28 marzo, 2024

Durante la Segunda Guerra Mundial, los alemanes residentes en nuestro país se vieron dominados por el Reich, al que la España de Franco prestaba su apoyo

Manifestación en la Plaza Mayor de Salamanca para celebrar la toma de Gijón (1937)

ESPAÑA Y EL TERCER REICH (I): LA COLONIA GERMANA

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Corría el 25 de marzo de 1943. A eso de las cuatro y media de la tarde, el féretro con el cuerpo del embajador Hans Adolf von Moltke abandonaba la capilla ardiente al son del himno nacional alemán. Sobre un armón de artillería, aparecía cubierto con la bandera del Tercer Reich y varias coronas de flores, entre las que destacaba la enviada por Hitler. Tres cañonazos marcaron la lenta marcha del cortejo fúnebre, en el que figuraba el gobierno en pleno. No en balde, al difunto se le habían otorgado los honores de capitán general con mando en plaza.

A pesar del frío y la intermitente lluvia, las principales calles de la capital estaban abarrotadas por una acongojada multitud que saludaba al paso de la comitiva brazo en alto, mientras los soldados que cubrían la carrera presentaban armas. Más parecía una ciudad alemana que una española. Y, sin embargo, se trataba de Madrid. El embajador británico, Samuel Hoare, protestó por los excesivos honores rendidos al diplomático alemán. Se le respondió que lo mismo habría ocurrido de tratarse del propio Hoare. ¿Habría sido así? Es difícil de saber. Para buscar una posible respuesta a tanta parafernalia como la que se puso en escena aquel día en torno a Moltke, debemos bucear en las singulares relaciones hispanoalemanas de aquellos tiempos.

La década de los treinta

A comienzos de los años treinta, la comunidad alemana en España rondaba las treinta mil personas, tras el incremento representado por quienes vinieron huyendo de la Primera Guerra Mundial.

Los había de todo tipo, pero eran muchos los técnicos y profesionales que prestaban sus servicios en empresas, preferentemente de capital germano, como la factoría Siemens Industria Eléctrica, S. A. de Cornellà de Llobregat (Barcelona). Solían ser admirados por su eficacia y su preparación, aunque se les achacaba un cierto aire de superioridad. Su escasa permeabilidad, así como su tendencia a frecuentar sus propias asociaciones y escuelas (cuando no a agruparse en colonias, caso de la Electroquímica de Flix, Tarragona), generaba esa imagen.

La proclamación de la Segunda República española no supuso un cambio de escenario significativo. En lo político, las relaciones entre ambos estados eran correctas. Desde el punto de vista económico, resultaban deficitarias para España, que solía exportar materias primas y alimentos a cambio de productos químicos y manufacturas. En el apartado cultural, con el intelectual José Ortega y Gasset como abanderado, lo alemán pesaba mucho en determinados ambientes, como el filosófico y el científico.

Las ideas nacionalsocialistas calaron en la colonia germana en España, especialmente entre los más jóvenes, influidos por la sección exterior del partido nazi.

Sin embargo, la llegada de Hitler al poder en 1933 sí comportó cambios en la vida de la comunidad germana. Desde hacía algún tiempo, las ideas nacionalsocialistas habían hecho mella en la colonia. En especial era así entre los más jóvenes, influidos por la sección exterior del partido nazi, que, a todo esto, estaba prohibido en España.

La llegada de Hans Hellermann en 1934 trajo consigo un auténtico control político. Teórico colaborador de agrupaciones profesionales alemanas, se encargaría de eliminar cualquier disidencia mediante el Servicio de Control Portuario (SCP). A cargo de la Gestapoel SCP ejecutaba las sentencias de extradición forzada de los alemanes considerados recalcitrantes, sentencias dictadas por los llamados “tribunales nacionalsocialistas”.

El estallido de la Guerra Civil en 1936 y el casi inmediato apoyo de Hitler a los sublevados complicaron la permanencia de la colonia alemana en la zona republicana. Temiendo por sus vidas y propiedades, y al amparo de la diplomacia internacional, muchos emigraron temporalmente al Reich o a la España nacional. Al finalizar la contienda en 1939 volverían a sus hogares y ocupaciones como aliados de los vencedores, aunque ya un convenio de colaboración policial del año anterior permitía un férreo control del partido nazi sobre todos ellos.

España y la guerra mundial

Acabada la Guerra Civil, la derrengada España de Franco mantenía una doble deuda con el Tercer Reich: moral, por el apoyo político y diplomático recibido; y económica, porque la ayuda material ascendía a la nada desdeñable cifra de 378 millones de marcos. Para los máximos dirigentes españoles, la Alemania nacionalsocialista y la Italia fascista aparecían como sus aliados naturales, de la misma forma que Francia e Inglaterra eran vistas como potenciales enemigas.

En la primera reunión de la Junta de Defensa Nacional, presidida por Franco a finales de 1939, ya se presentaron operativos de ataque para el sur de Francia y el Marruecos francés, y planes para bloquear el estrecho de Gibraltar en caso de guerra. No obstante, al tiempo que Londres y París declaraban la guerra a Berlín, el BOE publicaba un decreto por el que se ordenaba la más estricta neutralidad a los súbditos españoles, con arreglo a las leyes vigentes y a los principios del Derecho Público Internacional”.

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La realidad era muy diferente. Al menos hasta finales de 1943, las autoridades españolas no solo hicieron la vista gorda ante las actividades militares y de espionaje alemanas en nuestro país, sino que las favorecieron. Eso sí, siempre a espaldas de los británicos. Al poseer el control de los mares, Londres podía cortar en cualquier momento las vitales importaciones de combustible y alimentos que tanto necesitaba España a través de la no concesión de sus navicerts (certificados de navegación).

Estos documentos, expedidos por los consulados de Su Majestad, certificaban que el buque de un país neutral no transportaba mercancías para el enemigo y le permitían pasar las frecuentes inspecciones de los buques de guerra británicos.

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Franco y Heinrich Himmler en su visita a España en 1940. Wikimedia Commons / Bundesarchiv, Bild 183-L15327 / CC-BY-SA 3.0.

Tras la caída de Francia y la entrada de Italia en la guerra del lado alemán, muchos pensaron que la victoria del Eje estaba asegurada. También Franco, que comenzó a esbozar el papel de España en el nuevo orden europeo que se estaba gestando, un papel que pasaba indefectiblemente por su participación en la contienda.

Casi todo el mundo entendió que el giro de España, en junio de 1940, de la neutralidad a la no beligerancia (figura no reconocida en el Derecho Internacional que permitía cierto apoyo a un bando manteniendo todas las ventajas de un país neutral) era el paso previo a la guerra.

La inmediata ocupación española de la zona internacional de Tánger y el acuartelamiento de sus tropas en el Protectorado de Marruecos reforzaron esa impresión. Mientras grupos de jóvenes falangistas recorrían las calles de las principales ciudades al grito de “¡Gibraltar español!”, los contactos entre Madrid y Berlín se incrementaron hasta culminar en la entrevista entre Franco y Hitler en Hendaya, en octubre de aquel año.

Hitler perdería el interés en la participación española en el conflicto, entre otras razones, por el precio económico y militar que suponía armar y alimentar una España exhausta.

Sin embargo, el líder alemán perdería el interés en la participación española en el conflicto. Por un lado, por las excesivas peticiones de Franco a costa de las posesiones galas en el norte de África, en un momento en que para Hitler prevalecía la colaboración con la Francia de Vichy. Por otro, por el precio económico y militar que supondría para el Reich armar y alimentar a una España exhausta. Se había firmado un protocolo secreto que establecía la entrada de España en guerra cuando se la proveyera de lo necesario, pero por el momento Hitler aparcó la cuestión.

El envío, a mediados de 1941, de la División Azul a combatir junto a la Wehrmacht (las Fuerzas Armadas alemanas) en la URSS representó una forma de acallar las continuas peticiones alemanas de implicación en la guerra.

Sin embargo, la postura de Franco no parecía tan proclive como el año anterior. A pesar de las victorias alemanas, la contienda se adivinaba ahora larga y, tras la entrada en ella de Estados Unidos, incierta, aunque todavía no se dudaba del triunfo final del Eje. Convenía nadar y guardar la ropa, lo que equivalía a buscar complejas explicaciones para algunos actos. Como el pretexto dado al embajador americano Hayes en 1942 en torno a la actuación de tropas españolas en la URSS: nuestro país no era neutral en la lucha contra el comunismo (de ahí la intervención en Rusia), pero sí lo era respecto al conflicto que enfrentaba al Eje con las potencias occidentales…

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Reemplazos para la División Azul. Voluntarios españoles marchan hacia sus destinos. Wikimedia Commons / Schröter.

Alemania en España

Durante la Guerra Civil, las ayudas económicas alemanas se habían canalizado a través de varias empresas que acabaron dando forma a la sociedad de cartera Sofindus-Rowak, cuya presencia aumentaría en los años posteriores. Su función primordial consistía en controlar el flujo económico entre ambos países y, en especial, en hacerse con materias primas (hierro vizcaíno, mercurio manchego, wolframio gallego…), de las que tan necesitada se hallaba la industria bélica del Reich.

Las empresas de Sofindus solían estar presididas por testaferros españoles, dado que la legislación no permitía que el capital extranjero fuese mayoritario en las compañías nacionales. Parte de su financiación corría a cargo de partidas de metales preciosos, algunos de dudoso origen, que llegaban de Alemania.

El wolframio, también llamado tungsteno, es un metal escaso utilizado sobre todo para endurecer el acero, en especial el de los blindajes y el de los proyectiles perforantes, por lo que se convirtió en estratégico en tiempos de guerra. Siendo España la principal suministradora del Reich, sus agentes libraron una verdadera guerra para hacerse con la mayor cantidad posible de él, tanto de forma legal como ilegal. Sus homólogos británicos perseguían lo mismo, no tanto por necesidad como para evitar que la producción cayera en manos germanas. Los gobiernos aliados presionaron al español para que limitara las exportaciones, que nunca cesaron del todo.

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Los intereses alemanes en nuestro país no se limitaron a las materias primas. También se extendieron a la mano de obra. Ya antes de la invasión de la Unión Soviética, el gobierno de Hitler pidió el envío de trabajadores españoles para cubrir en la industria los puestos de quienes empuñaban las armas. Las autoridades hispanas lo consideraron como una oportunidad de reducir el desempleo existente, y se llegó a un acuerdo en el verano de 1941.

Los periódicos publicaron amplias informaciones sobre las condiciones de trabajo y los salarios. Los voluntarios que se inscribían debían comprometerse a enviar la mitad de su nómina a sus familias en España. La situación con que se encontraron los emigrantes, aunque variable en función de los patronos, resultó en conjunto peor de lo esperado: deducciones salariales, alimentación insuficiente, alojamientos precarios y dureza en el trato. Todo esto, unido al peligro de los bombardeos, hizo que el interés inicial decayera, y resultó cada vez más difícil encontrar voluntarios.

La última expedición salió de España el 5 de julio de 1943, y los que marcharon a partir de entonces lo hicieron a título particular. En total, sumaron unos diez mil, lejos de los entre 50.000 y 100.000 solicitados por las autoridades germanas.

La Alemania nacionalsocialista se había convertido en un referente. Falangistas y militares solían sentir gran admiración por lo teutón.

Con todo, pese al nacionalismo imperante en la península (incluso se españolizaban los nombres extranjeros, empezando por “Adolfo” Hitler), la presencia alemana era bien vista por la mayor parte de la población pronacional. En especial por falangistas y militares, que sentían gran admiración por todo lo teutón. Es más, la presencia de comisiones militares y civiles durante la Guerra Civil, además de la Legión Cóndor, había permitido establecer lazos de profunda amistad que después se revelarían muy útiles.

La Alemania nacionalsocialista se había convertido en un referente en muchos órdenes. Se imitaban sus modelos, tanto ideológicos como culturales, y era de buen tono que las familias pudientes contrataran a un profesor particular que enseñase la lengua de Goethe a sus hijos, o que estos estudiaran en el Colegio Alemán allí donde lo había, como en Madrid y Barcelona. De todos modos, ni a las familias católicas ni a la jerarquía eclesiástica les gustaba en absoluto el laicismo y la coeducación (clases con niños y niñas) de los colegios alemanes.

Sería precisamente la Iglesia la más crítica a la hora de enjuiciar estos paradigmas. Cuando a principios de 1940 se firmó el acuerdo cultural hispanoalemán, el entonces secretario de Estado vaticano y futuro papa Pío XII, monseñor Pacelli, llamó al embajador español para mostrarle el profundo malestar del Pontífice. A su entender, semejante alianza abría “de par en par las puertas a la propaganda ideológica nazi, impregnada de espíritu pagano, en una nación tan católica como España”.

Medios de propaganda

Para Berlín, mediatizar a la opinión pública española para implicarla en la contienda era un objetivo básico. El gobierno de Franco había establecido restricciones a la difusión de propaganda extranjera, pero esos límites no parecían aplicables en el caso de la alemana.

La controlaba Josef Hans Lazar, jefe de prensa de la embajada germana, a cuyas fiestas acudía “el todo Madrid”. Moreno, bajito y engominado, este astuto periodista influía en muchos rotativos, como Arriba Informaciones. En ellos insertaba las “Cartas berlinesas”, elaboradas por su amplio equipo, que reflejaban la visión alemana sobre temas de actualidad. Gracias a donaciones de empresas germanas radicadas en España, Lazar editaba revistas como la juvenil Heroísmo y aventura, la satírica Colección de los 7 o la bélica Instantáneas, así como hojas parroquiales.

El equipo de Lazar traducía también algunas publicaciones de gran aceptación, como la generalista Signal o la aeronáutica Der Adler, órgano de la Luftwaffe (el Ejército del Aire). Se remozaba la quincenal Aspa, que, como indicaba su subtítulo, trataba de las “Actualidades sociales y políticas de Alemania”. Solía incluir amplios reportajes sobre la División Azul, las actividades culturales españolas en el Reich o la idílica imagen de la “juventud europea en lucha”.

El Instituto Iberoamericano y la Sociedad Germano Española en Berlín, presididas por el general Faupel, que había sido el primer embajador alemán ante Franco, favorecían los intercambios culturales. Al mismo tiempo, el Instituto Cultural Germano en Madrid ofrecía numerosas exposiciones exaltando los logros nacionalsocialistas. A estos eventos asistían las principales autoridades políticas y militares españolas. Este instituto financiaba determinados estudios, como el que relacionaba a los antiguos germanos con los guanches de las Canarias.

La presencia germana también resultaba notoria en los medios audiovisuales. Los “partes” de Radio Nacional de España bebían de fuentes alemanas, como la agencia de noticias Transocean. Y la radio oficial del Reich (ReichsRundfunk) emitía diariamente en español boletines y charlas, demasiado adustas para el gusto peninsular, pero que servían para que los combatientes españoles en Rusia enviaran mensajes a sus familias. Hasta la aparición del NO-DO (Noticiarios y Documentales) en 1943, el espacio Actualidades UFA competía con ventaja en los cines españoles con el italiano Noticiario Luce y el norteamericano Fox-Movietone, que la diplomacia del Tercer Reich intentó hacer prohibir –por antialemán– sin éxito. También fracasaría en su tentativa de adquirir la recién creada Agencia EFE con la intención de proyectar su doctrina en Hispanoamérica.

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Visita de Hitler a los estudios UFA. Wikimedia Commons / Bundesarchiv, Bild 183-1990-1002-500 / CC-BY-SA 3.0

La cinematografía española dependía mucho de los medios técnicos germanos. No solo se habían rodado diversas coproducciones en los estudios de la UFA en Babelsberg, como Carmen la de Triana (Florián Rey, 1938) o Suspiros de España (Benito Perojo, 1939). La mayor parte del material existente era de procedencia alemana (Afga o Telefunken), y muchos de los técnicos se habían formado allí. Desde antes de comenzar la guerra mundial, los filmes propagandísticos nazis se habían sucedido en las pantallas nacionales. Seguiría siendo así, aunque sin demasiado éxito entre el público, a pesar del apoyo oficial.

Les fue mejor a las películas divertimento, como la romántica La ciudad soñada (Veit Harlan, 1942) o la superproducción Las aventuras del barón Munchausen (Josef von Báky, 1943). Este tipo de estrenos se sucedieron con regularidad hasta finales de 1944. De todas formas, no lograron hacer sombra a las producciones hispanas, y mucho menos a las norteamericanas, que copaban gran parte de la cartelera.

Las compañías de variedades obtuvieron mucho más éxito. Como Los Vieneses, de los austríacos Artur Kaps y Franz Johan, que revolucionaron el género con la inestimable ayuda de las vedettesTrudi Bora o Irene D’Astrea, y que incluso se asentaron definitivamente en España.

Hacia la “neutralidad”

El 31 de enero de 1943 se celebraba por todo lo alto en el Palacio de Bellas Artes de Madrid el 10 aniversario del nombramiento de Hitler como canciller del Tercer Reich. Sin embargo, algo comenzaba a cambiar. Un par de meses antes se había producido el desembarco aliado en Marruecos y Argelia, lo que hizo temer a Franco la invasión de España, pese a las garantías dadas por Churchill y Roosevelt.

El desarrollo de actividades alemanas sufrió cada vez más trabas, mientras las autoridades españolas procuraban borrar toda huella de colaboración con Hitler.

El nuevo acuerdo firmado en febrero con Alemania preveía una destacada ayuda militar, pero la actitud del nuevo ministro de Exteriores, el general Francisco Gómez-Jordana, supuso un viraje de facto de la política exterior española. Se concretó en la retirada de la División Azul y en el discurso de Franco que calificaba la posición española de “neutralidad vigilante”, además de verse reforzada con dos grandes intercambios de prisioneros en el puerto de Barcelona bajo el paraguas de la Cruz Roja.

A partir de entonces, el desarrollo de las actividades alemanas sufrió cada vez más trabas, mientras las autoridades españolas procuraban borrar toda huella de colaboración y los retratos del Führer desaparecían de algunos despachos. Los medios escritos recibieron la orden de no ser tan proalemanes y de tratar favorablemente la actuación norteamericana en el Pacífico, y en sus páginas aparecieron los horarios de audición de la BBC. Habían tenido mucho que ver las presiones de los embajadores de Washington y Londres, que amenazaron con represalias concretas, como el cese en el suministro de petróleo.

En mayo de 1944 se firmó con ellos un acuerdo que reducía al mínimo la exportación de wolframio al Reich, al tiempo que los agentes germanos eran expulsados de Tánger. Mientras tanto, a medida que se desvanecían las posibilidades de victoria de Hitler, España se convertía en un codiciado destino para todo alemán que pudiera.

Su ritmo de llegada aumentó en los últimos meses de guerra e incluso después. Muchos gerifaltes nazis, reconvertidos en simples empleados de empresas alemanas, accedieron a nuestro país por la ruta Berlín-Madrid de la aerolínea Lufthansa, mientras continuó abierta. Después solo fue posible hacerlo como polizones en buques de países neutrales, o bien a través de la frontera francesa, como habían hecho sus perseguidos durante años. Junto a los exdirigentes nazis llegaban ciudadanos alemanes que solo temían por sus vidas en unos momentos en que resultaba difícil establecer el papel de cada cual.

Varias organizaciones secretas (Ogro, Brandy…) se encargaban de sufragar sus necesidades y preparar su posible traslado a Sudamérica. Gracias a sus contactos con diversas autoridades españolas, en especial con Falange, ofrecieron a los recién llegados documentación y alojamiento. Clarita Stauffer, dirigente de la organización falangista Auxilio Social e hija de un eminente industrial instalado en España el siglo anterior, fue una de las que más se desvivían atendiendo a cuantos llegaban.

Todo esto provocó las protestas de los embajadores aliados, que entregaron al gobierno español varias listas de ciudadanos alemanes cuya extradición solicitaban. En un tira y afloja que duró hasta 1949, solo fueron extraditados alrededor de un millar de los cerca de diez mil germanos que se refugiaron en España. La guerra fría llamaba a la puerta, y tanto la España de Franco como muchos de los que hasta entonces se perseguía pasaron a convertirse en potencialesaliados de Occidente contra el comunismo.

Origen: España y el Tercer Reich

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