Esclavas sexuales de la Segunda Guerra Mundial
Vasili Grossman escuchó la historia de una joven alemana a la que soldados rusos no paraban de violar en el cobertizo de una granja. Sus familiares les rogaron que la
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Vasili Grossman recogió en sus diarios la historia de una joven alemana a la que soldados rusos no paraban de violar en el cobertizo de una granja. Sus familiares les rogaron que la dejasen descansar para que pudiera amamantar a su hijo, que no dejaba de llorar. “Todo esto sucedía al lado de un cuartel general y ante los ojos de los oficiales responsables de la disciplina”, recuerda Antony Beevor en Berlín, la caída: 1945 (Crítica).
Todos los ejércitos han convertido la violación en un arma de guerra, no solo los soldados del Ejército Rojo, cuyas tropelías en su avance hacia el oeste pretendían vengar las sevicias nazis. Fue una venganza cruel y, sobre todo, ciega. Sus víctimas no fueron las alemanas en tanto que alemanas, sino en tanto que mujeres: ¡también fueron violadas judías y soviéticas rescatadas de los campos de concentración!
Estos abusos tuvieron notarios tan poco sospechosos como el propio Grossman, corresponsal de guerra y autor de la gran Vida y destino (Galaxia Gutenberg). La Segunda Guerra Mundial entronizó la guerra moderna, la más salvaje, la que traslada el campo de batalla a la población civil. En estas circunstancias, las mujeres fueron víctimas por partida doble. Un hecho muy reciente nos lo ha venido a recordar…
El pasado día 9, el corresponsal de La Vanguardia para el sudeste asiático, Ismael Arana, firmaba en Hong Kong una noticia que volvía a destapar un asunto aún no resuelto: las 200.000 esclavas sexuales del ejército imperial de Hirohito, llamadas mujeres de consuelo, de confort o de solaz. El tiempo juega en contra de quienes fueron forzadas a prostituirse en burdeles militares japoneses. Cada vez quedan menos.
Las ianfu, como las llamaban en japonés, eran coreanas y chinas, en su mayoría. También de Filipinas, Indochina, Tailandia, Vietnam o de las Indias Orientales Neerlandesas, entre otros países. Parafraseando a Svetlana Alexiévich, premio Nobel de Literatura en el 2015, podríamos decir que la guerra no tiene rostro de mujer, pero las víctimas de la guerra sí. La suerte de estas mujeres fue atroz durante y después de su cautiverio.
Historiadores como el francés Jean-Louis Margolin, autor de L’armée de l’empereur (Armand Colin), sostienen que la esclavitud sexual fue una de las mayores vilezas del Japón en guerra, únicamente a la altura de hecatombes como la masacre de Nankín. En Corea del Sur, en particular, la denuncia de este drama se ha convertido en una reivindicación nacional y en constante motivo de fricciones diplomáticas con Japón.
Y, sin embargo, este asunto se mantuvo en relativo silencio hasta 1990, a pesar de que los Países Bajos lograron en 1946 y 1948 la condena de una veintena de militares o patrones de burdeles castrenses japoneses por la prostitución forzada de decenas de ciudadanas neerlandesas de las colonias. Entre 200 y 300 holandesas de Indonesia fueron obligadas a convertirse en ianfu. Una de ellas fue Jan Ruff O’Herne.
Durante años esta mujer no comentó a nadie su calvario. Eso vivió, un calvario, aunque los japoneses trataron un poquito mejor a las holandesas o australianas de piel blanca que a las asiáticas. Tras la guerra, muchas ianfu se sentían sucias y avergonzadas, como si las culpables fueran ellas. Salvando todas las distancias, también durante mucho tiempo fueron un tema tabú las violaciones en la Alemania del naufragio nazi.
Un drama poco conocido
Dos millones de violaciones
Estudios recientes calculan que dos millones de alemanas fueron violadas por soldados del Ejército Rojo, la mayoría en Prusia Oriental, Pomerania y Silesia. Muchas agresiones fueron múltiples. “Las mujeres alemanas están viviendo experiencias terribles”, escribió en sus diarios Vasili Grossman, a quien un hombre culto explicó “con gestos expresivos y balbuciendo palabras en ruso que su mujer había sido violada diez veces en un día”.
A principios de los años noventa comenzó un goteo imparable de denuncias de víctimas de aquella esclavitud sexual. Primero fueron las coreanas, a las que pronto secundaron las voces de mujeres como Jan Ruff O’Herne (1923-2019). O como María Rosa Luna Henson (1927-1997), la primera filipina que venció sus traumas y dijo al mundo algo que solo habían sabido su difunta madre y su marido: que fue una mujer de consuelo.
En 1943, María Rosa Luna Henson fue detenida en un puesto de control en una carretera e inmediatamente violada por doce soldados. Luego, durante nueve meses, fue tratada como una cosa, como un agujero, de las 14 a las 22 horas, los siete días de la semana. Todavía hay en Japón personas que niegan la dimensión del problema y aseguran que la mayoría de las ianfu aceptaron ser reclutadas a cambio de una paga.
Si bien hubo prostitutas profesionales, infinidad de víctimas fueron secuestradas, torturadas o chantajeadas (sobre todo, las que estaban recluidas en los campos) para que dieran el paso. Un grupo de 32 enfermeras australianas de la isla indonesia de Bangka que se negaron (ya hemos dicho que recibieron un trato más benévolo) vieron reducidas sus ya magras raciones y fueron trasladadas a un campo aún más duro de Sumatra.
La sexual no fue la única esclavitud impuesta por el Japón del emperador Hirohito, que siguió en el trono hasta su muerte, en 1989, y que solo tuvo que pagar por sus delitos el peaje de perder la condición divina. Su ejército imperial también obligó a millones de personas (prisioneros de guerra y civiles de los territorios ocupados) a trabajar en penosísimas condiciones para contribuir al esfuerzo de guerra.
Centenares de miles de mujeres fueron reclutadas en Corea como obreras o enfermeras. Muchas fueron engañadas y acabaron en un burdel, y no en una fábrica o en un hospital. Aunque en teoría algunas tenían un contrato, ¿qué valor daba a los derechos laborales un país en guerra contra el mundo y los derechos humanos? También fueron prostituidas muchas niñas de 15 años o incluso impúberes, en especial en Filipinas.
No solo hubo burdeles militares. Japón recompensó con ianfu a los mineros chinos que trabajaban como mano de obra forzada o romusha en sus explotaciones de carbón: una por cada 30 hombres. Así lo explica Yoshimi Yoshiaki en Esclavas sexuales: la esclavitud sexual durante el imperio japonés (Ediciones B). Este historiador denuncia en esta y otras obras que su país no ha admitido todavía totalmente su culpa en estos hechos.
Ha habido indemnizaciones, sí, pero insuficientes y acordadas entre Japón y los gobiernos afectados, no las víctimas. La coreana Kim Bok-Dong (1926-2019) es una de las muchas que han fallecido sin lograr que los libros escolares japoneses dejen de edulcorar la historia. Tenía 14 años y una fila de hombres aguardaba ante su lecho. “Cuando el primero terminó, la sábana estaba empapada de sangre”. Tardó ocho años en volver a casa.
Desde la antigüedad, las mujeres han sido un botín de guerra. ¿En cuántos conflictos futuros se repetirán las infamias del pasado? “Nuestros valientes legionarios y regulares han demostrado a los rojos cobardes lo que significa ser hombres de verdad. Y de paso también a sus mujeres (…) Ahora por lo menos sabrán lo que son hombres y no milicianos maricones. No se van a librar por mucho que berreen y pataleen”.
Eso dijo en Unión Radio Sevilla durante la Guerra Civil el general golpista Gonzalo Queipo de Llano (quien, por cierto, sigue enterrado en una iglesia andaluza). El mejor punto final a este artículo sobre la cosificación de la mujer y las violaciones como arma de guerra son los versos de Rafael Alberti: “¡Atención! Radio Sevilla. / Queipo de Llano es quien ladra. / Quien muge, quien gargajea. / Quien rebuzna a cuatro patas”.