un hueco en los libros de historia, esa fue una suerte de rayo de calor ideado para prender fuego a los barcos enemigos. La historiadora especializada en ciencia antigua Adrienne Mayor explica en ‘Fuego griego, flechas envenenadas y escorpiones’ (Desperta Ferro) que el arma generaba a través de «hileras de escudos de bronce pulidos» un haz de luz que se podía dirigir contra los bajeles ubicados a una gran distancia. Rank, por su parte, sostiene que el cuerpo principal de esta genialidad era un gran «espejo hexagonal» seguido de «espejos más pequeños con cuatro cantos».
¿Cuándo nació esta leyenda? El debate sigue abierto desde entonces, y ha sido analizado por autores como David Carramolino, del Consejo Superior de Investigaciones Científicas. En su dossier ‘El espejo ustorio de Buffon’, el experto especifica que la primera fuente que hizo referencia a este rayo de la muerte fue Luciano de Samosata en su ‘Hippas’. Publicado en el siglo II, este ensayo afirma que Arquímedes había usado en Siracusa un ingenio óptico para retrasar el avance romano. Tiempo después, Galeno hizo lo propio en ‘De Temperamentis’, aunque señalando por primera vez que era un espejo de grandes dimensiones.
La conformación de la leyenda tal y como la conocemos hoy correspondió, según la mayoría de las fuentes, al escritor bizantino del siglo XII Juan Tzetzes. En las ‘Quiliadas’, basadas en una colección de cartas de la época, el también gramático escribe que Arquímedes construyó un espejo hexagonal alrededor del cual «montó otros más pequeños y cuadrados, móviles mediante bisagras». Carramolina, sin embargo, es partidario de que el verdadero artífice de la teoría fue el escritor árabe del siglo X Ibn Al-Haytam, más conocido por los cristianos como Alhacén. Así lo especifica el español en su dossier:
«Escribió el ‘Tratado sobre los espejos ustorios’, en el que la legendaria herramienta de Arquímedes está constituida por un gran número de espejos planos dispuestos de forma que el rayo luminoso es reflejado por cada uno de ellos hacia un lugar común. La alternativa a este dispositivo, que el propio Al-Haytam presenta, es disponer un gran número de espejos esféricos con el fin de que reflejen sus rayos hacia un punto único. El científico árabe atribuye a Arquímedes el conocimiento de la propiedad focal de la parábola, pero no su demostración formal de la que él mismo pretende ser el descubridor».
Lo que está claro es que autores clásicos de la talla de Plutarco, Polibio y Tito Livio no escribieron ni una línea sobre este curioso rayo de la muerte. Y eso, a pesar de que en sus respectivas crónicas dedicaron páginas y páginas a hablar sobre el asedio de Siracusa, los pormenores de las máquinas inventadas por Arquímedes para su defensa y, como no podía ser de otra forma, la muerte del sabio a manos de un legionario romano mientras intentaba resolver un problema matemático.
Más y más pruebas
Realidad, ficción o exageración. Los expertos modernos se han esforzado por resolver el misterio del rayo de la muerte de Arquímedes en las últimas décadas. Y el resultado es que no hay resultado. Pero vayamos por partes. En 1973, el científico griego Ioannis Sakkas utilizó 70 espejos revestidos de cobre para concentrar los rayos del sol y quemar un barco de contrachapado ubicado en un puerto cerca de Atenas. El objetivo, colocado a unos 60 metros de distancia, no tardó en arder, aunque la prueba no se considera hoy equiparable porque los buques de las legiones romanas estaban fabricados con madera de cedro duradera.
A partir de aquí los intentos se multiplicaron. En 2004, el popular programa ‘Cazadores de mitos’ quiso replicar el arma, aunque con pésimo resultado. Y, tan solo un año después, en 2005, un equipo del Instituto Tecnológico de Massachusetts aceptó el reto. Según recoge Mayor en el libro de ‘Desperta Ferro’, recrearon el espejo fabricado 2200 años atrás y consiguieron con él que un barco pesquero de madera fondeado en el puerto de San Francisco entrara en combustión. La posibilidad, por tanto, existe. Con todo, y en palabras de la autora, ellos lo hicieron sin las limitaciones tecnológicas de la época. Carramolina, por tanto, es partidario de que el misterio seguirá abierto durante algunas décadas más.
El fin de Siracusa
Las fuentes clásicas navegan entre la realidad palpable y la ficción más inverosímil, pero parece que fue una traición la que provocó la caída de Siracusa. Cuenta Polibio que uno de los defensores desertó con la llegada del otoño y desveló a las legiones que apenas había combatientes sanos en la ciudad. La celebración de un festival en honor de Artemisa había terminado con cientos de ellos borrachos y extenuados. Marco Claudio Marcelo seleccionó entonces a un grupo de soldados expertos para escalar los muros. El plan tuvo éxito: sin apenas resistencia «mataron a la mayoría sin ser descubiertos, abrieron la primera porterna construida en la muralla y dejaron entrar al general y al resto del ejército». Corría entonces el 212 a.C.
Fue entonces cuando se desató el caos. Los legionarios arrasaron, violaron y asesinaron sin distinción. Y una de sus víctimas fue el mismo matemático. A partir de aquí, existen varias versiones sobre la muerte de Arquímedes. Pero eso, como se suele decir, es otra historia.
Origen: El rayo de la muerte y otras armas locas que inventó Arquímedes contra las legiones romanas