19 abril, 2024

Estampitas por chocolate. Oro verde (Inma Roiz)

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Corrían los años 50 y el hambre hacía mella en los estómagos de los estudiantes. Cualquier comida era el mejor incentivo, más si el ofrecimiento hace referencia a una taza de chocolate, un lujo fuera del alcance de la mayoría. El desánimo llega cuando la recompensa se convierte en un engaño. Así sucedía en un colegio de religiosos alemanes en las húmedas tierras de Bizkaia.

Continuad buscando. Hallaréis la siguiente pista bajo techo. Esas palabras fueron las que leyeron en el papel que acababan de descubrir oculto entre la hojarasca, a los pies de un abedul amarilleado ya por el otoño. A lo lejos se oía el jolgorio de los otros estudiantes, que en grupos de cuatro o cinco, buscaban, al igual que Roque y sus amigos, las pistas que los frailes habían escondido por el monte. El premio, para el equipo que encontrara la última, iba a ser una taza de chocolate.

Se relamían pensando en eso, en el calor dulce y reconfortante del chocolate, aunque la mayoría de ellos no lo había probado nunca. Roque tuvo ocasión sólo una vez, aquel mismo verano en Polaciones, con motivo del cumpleaños de la prima Pili. El paladar se le había llenado de sensaciones cuando dio el primer sorbo. Todos le animaban a hacer sopas de pan con el líquido oscuro que tenía delante, pero no quiso, su aroma le parecía suficiente para alimentarse. Es cierto que entonces no pasaba hambre, como le sucedía ahora.

Corrieron en busca de algún tejado, o algo que se le pareciera, donde encontrar la siguiente pista. Aunque llevaban ya largo rato jugando, el incentivo del chocolate era suficiente para hacerles correr. Cianuco iba el primero, intentando interpretar las huellas que había en el suelo.

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– Aquí hay muchos jabalíes, mirad qué escarbada está la tierra –les anunció.

– ¡Igual se han comido el último papel y estamos haciendo el palurdo! –soltó risueño Pedrín mientras avanzaba tras los pasos estudiados de Nuco.

Venía de su casa con el nombre alargado, de Cian a Cianuco, y ahora, sus amigos se lo acortaban quedándose sólo con el final; Nuco le decían. De la misma manera que a Pedro nadie le llamaba otra cosa que Pedrín y Gildo la mayor parte de las veces era Ildo, a lo que contestaba sin rechistar. Roque, sin embargo, seguía siendo Roque aquí y allá.

Buscaron durante largo rato sin saber qué. Un papel escondido en un monte puede ser tan malo o peor de encontrar que una aguja en un pajar. A veces escuchaban las voces de los otros más o menos cerca, y se les aceleraba el corazón. Querían ganar, el triunfo les sabría a chocolate.

Al otro lado de los árboles que sorteaban en su carrera por el premio se divisaba lo que en el pueblo llamaban el monte Calvario y que los religiosos habían convertido en tierras de cultivo. Según les habían contado, allí vivió, aislado, un hombre afectado de tuberculosis. Cuando supo de la enfermedad que sufría se adentró en ese monte próximo al hogar familiar y se construyó una chabola como la de los carboneros. Estaba convencido de esperar a la muerte allí, pacientemente, mientras desde casa le acercaban a diario la comida a un punto convenido, para que no se lo llevara el hambre. La única señal que se tuvo, durante años, de que aquel hombre continuaba con vida era que el alimento que se le servía desaparecía. Todas las mañanas iba un muchacho hasta el tronco de un árbol y allí, encima de una piedra puesta a propósito, colocaba una vasijilla de barro con el cocido y una hogaza de pan para el amo enfermo. Por las tardes el mismo criado se encontraba con el recipiente ya vacío. Finalmente, un buen día, con el aspecto de quien ha vivido entre animales, más semejante a un lobo que a un hombre, se presentó ante los suyos. Había sanado, les dijo, y así lo comprobaron los médicos. Y el monte se quedó con el nombre de Calvario.

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Roque pensaba en aquella historia, que entre otras muchas contaban los estudiantes más antiguos algunas noches en la oscuridad de la habitación, justo en el momento en que divisaron una especie de chozo o cabaña a medio derruir.

– ¡Ahí está, vamos! ¡Tiene que ser ahí! –les aventó Nuco.

Todos corrieron agitados.

– ¿Y si es la chabola del tísico? –les advirtió Roque.

– ¿Acaso crees que va a estar dentro? –se rió Pedrín, y sin dudarlo pasó al interior a gatas, como una alimaña, y sacó, con la sonrisa más altanera que tenía, un papelito que leyó a toda prisa: Aquí termina el juego. Habéis ganado.

Se pusieron a saltar y gritar de alegría. Vocearon todo lo que pudieron para que el resto de jugadores lo supieran y corrieron a un lado y a otro agitando los brazos en un baile triunfal. Ya no se acordaban ni del enfermo ni del hambre que arrastraban con ellos, sólo pensaban en el chocolate que les esperaba en la cocina del colegio.

Salieron al claro donde estaban los frailes y les entregaron el papel. Iban orgullosos y contentos, era la primera vez que ganaban algo en la vida.

El padre Adolfo metió la mano en el bolsillo de la sotana y sacó algunas estampitas que fue entregando a los campeones con una amplia sonrisa.

– Buen trabajo –les dijo–. Bien merecido tenéis este premio.

Los cuatro se miraron atónitos. Y cuando ya no pudo más Pedrín preguntó por el chocolate, pero el fraile se había dado la vuelta y caminaba de espaldas a ellos sin prestarles atención.

Algún alumno no pudo evitar una risa irónica y burlona, pero la mayoría sintió aquello como una decepción en carnes propias. A todos el aliciente del chocolate les había alegrado la tarde, ensalivándoles la vida por un instante.

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– Quizá cuando lleguemos al colegio nos lo dan –les dijo Roque algo esperanzado todavía.

– Veremos a ver, pero de estos no hay que fiarse –fue la respuesta de Ildo, el más desconfiado de los cuatro, que iba echando la rabia que sentía en la estampita que retorcía sin compasión, pero con disimulo, en el interior de la mano.

No hubo más premio que aquel, ni este día ni otro. El juego se convirtió en habitual, y siempre era el padre Adolfo el que los llevaba a buscar papelitos al monte. En alguna ocasión hubo un tazón de malta para los ganadores, pero nada más. El chocolate era una quimera en su vocabulario de niños pobres y hambrientos. Su única venganza fue la que estaba a su alcance, y a aquel fraile le empezaron a llamar entre ellos por el nombre de su compatriota, el que había sido derrotado por los Aliados no hacía tanto tiempo, y cuando le veían aparecer a lo lejos siempre había alguno que se atrevía con un ¡Heil! susurrado entre risas.

Extracto de la novela “Oro verde” de Inma Roiz
Ttarttalo Argitaletxea

Origen: Estampitas por chocolate. Oro verde (Inma Roiz)

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