16 septiembre, 2024

«Esa alimaña cobarde del coronel Casado»: así negoció la República el final de la Guerra Civil

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Con el golpe de Estado que perpetraron contra el presidente comunista Juan Negrín, en marzo de 1939, los republicanos querían obtener la paz sin represalias, tiempo para marcharse al exilio y la libertad de algunos militares

Al general Manuel Matallana le sorprendió la llamada de Segismundo Casado en el cuartel general de Elda. El teléfono sonó a altas horas de la madrugada del 6 de marzo de 1939. Nada más descolgar, el coronel le comunicó que se había sublevado y que Juan Negrín ya no era presidente. Él ocuparía su puesto en adelante. Fue un jarro de agua fría en medio de la noche. Se acababa de producir un golpe de Estado dentro del bando republicano que muchos camaradas interpretaron como una sucia traición a la causa antifascista cuando la guerra ya estaba decidida. El coronel buscaba negociar la paz con Franco para librar a los suyos de una brutal represión, que los muertos no siguieran aumentando y que el exilio se produjera de la manera más pacífica posible.

Cuando Casado asestó su golpe, sabía que Negrín ya solo contaba con el apoyo de los soviéticos y del Partido Comunista. Era evidente que no tenía ninguna posibilidad de darle la vuelta al conflicto, pero el presidente no quería darse por enterado. Parecía dispuesto a alargar la agonía costase lo que costase. Por eso, cuando se percató de que Matallana se encontraba al teléfono con el coronel conspirador, se lo arrancó de las manos para hablar personalmente con él. «¡Queda usted destituido!», le gritó sin ni siquiera saludar. Su interlocutor le respondió con toda tranquilidad: «Mire usted, Negrín, eso ya no importa. Ustedes ya no son Gobierno, ni tienen fuerza ni prestigio para sostenerse. Menos aún para detenernos. La suerte está echada, ya no retrocedo».

La conjura se había comenzado a gestar hacía un mes, pero la izquierda llevaba mucho más tiempo desintegrándose. En mayo de 1937 ya existían en el seno del bando republicano dos facciones bien diferenciadas. La primera apostaba por la paz y el armisticio con Franco, encabezada por el entonces presidente de la República Manuel Azaña y apoyada por los partidos Izquierda Republicana y Unión Republicana, además de por un sector del PSOE y los nacionalistas catalanes y vascos. La segunda, liderada por Negrín, nombrado presidente del Consejo de Ministros dos años antes, era partidaria de continuar con la guerra junto con los comunistas y la otra parte de los socialistas.

Es cierto que Negrín había aplastado a los franquistas en la batalla de Teruel, pero luego había cometido el error de lanzar la ofensiva en el Ebro. El enfrentamiento más largo y dramático de la contienda acabó en un estrepitoso fracaso para la República. La capacidad del presidente comenzó a ser puesta en entredicho por algunos sectores de su bando que creían que había dejado morir a miles de soldados, sin justificación alguna, y perdido una parte importante del armamento, que ya no podría ser utilizado para defender Cataluña del avance de Franco. La única esperanza parecía ahora depositada en que estallara la guerra en Europa y los aliados llegaran en su auxilio, pero eso nunca ocurrió.

La mañana del 6 de marzo de 1939, pocas horas después de la llamada de Casado, tres aviones partían rumbo a Francia con el último Gobierno constitucional de la República. La edición sevillana de ABC informaba de que «la zona roja se ha sublevado contra Negrín y este huye a Toulouse acompañado de Álvarez del Vayo». Dos días después, este mismo diario añadía: «Según dicen los rojos de Miaja y Casado, han derrotado completamente a los rojos de Negrín y Stalin». La noticia buscaba subrayar el hecho de que los republicanos estaban combatiendo entre ellos.

Desde entonces se han escrito cientos de libros y artículos sobre el insólito golpe de Estado y su protagonista. En ellos se han barajado las más diversas teorías. El coronel llegó a ser calificado de infiltrado de Franco y espía de Gran Bretaña. Para la dirigente comunista Dolores Ibárruri, la Pasionaria, «es difícil imaginarse a una alimaña más cobarde y escurridiza que él».

El general Vicente Rojo dejó escrito lo siguiente: «Casado es un hombre de frases, no sirve ni ha servido nunca al pueblo. Es el militar más político y más avieso y medroso de cuantos profesionales servían a la República». El mismo Santiago Carrillo cargó contra él poco antes de morir en 2012. Le acusó de «traidor» y reconoció que, al enterarse de su rebelión, se pasó varios días llorando. Contaba el histórico secretario general del Partido Comunista que él mismo dejó de hablarle a su padre durante décadas por haber secundado la sublevación.

«Más enardecida»

El vicesecretario general del PSOE entre 1932 y 1939, Juan Simeón Vidarte, plasmó en sus memorias una opinión parecida sobre Casado: «La situación internacional, cada día más enardecida, hacía adivinar el inevitable choque entre Alemania y Occidente. La República podría salvarse si no se rendía. A Negrín, en sus cálculos, no le falló más que el tiempo y la sublevación de Casado. Este sí fue un hombre de Inglaterra, pero no de nuestros amigos, que teníamos allí muchos, sino de nuestros adversarios […]. La sedición casadista se equipara, históricamente, a la de los sublevados del 18 de julio, con todas las salvedades que la presencia en ella de Besteiro me obligan a señalar».

La sublevación triunfó a pesar de las críticas. Los comunistas intentaron frenarla mediante una revuelta en Madrid que duró dos días. Por un momento pareció que podría triunfar y que la tormenta iba a amainar, pero solo fue un espejismo. Las brigadas del IV Cuerpo de Ejército al mando del anarquista Cipriano Mera, la unidad más importante que tenían los casadistas, se movilizaron desde el frente de Guadalajara hacia la capital y el desánimo pronto cundió entre los que se resistían al cambio de Gobierno.

Los comunistas pronto supieron que Casado había triunfado en toda España y que Madrid era el único sitio donde todavía combatían. La población había contemplado horrorizada como, en los últimos meses, los republicanos se mataban entre sí. El enfrentamiento se prolongó durante toda la mañana del 12 de marzo. La cifra de muertos nunca ha estado del todo clara. Algunos historiadores han contabilizado varios centenares, otros más de dos mil y no pocos se acercan a los veinte mil. Toda una masacre entre aliados que muchos consideran la causa principal de que la República perdiera la guerra.

Una vez sofocada la resistencia de Madrid, los cerebros de la conjura –entre los que también estaba el socialista Julián Besteiro– continuaron con sus planes de negociar la paz con Franco. El único Gobierno republicano era en aquellos momentos el recién formado Consejo Nacional de Defensa de Casado, que ya mantenía conversaciones con los representantes de los rebeldes desde hacía semanas. Las condiciones que ponía el coronel eran muy ambiciosas: que la rendición estuviera libre de represalias, que el nuevo régimen distinguiera entre los delitos comunes y los políticos, que se respetara la vida de los perdedores, que se amnistiara a los militares y que se estableciera un plazo de veinticinco días para que quien quisiera se marchara al exilio sin correr peligro.

El historiador Ángel Sánchez Crespo explicó aquel proceso en la revista ‘Clío’: «El coronel Casado comunicó al Gobierno de Franco, el 12 de marzo, que él mismo y el general Matallana querían acudir a Burgos a negociar los términos de la paz, partiendo de las llamadas Concesiones del Generalísimo. Mientras, Besteiro se dirigía por radio a los madrileños para explicarles lo que había hecho hasta entonces el Consejo Nacional de Defensa. Al día siguiente llegó la respuesta del Caudillo, en la que decía que no estaba dispuesto a que acudieran allí los mandos superiores enemigos. Ninguna de las reuniones que se mantuvieron consiguieron otra cosa que no fuera la rendición incondicional, sin recibir a cambio garantías suficientes de que se cumplieran sus famosas concesiones».

El 22 de marzo, el nuevo Gobierno republicano comprendió la situación, aceptó la rendición incondicional y ordenó a los gobernadores civiles que preparasen la evacuación. Cuatro días después, el futuro dictador ordenaba la ofensiva general en todos los frentes. Había dado por concluidas las negociaciones y sus tropas avanzaban por Extremadura sin encontrar resistencia alguna. En apenas unas horas ocuparon Almadén (Ciudad Real) y otras localidades de Toledo. También acabaron con la última resistencia en la provincia de Alicante, en cuyos muelles había tenido lugar un intento de huida desesperado por parte de ciento cincuenta mil personas. Muchas de ellas fueron detenidas.

La huida de Casado

Cuando se tuvo noticia del final de la guerra, Franco se encontraba en el palacio de los Muguiro, en Burgos, aquejado de una gripe. Se encontraba tan débil que no había salido de la cama. Su ayudante de campo, José Martínez Maza, entró en la habitación para comunicarle la esperada noticia. Este respondió con un escueto «muchas gracias».

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De los miembros del Consejo de Defensa, solo Besteiro permaneció en su despacho. Fue detenido y enviado a la cárcel de Carmona, en Sevilla, donde murió el 27 de septiembre de 1940. Casado se trasladó a Valencia cuatro días antes de que el enemigo entrara en Madrid. En un último intento por salvar el prestigio de su golpe de Estado, el coronel emitió un mensaje radiofónico en el que declaró que nadie tenía que poner en duda la buena fe de los vencedores. «Hemos obtenido una paz decente y honrosa, en las mejores condiciones posibles, sin efusión de sangre», subrayó.

Desde el puerto de Gandía, el jefe de los conspiradores huyó en un buque británico hacia Marsella. Se marchó después a Gran Bretaña, donde estuvo exiliado, sin poder reunirse con su familia, hasta 1951. Ese año partió hacia Venezuela y, más tarde, a Colombia. Regresó a España en 1961, y se le juzgó en un consejo de guerra por el delito de rebelión del que, posteriormente, fue absuelto.

La libertad

Cuando logró la libertad, intentó que se le reconociera el grado militar que había obtenido antes de la Guerra Civil y que se le permitiera reingresar en el ejército. El régimen rechazó su petición por haber servido de manera voluntaria a la causa republicana. Casado tampoco gozó de simpatías entre los exiliados por haberse sublevado contra Negrín y por su negativa durante la contienda a adherirse a algunos de los partidos del antiguo Frente Popular.

El coronel murió en 1968 de un ataque al corazón, en Madrid, a los setenta y cinco años. Pocos llegaron a enterarse. No hubo periodistas en su entierro, aunque sí un buen número de representantes de las dos Españas. Solo en unos pocos periódicos apareció una breve referencia, y ABC fue el único que publicó su esquela. A juicio de Paul Preston, «Casado se comportó con Franco como si no tuviera nada con lo que negociar. Pareció olvidar el hecho de que este estaba obsesionado con la capital de España, el símbolo mismo de la resistencia, donde había fracasado en 1936».

En los primeros años de la posguerra, el político y presidente del Real Madrid durante la República Rafael Sánchez-Guerra dejó escritas estas palabras sobre el coronel golpista a modo de epitafio: «Tal vez dentro de unos cuantos años, cuando se serenen los ánimos, cuando se aquieten las pasiones, cuando en España sea posible la convivencia, se le rendirá a Casado, por derechas y por izquierdas, el tributo de admiración y de gratitud a que se ha hecho acreedor. Él ha querido poner fin al conflicto de un modo pacífico y digno y no lo ha logrado por la intransigencia y la soberbia de los vencedores. Pero España entera, de un modo especial la retaguardia y la población madrileñas, le debe el ahorro de muchos momentos de angustia que aún le aguardaban».

Origen: «Esa alimaña cobarde del coronel Casado»: así negoció la República el final de la Guerra Civil

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