3 diciembre, 2024

El «tzompantli», la bestial ofrenda azteca a los dioses que derribaron los conquistadores españoles

La antigua ciudad mexica de Tenochtitlan fue testigo del sacrificio de decenas de personas y la posterior colocación de sus calaveras en un estante como obsequio a las divinidades

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El ritual del sacrificio va unido de manera intrínseca al pueblo mexica entre los siglos XIV y XVI. Se cree que durante el imperio azteca varios miles de personas fueron sacrificadas como dádiva a los dioses. Las creencias religiosas normalizaron y generalizaron tan brutal práctica como modo de preservar el estilo de vida azteca. Puesto que el objetivo era evitar la furia de las deidades, nada más valioso que la ofrenda de la vida humana. Así las cosas, el sacerdote de turno, cortando el torso del cautivo, arrancaba el corazón aún latiendo de la víctima.

En la antigua urbe de Tenochtitlan, además, el rito llevaba parejo consigo otra estremecedora ceremonia. Los ejecutores del protocolo, con una mezcla de pericia y conocimiento anatómico, decapitaron a cientos de cuerpos para después reducir las cabezas a la mera osamente de la calavera. Para acabar, abrieron grandes agujeros a ambos lados del cráneo y los deslizaron sobre un poste de madera. Los cráneos estaban destinados al tzompantli de Tenochtitlan, actual Ciudad de México, un estante de grandes dimensiones erigido frente al Templo Mayor, el cual, en su interior, rinde honores a Huitzilopochtli, dios de la guerra, y a Tlaloc, dios de la lluvia.

Pero cuando los conquistadores españoles llegaron a Tenochtitlan en 1519, la contemplación del sacrificio y el obsequio a los dioses los horrorizó de tal forma que derribaron el Templo Mayor y, como parece obvio, también los tzompantli. Empero, su huella no se borró. Gracias a escritos de los colonizadores hispanos, expertos e interesados se han preguntado durante décadas si realmente existieron los tzompantli o si su existencia no era más que un mito achacado a la demonizada cultura mexica.

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Un tzompantli ilustrado a la derecha de una representación del templo azteca en Tenochtitlan dedicado a la deidad Huitzilopochtli, del manuscrito de 1587, el Codex Tovar
Un tzompantli ilustrado a la derecha de una representación del templo azteca en Tenochtitlan dedicado a la deidad Huitzilopochtli, del manuscrito de 1587, el Codex Tovar – Wikimedia Commons

Las excavaciones arqueológicas comenzaron hace tres años. Expertos del Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH) empezaron a divisar cientos de fragmentos de cráneo en lo que fue una visión única y, seguramente, irrepetible. Según informa «Science», «Barrera Rodríguez [jefe del equipo de arqueólogos] y la arqueóloga del INAH y supervisora de campo Lorena Vázquez Vallín sabían por los mapas coloniales de Tenochtitlan que los tzompantli, si existían, podrían estar cerca de su excavación. Pero no estaban seguros de que eso era lo que estaban viendo hasta que encontraron los agujeros del cráneo».

Aunque los postes de madera se habían descompuesto debido al abandono y el irremediable paso del tiempo, así como los cráneos eran ya fragmentos, «el tamaño y el espacio de los agujeros les permitió estimar el tamaño del tzompantli: una estructura rectangular imponente, 35 metros de largo y 12 a 14 metros de ancho, un poco más grande que una cancha de baloncesto, y probablemente de 4 a 5 metros de alto», prosigue la revista de divulgación científica.

180 cráneos completos, además de miles de fragmentos, fueron recolectados por los expertos del INAH

Pero además del tzompantli, en una segunda etapa de la investigación, los arqueólogos hallaron cráneos pegados con remanentes de mortero de una de las torres que lo flanquean. Calculando las dimensiones de la misma, unos 5 metros de diámetro y cerca de 2 metros de altura, y combinándola con la otra torre y el estante, los expertos del INAHestiman que «varios cráneos deben haber sido exhibidos a la vez». Y es que los resultados de dos temporadas de excavaciones no pueden ser más claros y, a la vez, aterradores: 180 fueron los cráneos, en su mayoría completos, recogidos de la torre, amén de miles de fragmentos. Las proporciones del sacrificio y su posterior ofrenda eran, pues, enormes.

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Por su parte, Jorge Gómez Valdés, también arqueólogo del INAH, descubrió que, aproximadamente, el 75% de los cráneos correspondía a hombres de entre 20 y 35 años; es decir, la mayoría eran cautivos de guerra y no víctimas aleatorias. El 25% restante eran mujeres y niños, de modo que la variedad de sexos y edades viene a confirmar otro secreto a voces: «muchas víctimas eran esclavos vendidos en los mercados de la ciudad expresamente para ser sacrificados», confirma «Science».

Una práctica estandarizada

El sacrificio humano -y la construcción de los tzompantli-, ocupó un lugar preminente en Mesoamérica pues muchas de las culturas de la región, mayas y mexicas incluidos, lo contemplaban como la forma de «alimentar» a los dioses y, con ello, evitar que desatasen su ira y acabasen con el mundo tal y como lo conocían. No obstante, como afirma Vera Tiesler en declaraciones recogidas por «Science», fueron los aztecas los que «llevaron esto al extremo». La bioarqueóloga de la Universidad Autónoma de Yucatán en Mérida, México, encontró seis calaveras con agujeros en los costados en el transcurrir de su trabajo en la célebre ciudad maya de Chichén Itzá, fundada 700 años antes que la metrópoli azteca. Empero, los orificios eran menos regulares y uniformes: «Eso me hace pensar que todavía no era una práctica normalizada. Tenochtitlan fue la máxima expresión [de la tradición tzompantli]», agregó Tiesler.

Pero más allá de la religión, el poder político es otro factor que también explica la escalada de tan horrenda práctica. El imperio azteca, el cual se había apoderado de territorios en el centro y sur de México durante apenas 200 años, era relativamente joven. Por tanto, incluso en un contexto ritual, el padecimiento infligido a los reos es, también, una declaración política, una demostración de poder y, por qué no, una advertencia con la que controlar a la población propia. La importancia religiosa y el mensaje político van unidos de la mano.

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Origen: El «tzompantli», la bestial ofrenda azteca a los dioses que derribaron los conquistadores españoles

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