Este texto cifrado del siglo XIX conduce a uno de los mayores tesoros enterrados del planeta
Hasta poco antes de su muerte Robert Morris jamás abrió la caja que le habían encomendado. Un día volverían a por ella, o eso le dijeron, pero lo cierto es que habían pasado 23 años desde aquel encuentro con el extraño y jamás volvió a saber de él, así que decidió ver lo que contenía. Se trataba de tres textos cifrados junto a unas cartas escritas a mano informando de la existencia de un importante tesoro enterrado. Desde el S. XIX sin resolverse el Santo Grial de la criptografía… ¿o quizá siempre ha sido una gran broma?
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Hasta poco antes de su muerte Robert Morris jamás abrió la caja que le habían encomendado. Un día volverían a por ella, o eso le dijeron, pero lo cierto es que habían pasado 23 años desde aquel encuentro con el extraño y jamás volvió a saber de él, así que decidió ver lo que contenía. Se trataba de tres textos cifrados junto a unas cartas escritas a mano informando de la existencia de un importante tesoro enterrado. Desde el S. XIX sin resolverse el Santo Grial de la criptografía… ¿o quizá siempre ha sido una gran broma?
Decía Carl Hammer que alrededor de un 10% de los magos de la criptografía, de las grandes mentes descifradores de códigos y mensajes secretos u ocultos tras la historia del planeta, se han dedicado a intentar resolver el puzzle incompleto. Ninguno lo ha conseguido. Un gran enigma que hoy cuenta con tantos detractores como fieles seguidores tras la búsqueda del tesoro de Beale. Y todo comenzaría hace mucho tiempo, a finales de 1817.
El cifrado de Beale
Era el año 1885 cuando sale a escena un autor bajo el nombre de James B. Ward. El hombre revela una serie de papeles que tenía en su poder, nada menos que una “guía” que conduce a un tesoro escondido. Ward explica que aquel que tenga la suficiente inteligencia será capaz de descifrar el puzzle que viene incluido en los papeles. Acto seguido Ward cuenta la historia de cómo han llegado esos textos hasta su poder.
Varias décadas atrás, en 1817, un aventurero americano llamado Thomas Jefferson Beale se encontraba cazando búfalos junto a un grupo de 30 hombres. El tipo era el líder de una expedición que se encontraba en el suroeste de Estados Unidos, en las proximidades de lo que hoy es Colorado. Ese mismo día tropiezan con una mina en cuyo interior encuentran grandes cantidades de oro y plata.
¿Qué hacen? Algo parecido a lo que posiblemente estés pensando, guardar el secreto y trazar un plan para sacar de allí semejante tesoro sin que nadie se percatase. Pasarían en el enclave los dos años siguientes, en silencio y como hormigas trasladando los metales preciosos hasta Virginia, lugar de origen de la mayoría de ellos, y ubicándolos en un lugar seguro en las cercanías de Lynchburg. Ese lugar, obviamente, es el quid de la cuestión, pero lo que sí se sabe a través de las cartas es que está enterrado bajo tierra, en una bóveda o cámara subterránea entre los años 1819 y 1821.
Una vez escondido, Beale escribe tres notas, cada nota una pista, tres papeles que explicaban:
- Nota 1: La ubicación, donde se encuentra el tesoro
- Nota 2: El contenido exacto del tesoro.
- Nota 3: Quiénes son los dueños del mismo.
Ocurre que pasado el tiempo y como veremos a continuación, Beale desaparece después de dejarle las notas a un hombre. Pasado el tiempo uno de los tres papeles logra descifrarse a través de una versión ligeramente modificada de la Declaración de Independencia de los Estados Unidos, todo un hallazgo aunque incompleto, ya que ni el primer texto (el más importante por la ubicación) ni el tercer texto (los dueños del tesoro) son resueltos. Ni la Declaración de Independencia ni ningún otra fuente conocida dan como resultado un texto legible de los textos cifrados 1 y 3. En resumen, fuera lo que fuese, Beale había hecho un gran trabajo.
O quizá no. Y es que aún hoy, con los avances en el campo de la criptografía, ni siquiera los equipos más modernos han sido capaces de acercarse a la solución de los textos. Esto es lo que ha llevado a numerosos estudiosos en el campo a pensar si realmente existe tal tesoro, o peor aún, ¿existe realmente Thomas Beale o es una gran broma del señor Ward?
Los textos pasan de manos
Ward explicaba que una vez que Beale escribió las tres notas cifradas y las encerró en el interior de una caja de hierro, le da la caja al dueño de una posada que conocía y que creía fiable, el señor Robert Morris, en el año 1822. Beale le da la caja con una serie de estrictas reglas e instrucciones. En primer lugar le explica a Morris que bajo ningún concepto puede abrir la caja a menos que él o alguno de sus colegas no regresen a por ella en el transcurso de los próximos 10 años. Por último le indica que le enviará una carta con la solución del sistema de cifrado de los textos en caso de que sea finalmente el dueño de la caja si no regresa.
Pasaron los años y Morris nunca volvió a saber de Beale. Así que en 1845, 23 años después del encuentro con el explorador, Morris piensa que Beale ha muerto y no aguanta más. Decide abrir y ver el contenido de la caja.
Con sumo cuidado abre la misteriosa caja y se encuentra con dos cartas y tres notas cifradas. Morris se viene arriba e intenta descifrar los textos pero sus intentos fueron infructuosos. El posadero se da por vencido y no le hace más caso al contenido.
Poco antes de su muerte y recordando el enigmático encuentro con Beale, Morris decide traspasar los “poderes” de la caja a un amigo anónimo. Un hombre hasta la fecha desconocido que consigue descifrar los secretos que contenían el texto número 2. Este hombre lo había intentando anteriormente con otros libros sin resultado hasta que llega a la Declaración de la Independencia de Estados Unidos.
Al parecer, el sistema de cifrado era una secuencia de cerca de 800 números en cada uno de los tres textos. En el caso del texto 2, cada número correspondía a una palabra incluida en la Declaración de la Independencia. La primera letra de cada una de esas palabras llevaba a la solución, aunque eso sí, y como apuntaría Ward, con algunas variaciones o modificaciones en la ortografía y puntuaciones.
Un ejemplo del comienzo: Si el texto cifrado comenzaba con 115, 73, 24 …, acudiendo a la Declaración coincidían con las palabras instituted, hold, another, lo que a su vez y juntando la primera letra de cada una de ellas (I+H+A) acaba dando el texto (des)cifrado (ese principio comenzaba con un I have deposited… ). Así, una vez hechas las correcciones y añadidas las puntuaciones a la lectura, el texto número 2 venía a decir los siguiente:
He depositado en el condado de Bedford, a unas cuatro millas de Buford, en el interior de una bóveda y a seis pies bajo tierra, los siguientes artículos que a su vez pertenecen a las partes cuyos nombres figuran en el texto adjunto número 3:
El primer depósito consiste en 1.014 libras de oro y 3.812 libras de plata, todo ello depositado en noviembre de 1819. El segundo se hizo en diciembre de 1821 y constaba de 1.907 libras de oro y 1288 de plata, además de joyas obtenidas en St. Louis por un valor de 13 mil dólares.
Todo ello empaquetado de forma segura en una cubierta de hierro. El texto número 1 describe la localización exacta de la cámara subterránea de manera que, de descifrarla, no debería existir ningún problema para encontrarla.
Sin embargo el amigo de Morris había sido incapaz de descifrar la primera y la tercera nota. Este anónimo es el que acaba contactando con Ward y los dos acaban publicando el folleto de todo aquello cuanto sabían hasta la fecha. Lo hacen, según explica Ward, con la esperanza de que en ese presente o futuro cercano la conjunción de mentes puedan dar con la solución y desbloquear los dos sistemas de cifrado que llevan al tesoro.
La búsqueda del tesoro de Beale
En las décadas siguientes todos los intentos por descifrar los textos fueron inútiles. A pesar de que existía una posibilidad de encontrar un tesoro enterrado en algún punto específico, nadie dio con la solución. Esto propició que a finales del siglo XIX muchos comenzaran a preguntarse si realmente existía tal tesoro o si por el contrario era una historia inventada. Al fin y al cabo, nadie podía afirmar haber visto los documentos originales de Beale a excepción del propio Ward.
Así, a comienzos del S.XX se mezclan las expediciones de buscadores del misterioso tesoro con los más escépticos. Hasta finales de la década de los 60, momento en el que aparece en escena Carl Hammer, uno de los pioneros de romper un código informatizado, y quién fija su atención en los cifrados de Beale. Hammer no consigue grandes progresos pero concluye que los patrones de las dos notas sin descifrar parecen no ser aleatorias.
La investigación de Hammer abría de nuevo de par en par la promesa de Beale (o quien sabe si de Ward). Lo cierto es que su trabajo venía a decir que si Beale o el mismo Ward habían hecho un texto aleatorio como broma, era altamente improbable que mostrara el grado de sistematicidad que había encontrado.
Más tarde aparecía en escena el criptógrafo Jim Gillogly con su artículo A Dissenting Opinion, quién hace un nuevo descubrimiento sobre los textos. Gillogly contaba que aunque Hammer estuviera en lo cierto y el texto cifrado no estaba hecho al azar, también había encontrado que el mismo cifrado no parecía corresponder a las propiedades del propio idioma inglés. Es decir, que al intentar utilizar la Declaración de la Independencia para el texto 1 y 3 (igual que se hizo en el 2), el resultado produjo varias secuencias sospechosamente ordenadas, cuando lo normal en un intento de descifrar es que se produzcan secuencias de aspecto arbitrario de letras.
La afirmación de Gillogly volvía a poner en duda a Ward, ¿sería una invención? Se sabía que las copias de los documentos con los que hizo público el “tesoro de Beale” los había puesto a la venta por 50 centavos de dólar la copia (de la época). ¿Sería posible que estos documentos fueran un engaño y una máquina de hacer dinero para Ward?
La duda, desde luego, estaba más que fundamentada y seguiría latente. Llegados a 1982 aparece en escena el investigador y escéptico Joe Nickell, quién publica un informe evaluando el material que se sabe a través de diferentes tipos de pruebas.
Primero con el registro histórico, del que Nickell encuentra que Robert Morris efectivamente existió y fue el dueño de una posada en la ubicación correcta. En cambio el detective no encuentra una pista que ofrezca datos reales sobre Thomas J. Beale, no hay evidencia de su existencia. Sí la hay para el autor James B. Ward, quien según sus pesquisas y los registros que encontró, se había registrado durante un tiempo como un masón. Nickell decía que los conocidos lo describían como un hombre íntegro, pero poco más se sabía.
No sólo eso, el investigador también concluía que el lenguaje utilizado por las copias que facilitó Ward no se ajustaban al período en el que supuestamente las escribió Beale. Nickell se refería a palabras o expresiones demasiado nuevas para la década de 1820, aunque cabía la posibilidad de que fueran los primeros usos.
El detective también pone de relieve que parece sospechosamente conveniente que el único texto que se había descifrado y posteriormente publicado por Ward fuera precisamente el que proporcionaba todos los detalles tentadores acerca del tesoro, claro está, sin la ubicación precisa, y recordando que esa primera nota ofrecía la localización exacta del tesoro. Para Nickell el tercer texto es el más superfluo (los dueños del tesoro) pero a la vez le confiere al conjunto mayor autenticidad.
Por último, Nickell y su colega Jean Pival analizaron los estilos de los textos supuestamente de Beale y los de Ward. Según ambos investigadores:
Las sorprendentes similitudes en los documentos de Ward y Beale indican que un autor era el responsable de ambos. A pesar de que dos escritores pueden compartir una característica idiosincrásica, la puesta en común de varias características extraordinarias constituye, en mi opinión, evidencia concluyente de que la misma mano escribió ambos documentos.
Como reconoce el mismo Nickell, queda la gran pregunta acerca de cómo un hombre descrito como íntegro acaba elaborando un plan de engaño de este calibre. Quizá, apunta, la buena reputación no fue derivada de su trabajo, o quizá la desesperación financiera lo llevó a traicionar sus valores. O quizá también, existe una tercera explicación aportada por el investigador: todo se podía deber a una ilustración metafórica de la filosofía masón, a menudo implicadas con símbolos y alegorías.
Sea como fuere tras Nickell aparecía en escena Peter Viemeister, historiador e investigador del código Beale, quién aseguraba que a utilizando el censo junto a otros documentos de la época había identificado a varios Thomas Beale, todos nacidos en Virginia y todos ajustándose a los hechos conocidos. ¿Entonces?
De lo que no hay duda es de que los textos cifrados de Beale son un documento histórico de la historia de la criptografía en Estados Unidos y de la propia cultura popular. Tal es así que mismo relato se ha llegado a unir a la figura de Edgar Allan Poe, sugerido este como el verdadero autor del folleto descriptivo. La razón es el propio interés del autor por la criptografía y su cercanía en el tiempo con el encuentro Beale-Morris. Sin embargo Poe murió en 1849, mucho antes de la publicación de los textos, y su prosa difería significativamente de los textos.
Existiera o no Beale, fuera o no Ward, sea o no una broma o estafa de este último, lo cierto es que aún hoy no existe consenso. Los entusiastas de la criptografía y numerosos grupos de investigación han continuado tratando de descifrar los textos en vano, los códigos que llevarían a ese supuesto tesoro valorado en más de 60 millones de dólares en la actualidad.
Durante gran parte del S. XX se han dado infinidad de intentos con buscadores de tesoros o eminencias en el campo como Herbert O. Yardley (fundador de la US Cipher Bureau) o el famoso criptoanalista William Friedman. Friedman, figura del codebreaking en Estados Unidos durante la primera mitad del S. XX y al cargo de los servicios de inteligencia, incluyó al propio cifrado de Beale como parte del programa de formación, y lo hizo porque aunque no fueran ciertas o existan garantías de su veracidad, en todo caso se trata de una “obra de una ingenuidad diabólica, específicamente diseñada para atraer al lector desprevenido”.
Si durante mucho tiempo -incluso aún hoy se defiende- el manuscrito Voynich fue la piedra filosofal de esos grandes misterios y enigmas por resolver (con o sin código de por medio), los devotos de Beale han conformado una imagen aún perdurable, una historia aún creíble que cautiva como pocas. Al fin y al cabo, ¿a quién no le apetece encontrar un tesoro con semejantes riquezas?
Origen: Este texto cifrado del siglo XIX conduce a uno de los mayores tesoros enterrados del planeta