Eylau: la gesta imposible de los jinetes franceses para evitar el exterminio de las falanges de Napoleón
«Dime, Murat, ¿vas a permitir que esta gente nos devore?». Las palabras que dirigió el 8 de febrero de 1807 el «Empereur» Napoleón Bonaparte a su subordinado, el mariscal Joaquín Murat, eran algo más que una mera orden. Tras ellas se escondía un desafío. Una pequeña punzada para picar su orgullo. Y el oficial (más que odiado años después en España por perpetrar todo tipo de tropelías contra nuestras gentes) reaccionó exactamente como el «Pequeño corso» esperaba: «¡A la carga! ¡Todos serán para mi!». Así se inició la que, a la postre, sería una de las cargas de caballería más famosas de la historia: la de la batalla de Eylau. Una contienda en la que este oficial -junto a 11.000 jinetes galos– logró contener a 20.000 soldados rusos y evitó que la «Armée» francesa fuese aplastada por las tropas de la Cuarta Coalición.
Pero ni todos los Murats del mundo podrían haber evitado la matanza que hubo que lamentar en la batalla de Eylau (región ubicada al norte de la actual Polonia). No en vano, aquella jornada se dejaron la vida entre 30.000 y 50.00 hombres (repartidos a partes iguales entre ambos bandos). La matanza, de hecho, fue tal que el mariscal Michel Ney espetó lo siguiente apenas una jornada después: «¡Qué masacre! ¡Y sin ningún resultado!». Otro tanto le sucedió al mismo Bonaparte, quien escribió el 12 de febrero una frase que ha pasado a la historia por su crudeza: «Un padre que pierde a sus hijos no encuentra ningún encanto en la victoria. Cuando el corazón habla, la gloria ya no ofrece ilusión alguna». Así pues, y aunque la contienda marcó el comienzo del fin del ejército ruso a manos de «la France», también se tornó en una de las mayores vergüenzas para el general galo.
Hacia Eylau
El origen de la cruenta batalla de Eylau se remonta a los comienzos del siglo XIX. La misma época en la que una perpleja Europa asistía con pavor al auge de la revolución impuesta en Francia por Bonaparte (emperador desde 1804). No les faltaba razón, pues para entonces el «Pequeño Corso» ya había extendido sus tentáculos por las cortes de medio occidente y había demostrado sobradamente sus capacidades militares en grandes victorias como la de Austerlitz (diciembre de 1805). Por si esta retahíla de avances no fuesen suficientes, la paciencia de las potencias de la época se colmó en 1806, cuando el «Empereur» hizo efectivo su dominio de una buena parte de Alemania propiciando la creación de la conocida como Confederación del Rin.
«En julio de 1806, Napoleón creó la Confederación del Rin (Rheinbund), constituida por dieciséis estados alemanes (incluidos Baviera, Württemberg, Baden y Hesse-Darmstadt) más el Gran Ducado de Varsovia, situado fuera del Sacro Imperio Romano. La Confederación adoptó el código napoleónico e instituyó toda una serie de reformas, entre las que se contaba la abolición de la servidumbre», explica Mary Fulbrook en su obra « Historia de Alemania». El Sacro Imperio Romano Romano fue abolido apenas un mes después, el 6 de agosto, por existir solamente sobre el papel y a nivel nominal.
Por su parte, las viejas potencias reaccionaron ante este dominio uniéndose en la Cuarta Coalición ese mismo año. Una alianza formada por Inglaterra, Rusia, Prusia y Suecia.
La alianza declaró la guerra a Napoleón I el 1 de octubre y, tan solo unas jornadas después, Francia se dispuso a dirigir a sus hombres contra Prusia. Todo un éxito táctico del «Pequeño corso», pues esta rapidez impidió al resto de integrantes de la Cuarta Coaliciónmovilizarse a tiempo para plantar batalla. Así, Federico Guillermo III se vio obligado a enfrentarse solo ante el poderoso ejército galo en las contiendas de Jena y Auerstädt (ambas libradas el 14 de octubre). En ellas, la «Armée» demostró por enésima vez que no tenía rival en campo abierto aplastando a unas fuerzas muy superiores en número.
Tras aquel desastre prusiano, Bonaparte decretó un bloqueo continental contra Gran Bretaña y se dispuso a enfrentarse a los rusos que llegaban desde el oeste. Al menos, según se afirma en « La batalla de Eylau» (editado por «50 Minutos»).
En la obra « Un Granadero de la guardia imperial sobre el sepulcro de Napoleon Bonaparte, historia de la vida pública y privada del ex-emperador» (fechada en 1830 y escrita, presuntamente, por un combatiente a las órdenes del Emperador) también se especifica este desesperado movimiento por parte de los rusos: «Se queria impedir que los franceses pasasen el Narew, recobrasen á Praga y llegasen al Vistula».
Nuevo enemigo
Dos meses después, allá por 1807, los franceses se toparon con el grueso del ejército ruso en Polonia dirigido por Levin August von Bennigsen (un oficial germano reconvertido en mandamás de los zares). En principio, ambos contingentes prefirieron respetarse desde la lejanía y tratar de engañar a su enemigo para obtener ventaja en el campo de batalla. Pero el tiempo corría en contra del «Empereur». Al fin y al cabo, este sabía que cada hora de retraso favorecía la llegada de refuerzos prusianos (nada menos que 10.000 hombres a las órdenes de Anton Wilhelm von Lestocq). Por si fuera poco, y tal y como se explica en «La batalla de Eylau», el ejército francés se tenía que enfrentar también a los retrasos provocados por un campo de batalla lleno de «amplias llanuras, estanques y arroyos pantanosos y fango y nieve».
Tras días de maniobras infructuosas, y hasta el sombrero de pico de que el enemigo no cayese en sus trampas, el «Pequeño corso» tomó la decisión de plantar batalla a los rusos antes de que arribaran sus refuerzos. Aunque, como era habitual en el galo, no se lanzó de bruces contra ellos. «Napoleón I sabía que no podía sorprender a Levin August von Bennigsen con una maniobra inesperada, así que decidió dirigir sus tropas hacia Könisberg, donde se encontraban las provisiones rusas. De esta forma, obligaba a su adversario a intervenir: la batalla frontal era inevitable», se explica en la obra.
Batalla
El enfrentamiento comenzó en la planicie cercana al pueblo de Eylau (actual Bragationovsk). En la misma, von Bennigsen ubicó a sus 60.000 hombres (algunos autores elevan esta cifra a 67.000) tras sus 336 piezas de artillería. Según afirma Andrew Roberts en la obra « Napoleón, una vida», su posición era inmejorable. Por su parte, el Emperador situó frente a ellos «48.000 combatientes […] y 200 cañones».
La desventaja gala era notable, pero el «Pequeño Corso» esperaba que, en breve, llegasen más refuerzos. «Ney, a 18 kilómetros al este, y Davout, a 15 al sureste, se aproximaban con otros 30.000», destaca el experto. Otro tanto sucedía con sus enemigos, que ansiaban que arriba Lestocq.
El 7 de febrero (a última hora de la mañana, en palabras de Roberts) los rusos terminaron de desplegar a sus tropas. Y a eso de las dos comenzó el primer día de batalla. El menos cruento y (por ello) el también menos recordado. Lo curioso es que Napoleón no deseaba iniciar la conquista del pueblo sin Ney pero, por razones varias, ordenó el ataque de la vanguardia sobre la urbe.
Al final del día, y con miles de bajas a espaldas de ambos bandos, Eylau quedó finalmente en manos galas. Y todo ello, a pesar de que el mandamás ruso había ordenado en principio a sus hombres reconquistarla a toda costa. Los combates se detuvieron con la caída de la noche, un momento de asueto en el que ambos bandos sufrieron la escasez de alimentos. No en vano un soldado galo llegó a quejarse porque solo podía fumar heno.
Desastre inicial
A la mañana siguiente la contienda se reanudó con un intensísimo fuego de artillería iniciado por los rusos, aunque sin mucho acierto. La respuesta gala, más efectiva, tampoco causó grandes bajas. Algo en cierto modo normal ya que, como señala Andrews, la nieve impedían a los artilleros distinguir quiénes eran sus aliados: «El viento helado y la ventisca recurrente hicieron de la visibilidad uno de los puntos clave de aquel día; en ocasiones cayó hasta los 15 metros. Por lo que los rusos desde la cresta a veces no divisaban Eylau y, con frecuencia, los oficiales eran incapaces siquiera de atisbar a sus propias tropas».
Así recordaba aquellos primeros momentos Coignet, un granadero de Napoleón, en sus memorias: «Los estragos en nuestros rangos fueron espantosos. Sea que tuviésemos los pies en la nieve o en el hielo, no sentíamos el frío. Diría que incluso esta temperatura tan rigurosa excitaba nuestro coraje. ¡Pero qué posición tan horrible! Permanecer inmóviles durante dos horas, esperando la muerte sin poder defenderse, y sin poder distraerse. En todas partes, los hombres caían, y filas completas desaparecieron (…) Las balas y los obuses desfondaron el hielo en la parte del lago más cercana a la villa de Eylau».
A las nueve y media de la mañana, después de los disparos, comenzó el combate a sangre y fuego. El primer movimiento de Napoleón fue enviar al veterano Jean de Dieu Soult y a sus hombres hacia el extremo izquierdo del campo de batalla con el objetivo de distraer al general ruso y permitir el despliegue de Louis Nicolas Davout (que arribaba con sus soldados desde el otro extremo de la ciudad). Les envió a una masacre, pues la artillería de von Bennigsen les causó una ingente cantidad de bajas. La desesperación del «Pequeño corso» se hizo entonces patente. Sabedor de que podía perder la contienda si caían los dos flancos, ordenó a Pierre François Charles Augereaudirigir a sus 9.000 hombres hacia la siniestra y ayudar urgentemente a Soult.
Augereau se dispuso a iniciar la marcha hacia el flanco. Muy a su pesar, todo hay que decirlo, pues aquel día estaba tan enfermo que apenas podía montar a caballo (había necesitado ayuda para alzarse sobre la silla). No obstante, ataviado con una bufanda que le cubría la mayor parte de la cara (y sobre la que se encajó su gorro) ordenó a sus hombres avanzar.
La maldición del flanco izquierdo se hizo palpable entonces, pues una terrible ventisca cegó al oficial y a su pequeña «Armée» y les impidió ver que se dirigían de frente hacia la artillería rusa. «Se perdió entre la ventisca durante su avance y se precipitó contra una batería rusa que disparaba morteros a quemarropa, guiándose solo por los destellos de los cañones», completa Andrews. Murieron o fueron heridos nada menos que 5.000 de sus hombres.
Charge
A las once de la mañana (11:15, para ser más exactos) la situación era desastrosa para Napoleón Bonaparte. El flanco izquierdo de su ejército estaba siendo destrozado, el derecho había sido fuertemente golpeado y los refuerzos (tan esperados como ansiados) no llegaban. Por si no fuera bastante con este panorama, von Bennigsen (que de tonto no tenía un pelo del pelucón) decidió enviar a su caballería y a parte de su infantería (unos 20.000 hombres) contra el centro galo. Un buen movimiento, pues sabía que el «Pequeño corso» andaba muy escaso de efectivos. ¿Qué hacer?
Desperado, Bonaparte llamó a su hombre de confianza, Murat, al frente de la caballería de reserva, y le azuzó para que le pusiera arrestos con su famosa frase: «Dime, Murat, ¿vas a permitir que esta gente nos devore?». Otros autores, no obstante, son partidarios de que el «Pequeño corso» fue algo más recatado y le espetó lo siguiente: «Coge toda la caballería que tengas y aplasta esa columna». La respuesta de su oficial fue instantánea, «¡A la carga! ¡Todos serán para mi!». Fue entonces cuando se sucedió una de las cargas de jinetes más grandes de la historia. De hecho, la cantidad de militares que participaron en ella fue tal que, a la postre, sería recordada como la «carga de los 80 escuadrones» (aunque solo hubo 52).
En dos tandas, los jinetes desataron el infierno. «Murat, vestido con una capa polaca y un bonete de terciopelo verde para la ocasión, armado solo con una fusta, lanzó a 7.300 dragones, 1.900 coraceros y 1.500 caballeros de la Guardia Imperial a un ataque temerario», añade Andrews. Fue la carga más determinante de la carrera de Murat. Aquella en la que demostró su valor ante un enemigo que le había acusado de cobarde. Durante el asalto se dijo también una de las frases más llamativas de toda la contienda. Y es que, cuando el coronel Louis Lepic (de los granaderos a caballos de la guardia) se percató de que sus hombres encogían la cabeza ante los disparos del enemigo, les gritó: «¡La cabeza alta! ¡Eso es metralla, no mierda!».
Así describe aquel mítico pasaje el historiador David Chandler en su pormenorizada obra « Las campañas de Napoleón»: «Con una presentación magnífica, los […] escuadrones de jinetes espléndidamente equipados se lanzaron hacia delante para salvar los dos mil trescientos metros que les separaban. Fue una de las mayores cargas de caballería de la historia. Dirigía el ataque Dahlmann, a la cabeza de seis escuadrones de cazadores, seguido por Murat y la caballería de reserva, apoyados convenientemente por Bessieres con la caballería de la Guardia. También se lanzaron a la carga los escuadrones de Grouchy, Hautpol, Klein y Milhaund».
El asalto fue letal. Cogidos totalmente por sorpresa, los rusos no pudieron defenderse y sus jinetes fueron empujados contra los infantes. La caballería gala, ávida de sangre, hizo chocar lanza, sable y carabina contra los uniformes del enemigo. Fue una matanza. La gigantesca formación, de hecho, atravesó las líneas enemigas de lado a lado causando unas bajas brutales a costa de, aproximadamente, 2.000 hombres.
«Los soldados de Murat barrieron primero los restos de la fuerza rusa que se retiraba de Eylau, luego se dividieron en dos alas, una se precipitó contra el flanco de la caballería que combatía, y la otra pasó a cuchillo a las tropas que rodeaban el cuadro de [las tropas francesas que defendían el centro]. […] Prosiguiendo hacia delante, las dos alas de caballería machacaron las apretadas filas centrales [rusas], las hicieron pedazos, volvieron a formar de nuevo una sola columna en la retaguardia rusa, y se lanzaron por donde habían venido, a través de las desordenadas filas rusas», añade Chandler.
Con aquella mítica carga imposible contra un número muy superior de enemigos, Napoleón logró ganar tiempo, pero no la victoria. De hecho, sus hombres todavía tuvieron que hacer frente a bayoneta calada a una columna rusa con ansias de acabar con el alto mando.
Finalmente, la lucha se detuvo cuando los refuerzos de uno y otro bando arribaron a la zona. Con la caída de la noche los rusos se retiraron sin munición ni víveres. La victoria fue gala, pero a un gran coste. Así definió la contienda Bonaparte: «Cuando dos ejércitos se han infligido enormes daños el uno al otro durante todo un día, el campo lo gana el bando que, armado de constancia, se niega a abandonar».