El testamento secreto de Hitler: la prueba de que murió en el búnker se encontró en 1945
Thank you for reading this post, don't forget to subscribe!El 30 de diciembre de 1945, ABC desvelaba el hallazgo de la última voluntad política del Führer. «Constituye una prueba decisiva de su muerte», informaba el diario
La imagen que ha perdurado de los últimos días de Adolf Hitler es la que ofreció el periodista e historiador Joachim Fest (reputado experto donde los haya) en su obra magna «El hundimiento: Hitler y el final del Tercer Reich». La misma, por cierto, que fue llevada a la postre hasta la gran pantalla con suculentas retribuciones. De él, así como de su colega Hugh Trevor-Roper, bebe la mayor parte de la historiografía actual sobre el paso del Führer por el búnker. Uno y otro muestran al líder nazi como un gigante empequeñicido lo suficiente como para esconderse en un hediondo agujero rodeado de hormigón; un tipejo que solo atendía a razones en los minúsculos intervalos de lucidez que le dejaba su locura particular. Así, podía hacer referencia una mañana a las gigantescas (e imaginarias) divisiones germanas capaces de liberar Berlín y, esa misma tarde, exclamar a voz en grito que ya no quedaba nada por lo que combatir.
En ese ambiente de crispación, y a la espera de que los soviéticos llamaran a las puertas del Führerbunker para terminar de una vez con el Tercer Reich, el mayor acto de raciocinio que pudo llevar a cabo el líder nazi fue dictar su última voluntad. Y no es poco, pues implicaba que el mismo hombre que había llegado hasta las puertas de Stalingrado y había conquistado a la orgullosa Francia en apenas un mes asumía que su fin estaba cerca. Para la altiva águila nazi aquello implicaba darse de bruces contra la realidad. Quizá por ello, el diario ABC informó con júbilo del hallazgo de su testamento el 30 de diciembre de 1945. Aunque encontrar aquel informe implicaba también que se empezaba a poner fin a un misterio que encogía los corazones de los soldados aliados, la posible huida del germano de Berlín. «Constituye una prueba decisiva de su muerte», explicaba el periódico.
Enigmas en Berlín
Como suele pasar, entender por qué el diario ABC le dedicó una página destacada al hallazgo del testamento de Hitler nos obliga a retroceder un poco en el tiempo. Es lo que tiene la historia, la importancia del contexto. Nuestro punto de partida es el 2 de mayo de 1945, jornada en la que los soviéticos tomaron la Cancillería y se toparon con una pléyade de supervivientes que, ni en sueños, habrían pensado en capturar. Desde el SS Wilhelm Mohnke hasta el piloto personal del Führer, Hans Baur. Todos ellos, informantes de primera mano.
Aunque tan cierto como esto es que una buena parte de los pesos pesados del Tercer Reich habían preferido suicidarse antes de que los soviéticos abrieran las puertas de la última guardia del águila. Ejemplo de ello fue el matrimonio Goeebels, que no dudó en administrar veneno a sus hijos antes de suicidarse. Su máxima: que no vivieran en un mundo sin nacionalsocialismo.
Los oficiales soviéticos sabían que, con la entrada en el búnker, la guerra contra el nazismo tocaba a su fin. Pero también comenzaba un nuevo y acalorado debate: ¿Dónde estaba el cadáver del Führer? A nivel oficial, aquel 2 de mayo el mariscal Gueorgui Zhúkov, comandante del I Frente Bielorruso, ya había recibido en su cuartel general una misiva firmada por Goebbels y por Martin Bormann (secretario de Hitler) en la que le informaban del fallecimiento del dictador, aunque no de qué diantres habían hecho con su cuerpo. A partir de entonces comenzó una búsqueda alocada de los restos.
Al final, los soviéticos hallaron -casi por suerte- una tumba en las cercanías del búnker que podía albergar el premio gordo. En ella encontraron dos perros muertos y restos humanos incinerados. Poco después, y siempre según las autoridades rusas, una serie de pruebas dentales confirmaron que parte de las cenizas eran de Adolf Hitler. El enigma parecía haberse cerrado, pero no. El mismo Zhukov afirmó en una rueda de prensa que no estaba seguro de la identidad de lo poco que quedaba de los cadáveres. No debían estar muy seguros, pues acusaron poco después a los británicos de estar dando cobijo al Führer en secreto.
Hasta el propio Hugh Trevor-Roper afirmó, en un informe elaborado para el gobierno británico, que «los huesos jamás habían sido hallados» y que, muy probablemente, se habían mezclado con los de otros tantos fallecidos en la defensa de Berlín. Hasta Stalin puso en duda lo acaecido: «A los canallas fascistas no se les puede creer nunca. Hay que ver lo que hay, si realmente quedaron con vida los jerarcas del Estado hitleriano. Comprobar todo».
El descubrimiento
Con estas dudas bajo el brazo no parece extraño que, en diciembre de 1945, los diarios internacionales se hicieran eco del descubrimiento de un testamento dictado por el mismo Hitler en el bunker de la Cancillería. Varias hojas en las que el líder nazi explicaba que pensaba suicidarse junto a su ya esposa, Eva Braun.
El mismo ABC se hizo eco de ello el día 30 con una noticia a toda página cuyo titular no dejaba lugar a dudas: «El testamento de Hitler. Descubierto en una casa de campo, prueba decisiva de su muerte». Según explicaba el periodista, la existencia de la última voluntad del germano (formada por «cuatro documentos separados» hallados en «una casa de campo» de Tegernsee) había sido confirmada por el ejército norteamericano.
Así lo explicaba ABC:
«El testamento, una prueba decisiva de la muerte de Hitler, fue descubierto por el Servicio de Contraespionaje británico, en cooperación con los norteamericanos. Lleva fecha del 29 de abril de 1945 y firman en él como testigos el doctor Josef Goebbels, ministro de Propaganda; Martin Bormann, adjunto de Hitler; Hans Ebers, adjunto de Himmler en Checoslovaquia, y Wilhelm Berdgorf. También ha sido hallado el contrato matrimonial original de Hitler y Eva Braun, en el que figuran como testigos Bormann y el doctor Goebbels. […] La recién casada firmó en el registro con el nombre de “Frau Hitler” (señora de Hitler)».
Enemigos y reivindicación
En su testamento político, Hitler comenzaba dejando claro lo que quería que sus acólitos hiciesen con sus cadáveres una vez que se hubiesen suicidado. «Es mi deseo que Eva Braun, que se casó conmigo y se presentó voluntaria para compartir mi suerte en el Berlín sitiado, sea cremada inmediatamente en el lugar donde he realizado la mayor parte de mi trabajo durante mis doce años de servicio a mi pueblo».
Esta cláusula es en la que se basaron los soviéticos para alimentar la idea de que la tumba que se había hallado en la Cancillería pertenecía a la pareja. En las líneas siguientes el Führer dejaba claro que todo había terminado para ellos: «Mi esposa y yo hemos escogido la muerte para escapar a la desgracia de ser obligados a ceder o rendirnos». Para muchos, entre ellos el mismo Stalin, ni siquiera estas palabras probaron que se había suicidado.
En los párrafos escritos a continuación, el Führer rememoraba los meses en los que había participado en la Gran Guerra. «Más de treinta años han pasado desde que en 1914 intervine, como voluntario, en la Primera Guerra Mundial, un conflicto que se le impuso al Reich». A continuación incidía en que, «en los tres decenios» que habían pasado desde aquellos hechos, su conducta había «sido guiada únicamente por el amor y la fidelidad» hacia su pueblo.
Después, Hitler eludía la responsabilidad de haber comenzado la guerra el 1 de septiembre de 1939, cuando sus blindados se lanzaron de bruces contra la frontera polaca: «No es verdad que yo, ni nadie en Alemania, haya querido la guerra de 1939. Esta fue deseada y promovida, exclusivamente, por aquellos estadistas internacionales que eran de origen judío o defendían los intereses judíos», explicaba.
Su demagogia fue exagerada hasta el final: «Muchas veces propuse llegar al control y limitación de los armamentos, y la posteridad no podrá ignorar mis esfuerzos en tal sentido». Tampoco se ahorró adjetivos con respecto a sus enemigos, a los que tildó de conspiradores. «Pasarán los siglos, y de las ruinas de nuestras ciudades nacerá y crecerá el odio contra todos aquellos que, en última instancia, son los responsables de todo: el sionismo internacional y todos cuantos les ayudaron», dejó sobre blanco.
En este sentido, calificó a las naciones aliadas de haber utilizado a Alemania como un país destinado a «ser adquirido y vendido» por «conspiradores internacionales» que solo buscaban «actuar sobre el mundo del dinero y las finanzas». Por todo ello, dictó, «la responsabilidad» de las muertes sucedidas durante la contienda debía recaer «sobre aquella raza que es la verdadera culpable de esta sangrienta lucha: los judíos».
No hay huida
En el testamento, Hitler dejó patente también que no pensaba abandonar Berlín jamás. «Después de seis años de guerra, que pasarán un día a la Historia como la más gloriosa y alta demostración de firmeza de carácter de una nación, no puedo abandonar la ciudad que es la capital del Reich». En sus palabras, esta decisión la había tomado «por libre voluntad», lo mismo que la determinación de darse «muerte en el momento en el que considere no poder mantener más mi posición de Führer y Canciller».
Para entonces, ya había decidido que no tardaría en suicidarse. «Muero feliz en cuanto soy consciente de la grandeza de todo lo que nuestros soldados han hecho en los frentes. Desde lo más profundo de mi corazón expreso a todos vosotros mi agradecimiento», añadía.
La determinación de no huir de Berlín la corroboró, tras la Segunda Guerra Mundial, su piloto personal. En un artículo escrito para la revista Life, Baur explicó que intentó persuadir a Hitler de que se marchara hacia algún lugar más seguro. «Mein Führer, usted puede escapar. Puede coger un tanque (nosotros tenemos uno cerca de la Cancillería) y dirigirse hacia el oeste. El puente de Heer Strasse todavía está libre. Mis aviones están todavía en en Rechlin, preparados para volar. Yo puedo hacerle llegar volando hasta donde quiera».
Sin embargo, el líder nazi se negó a ello: «Está fuera de mis pensamientos abandonar Alemania. Podría ir a Flensburgo, donde Dönitz tendrá sus cuarteles generales, o al Obersalzberg, pero en dos semanas tendría que plantarle cara a lo mismo que ahora. Algunos de mis generales y oficiales me han traicionado. Mis soldados no quieren seguir con esto. Y yo no puedo seguir con ello».
Hasta el último hombre
No obstante, mientras afirmaba que sus hombres estaban extenuados tras años de dura contienda, también les instaba a morir luchando por el Reich:
«Por ninguna razón suspendáis la lucha. […]. Continuad combatiendo contra los enemigos de la Madre Patria […]. Del sacrificio de nuestros soldados y de mi unión con ellos hasta la muerte brotará en la historia de Alemania la semilla de un radiante renacimiento del movimiento nacionalsocialista».
En su locura, el todavía Führer creía que, tras su muerte, habría un renacimiento de su partido y, después de recuperar el poder, este forjaría una «verdadera comunidad de naciones».
Para los que no tuvo buenas palabras fue para sus principales generales. Hitler falleció convencido de que la mayoría de sus jerarcas le habían abandonado. Así pues, se despidió con un coscorrón metafórico de los oficiales del Heer (el ejército de tierra), aquel hacia el que más recelos había sentido durante todo el conflicto: «Quiero que, en el futuro, forme parte del Código de Honor del oficial alemán el principio -ya asimilado por nuestra Marina- de que la capitulación de un distrito o de una ciudad es imposible y de que los jefes deben marchar a la cabeza de sus hombres para dar ejemplo de fidelidad al deber hasta la muerte».
Origen: El testamento secreto de Hitler: la prueba de que murió en el búnker se encontró en 1945