Encerrado con el general Stroop | Edición impresa | EL PAÍS
Encerrado con el general Stroop. Un resistente polaco compartió celda con el liquidador nazi del gueto de Varsovia al que había tratado de matar. En Conversaciones con un verdugo relata esa vivencia.
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Ninguno de los altos mandos de las SS presentaba una estampa tan arrogante y altiva como Jürgen Stroop. Su imagen durante el gran momento de su vida, la Grossaktion Warschau, la destrucción en un mar de fuego del gueto de Varsovia y la muerte de 70.000 judíos polacos, le inmortalizó como un arquetipo de la soberbia criminal del III Reich. Elegante en su uniforme de general de las SS, con botas de montar, tocado con la gorra de las tropas de montaña y con unas antiparras al cuello para complementar la figura, Stroop aparece en las fotografías con las que él mismo documentó para Himmler y Hitler la brutal liquidación del gueto como la quintaesencia del SS Mensch, el hombre SS.
Verlo en la intimidad de una celda, constreñidos sus 1,82 metros de altura entre paredes y barrotes; compartir las comidas, la higiene, las penalidades y las -pocas- alegrías de todo recluso, conocer de primera mano sus repugnantes opiniones y sus espantosos crímenes, leer las cartas de su madre, discutir con él sin recibir en el acto una bala en la cabeza, incluso reírse y burlarse del siniestro tipo, fue lo que hizo durante ocho meses, 255 días, el periodista polaco y miembro de la resistencia Kazimierz Moczarski, al que los comunistas encerraron con Stroop en 1949 en el bloque X de la cárcel de Mokotów (Varsovia).
Moczarski logra controlar el odio que le inspira el general de las SS
Tras la inicial sorpresa ante tan absurda situación (Moczarski no sólo luchó en la clandestinidad contra los nazis, sino que en una ocasión ¡planeó el asesinato del propio Stroop!), el periodista que había en Moczarski, decidió aprovechar la impagable circunstancia para profundizar en la personalidad del criminal y trazar el perfil de un genocida, que acabaría en la horca en 1951.
El resultado, un alucinante retrato de nazi comparable a los que Gitta Sereny ha hecho de Speer o Stangl, a los interrogatorios de Eichmann o la autobiografía de Hoess, el comandante de Auschwitz, fue la extraordinaria Conversaciones con un verdugo, que no se publicó sin censurar hasta 1977, fallecido ya su autor, convirtiéndose en testimonio fundamental para la historia del nazismo y la Shoa. Ahora el libro lo edita en España Alba.
El relato de Moczarski se inicia el 2 de marzo de 1949 con el polaco -que pasaría 11 años en las cárceles comunistas- entrando en su nueva celda, en la que ya hay otros dos presos, alemanes ambos. Uno, para estupefacción del resistente, se presenta así: «Me llamo Stroop, con dos o. Soy general. Enchanté monsieur». Un saludo como el de Drácula a Jonathan Harker. El otro, el tercer hombre de esta increíble historia, es Gustav Schilke, suboficial de la policía criminal y también miembro de las SS, un individuo ordinario, tosco pero alegre, que servirá de contrapunto a los duelos dialécticos de los otros dos y se alineará a menudo con el polaco en contra de su chulesco superior. Cara a cara con el genocida, Moczarski odia, naturalmente, a Stroop, pero se esfuerza por controlar ese sentimiento -aunque a menudo le desborda una ácida y feroz ironía- para tirarle de la lengua. Además, la lógica carcelaria obliga en ocasiones a un inevitable compañerismo y la convivencia es a veces sorprendentemente armónica. Intercambian recuerdos, sueños, hablan de coches o de mujeres. «Un general alemán jamás pellizca el culo a una chica», zanja Stroop.
Tan interesante como la vida de Stroop y sus crímenes de experto en pacificaciónde civiles por toda Europa es la fascinante relación psicológica que se establece en la celda. Las páginas de Moczarski tienen una formidable dimensión dramatúrgica. En una ocasión, tras explicar Stroop cómo se aprovecharon las ruinas sembradas de cadáveres judíos del gueto para liquidar allí de paso a resistentes polacos -unos muertos más no iban a importar-, Moczarski le revela que allí, precisamente, ejecutaron a su hermano pequeño.
Hay otros momentos de terrible intensidad en la celda. Stroop evoca la vez en que en el gueto, rodeado como siempre por sus corpulentos escoltas, dispara al pecho a un joven combatiente judío prisionero; éste, agonizando, le escupe y los SS lo cosen a tiros a los pies de su general.
Durante el pormenorizado relato de Stroop de la liquidación del gueto, con el uso de lanzallamas, cuando el general habla de los niños -asesinados como todos los demás: «¡No se puede imaginar cómo gritaban mientras se freían y ahumaban!»-, Moczarski le hace callar con un grito: no puede seguir oyendo.
Su reacción es aún más violenta el día en que Stroop, condenado a muerte por un tribunal estadounidense por orquestar el linchamiento de pilotos capturados (entregado finalmente a los comunistas polacos, le juzgarán y ahorcarán por ése y otros muchos crímenes), simula con los dedos una pistola y la dispara diciendo: «¡Una ración de plomo para una nuca norteamericana!». Ese día casi llegan a las manos.
Confrontado por el polaco a la realidad de los campos de exterminio, Stroop calla; toma un trapo y limpia la celda, sin decir una palabra. Poco a poco, mientras desgrana su vida, Stroop hace revelaciones: él personalmente se encargó de eliminar al mariscal Von Kluge, cuya muerte se hizo pasar por suicidio. A Canaris lo colgaron de un gancho por las costillas. Otto Skorzeny colaboró en la lucha en el gueto. Himmler vomitaba en los aviones.
Hay momentos que transpiran una extraña maldad en los recuerdos del nazi: una vez, supersticioso, mata a tiros a un búho tendido sobre la carretera; otra, abronca a sus subordinados porque se ha manchado las botas con la sangre de un ejecutado. Una tarde revela candorosamente en la celda el plan que urdió para eliminar a la población sobrante de Ucrania: el genocidio por vodka, habituarles a la bebida hasta exterminarlos. Lo dice completamente en serio.
Hay confidencias más inocentes: su nombre real era Joseph, se lo cambió porque, con sus connotaciones hebreas, no quedaba muy bien en las SS.
Stroop, despreciable en su doble moral -va de puritano pero habla de sus conquistas, de su activa participación en el programa Lebensborn de fecundar mujeres arias (concretamente a su secretaria)- tiene la costumbre de alisarse el pelo de las sienes con saliva y de cantar marchas. En una ocasión se pone a desfilar con el paso de la oca, levantando las piernas hasta la nariz: una escena digna de Monty Python. «¡Así es como se marchaba Herr Moczarski. Parademarsch!».
A Moczarski lo deja de piedra cuando le confiesa que él también fue periodista: redactor de una revista de veteranos de la I Guerra Mundial. Comparten opiniones sobre la profesión. Las del SS no son buenas.
Con la familiaridad con el criminal se hacen patentes sus miserias. Moczarski descubre que Stroop es un hombre de cultura escasa (ignora la existencia de la Antártida) y que se depila.
En la intimidad de la celda, el general revela su falta de coraje físico, su esnobismo, su tendencia al escaqueo, su misoginia, su mediocridad, su servilismo, su mezquindad (se come a escondidas los caramelos que le envían), la manera en que fue ascendiendo rastreramente en el tronco podrido del III Reich… La emoción que le produjo tener a cenar a Himmler o ver a su hijito de ocho años con mini uniforme de las SS mandando a los criados. Un día, en plan amistoso, se pone a medir los rasgos antropológicos de Moczarski ¡para evaluar su arianidad!
Stroop lo pone fácil para que ni el compañero de celda polaco ni el lector -aunque no haya leído Mila 18- se arrimen demasiado. Expresa su admiración por las mujeres judías que combaten, con una pistola en cada mano, en el levantamiento del gueto, pero explica cómo dio órdenes de acribillarlas cuando se rendían. Habla del SS ex perfumista gracias al cual rastreaban en los búnkers subterráneos la «peste judía». Y de los «paracaidistas» del gueto: así llamaban a la gente que se lanzaba desde los edificios en llamas. «Mis SS adquirieron la costumbre de dispararles al vuelo, una gran diversión», dice dando vueltas por la celda imitando a un cazador: «¡paf!, ¡paf!». A veces suspira recordando el «hermoso» broche de la Grossaktion: la voladura con su propia mano de la Gran Sinagoga de Varsovia al grito de «¡Heil Hitler!».
Stroop le pidió a su colega de infortunio polaco que le explicara el intento de matarlo. El atentado debía ser en un parque, con una pistola de gran calibre, mientras el general paseaba a caballo. Moczarski llegó a estar muy cerca del nazi pero el ataque no se llevó a cabo.
El 11 de noviembre de 1949 se abre la puerta de la celda y los carceleros separan a los presos. Nunca más volverán a reunirse. Stroop se despide casi afectuosamente de Moczarski: «Adiós. Nos veremos en la casa de san Pedro». El polaco valora la experiencia con el nazi, pero de ahí a pasar juntos la eternidad…
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