El secreto de la gigantesca ciudad ambulante que Napoleón llevó a la conquista de Rusia
El Ejército napoleónico transportaba hospitales de sangre, albañiles, panaderos, 30.000 carruajes para transportar ropa de cama y libros, 150.000 caballos y 600.000 soldados de veinte nacionalidades que consimuan alimentos con una voracidad sin precedentes
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El 24 de junio de 1812, en Kovno, Napoleón presenció el cruce del río Niemen por los primeros regimientos de su Gran Ejército. Las dimensiones de este eran tan gigantescas que sus tropas tardaron ocho días en atravesarlo, a paso vivo, por tres puentes de pontones. Había italianos con los uniformes bordados con la leyenda «Los hombres libres son hermanos». Había igualmente muchos polacos y dos regimientos portugueses. Y había también bávaros, croatas, dálmatas, daneses, holandeses, napolitanos, alemanes del norte, sajones y suizos, cada uno de los contingentes con sus propios uniformes y sus canciones.
En la década anterior había protagonizado una serie de deslumbrantes hazañas militares en Italia, Francia y Egipto, había sido coronado en Notre Dame y continuado su asombrosa cadena de victorias en Austerlitz, Jena y Friedland. En el verano de 1812, dominaba todo el continente desde el Atlántico hasta el río Niemen, pero más allá, nada. Se le resistía la vasta región de Rusia, hasta que ahora se sintió preparado para conquistarla y extender su dominio a Asia, con una ‘Grande Armée’ formada por nada menos que veinte naciones con un total de 615.000 hombres.
Desde los tiempos en que Jerjes dirigió a las naciones de Asia a través del Helesponto no se había visto una fuerza tan considerable. Era una enorme ciudad ambulante que consumía alimentos con una voracidad sin precedentes y destrozaba todo lo que se encontraba a su paso, en la que los galos formaban solo una tercera parte del total. Desde su posición, Napoleón podía ver a cada regimiento precedido por el estandarte que él mismo le había dado, orgulloso de su obra.
El Ejército era tan grande que la Guardia Imperial del emperador estaba formada por una élite especial de 45.000 guerreros, dividida en la Vieja Guardia, constituida por veteranos, y la Joven Guardia, que agrupaba a los mejores reclutas. Dentro de estos había una pequeña agrupación de granaderos que tenían derecho de usar patillas y espesos bigotes y la paga y la jerarquía del sargento de las restantes unidades. De hecho, se les entregaba con la comida media botella de vino. Además, los 22 mejores granaderos de la caballería de dicha guardia tenían el privilegio de formar la guardia personal de Napoleón.
Ambulancias y brandy
Esto, sin embargo, era solo el principio. A cada división le seguía una columna de diez kilómetros de suministros formada por ganado, carretas cargadas de trigo, albañiles encargados de construir hornos, panaderos que debían convertir el trigo en pan, 28 millones de botellas de vino y dos millones de brandy; mil cañones y varias veces ese número de vagones con municiones. Había también ambulancias, camilleros y hospitales de sangre, así como equipos para construir puentes y forjas portátiles.
Como les contábamos hace un mes en el reportaje «La tragedia de Napoleón en Rusia, en las cartas íntimas de sus soldados: ‘Caminábamos sobre muertos congelados’», todo este despliegue era tan grande que subía la moral de los franceses. El 30 de mayo de 1812, un mes antes de cruzar el río Niemen, un soldado confiado y desconocido llamado Fauvel escribía a su padre: «Papá, dentro de poco te veré en el café, leyendo con avidez los boletines que contendrán las grandes hazañas de la ‘Grande Armée’. Te regocijarás en mis victorias y dirás: ‘Mi hijo estaba allí’. No te preocupes, la guerra no será larga. Piensa que en lugar de cuarenta mil polacos que el emperador creía que iba a conseguir en Polonia, son cien mil los que han dejado su hogar para servirle».
Por su parte, todos los jefes superiores tenían su propio carruaje e, incluso, un carro o dos para transportar la ropa de cama, los libros, los mapas y otros elementos. El total de carros y vehículos de la ‘Grande Armée’ se elevaba a treinta mil; los caballos a ciento cincuenta mil. La moral era tan alta que algunos oficiales suponían que la expedición llegaría a la India y que regresarían a casa con sedas y rubíes. También la de Napoleón, que viajaba en un lujoso carruaje verde de cuatro ruedas cubierto con un techo, que estaba tirado por seis caballos de Limousin. Allí se pasaba el emperador la mayor parte del día y de los kilómetros que hacían, organizando las operaciones y reuniéndose con sus principales generales.
«Despachos del emperador»
De los cajones empotrados extraía mapas e informes, los estudiaba durante el viaje y dictaba las respuestas al mariscal Louis Alexandre Berthier, que lo acompañaba en el carruaje. Todos los días recibía un maletín de cuero cerrado con llave, con una placa de bronce que ostentaba la inscripción «Despachos del emperador», acompañado de un librito donde, de acuerdo con un sistema ideado por Napoleón, cada postillón anotaba las horas exactas en que había recibido y entregado el maletín. El emperador tenía una llave y su ministro de Correos en París, otra.
Con la llave de Napoleón, el general Armand de Caulaincourt abría el maletín y por la ventanilla del carruaje le entregaba el contenido a este. Poco después, el general corso arrojaba por la ventana al exterior los papeles que no deseaba conservar, como un extraño ritual para dar muestras de su posición. Contaba, además, con una linterna que le permitía trabajar hasta bien entrada la noche e, incluso, podía dormir en un camastro improvisado mientras este se balanceaba a una velocidad vertiginosa por el galope de los caballos, en una carrera tan rápida que en las postas, mientras se cambiaban los caballos, otro equipo de soldados arrojaba cubos de agua sobre las ruedas humeantes a causa de la fricción.
Napoleón viajaba con toda esta ciudad a cuestas, mientras iba en búsqueda de los rusos por todo aquel vasto territorio, cuyas temperaturas se iban desplomando a medida que entraba el invierno. La genial estrategia del zar Alejandro I de retirada y tierra quemada hizo que el corso se viera obligado a perseguirlo durante miles de kilómetros, desesperado, en busca de una batalla decisiva, pero no se produjo hasta que la ‘Grande Armée’ llegó a Borodino el 7 de septiembre de 1812 y en la que el cirujano del emperador tuvo que amputar doscientos miembros con la única ayuda de una servilleta y un trago rápido de brandy.
El lujo
Los rusos tuvieron 44.000 bajas y los franceses, 33.000. Desde un punto de vista aritmético, Francia venció en este enfrentamiento, pero Napoleón lo consideró un fracaso al perder a muchos de sus generales. Fue el primer aviso de la gran tragedia que se produciría después, cuando el Ejército inició el viaje de regreso a casa, tras permanecer varias semanas en Moscú, y murieron de frío y hambre el 80 por ciento de sus hombres durante el camino. La escena era casi siempre la misma: Francia arrastraba aquella mastodóntica organización y, cuando llegaban a una aldea, se la encontraban incendiada, sin habitantes y con el alimento enterrado.
Aún así, el emperador no renunció al lujo hasta casi el final del viaje, cuando se encontraba de nuevo cerca de la frontera del río Niemen. No solo se alojó en el Kremlin, alejado de sus soldados, sino que, cada vez que tenía que desmontar de su caballo negro Marengo para satisfacer una necesidad física, cuatro jinetes desmontaban también y formaban un cuadro alrededor de Napoleón, mirando hacia afuera y presentando armas con sus bayonetas caladas. Al anochecer, se dirigía a un alojamiento privado y noble de la ciudad a la que hubieran llegado o acampaba bajo una tienda de rayas blancas y azules.
Tal y como contaba Vicent Cronin en ‘Napoleón Bonaparte: una biografia íntima’ (Ediciones B, 2003): «Los ordenanzas retiraban de su caja de cuero negro una cama de hierro con bisagras sobre ruedecillas, un artefacto que pesaba menos de veinte kilogramos. Preparaban la cama, desplegaban el gran dosel verde y depositaban al lado la alfombra del carruaje. En la otra mitad de la tienda ponían una mesa y una silla de madera. Sobre la mesa se extendía siempre el mapa de Rusia preparado especialmente. Era tan grande que, para forrar su copia, el general Delaborde, de la Guardia, tuvo que usar veinticuatro pañuelos de hilo».
Un Ejército que agonizaba
En esta especie de lujoso hotel ambulante, en el que Napoleón se levantaba cada día a las seis de la mañana y se bebía una taza de té o una infusión de agua de azahar, vio el emperador cómo desaparecía su Ejército sin poder hacer nada para impedirlo. Toda la ‘ciudad’ caminaba agónica durante su regreso a París. El general británico Robert Wilson habló de «miles de fallecidos, moribundos desnudos, caníbales y esqueletos de diez mil caballos cortados en pedazos antes de morir». «Al salir de esta ciudad de Maloyaroslavets –añadió en otra misiva un tal capitán Roedor–, una gran multitud de congelados se ha quedado en las calles. Muchos se han acostado para poder congelarse. Uno camina sobre ellos con los sentimientos aletargados».
Cuando esta gigantesca urbe móvil se derrumbó por completo, la disciplina de los soldados desapareció. De hecho, Napoleón abandonó a sus soldados en Smorgon para regresar lo antes posible a la capital francesa y formar un nuevo Gobierno que frenase el golpe de Estado que se tejía a sus espaldas. Su trineo partió a toda velocidad el 5 de diciembre y, mientras tiritaba de frío en el trayecto, confesó al general Caulaincourt: «Me equivoqué al no dejar Moscú una semana después de haber entrado. Pensaba que sería capaz de hacer la paz y que los rusos la esperaban ansiosos. Me engañaron y me engañé a mí mismo».
Origen: El secreto de la gigantesca ciudad ambulante que Napoleón llevó a la conquista de Rusia