«Felipe II se creía puesto en el trono por Dios; tenía un halo infranqueable» (Entrevista a Alfredo Alvar)
El historiador Alfredo Alvar (Granada, 1960) publica una minuciosa obra, «El Embajador Imperial: Hans Khevenhüller» (BOE, 2015), sobre la experiencia de un hombre que consiguió trabar amistad con el inaccesible y tímido Monarca
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Cuando Felipe II quería alterar todavía más a quienes se quedaban sin aliento ante su intimidatoria presencia solía lanzar una coletilla, «sosegaos», que precisamente lograba el efecto contrario. Hans Khevenhüller –Embajador Imperial entre 1570 hasta su muerte casi cuarenta años después– no era de la clase de personas que se dejase achicar ni siquiera por un imperativo así, entre otras razones porque consiguió ganarse la estima del tímido y reservado Felipe II. Tras varias décadas estudiando su figura, el historiador Alfredo Alvar (Granada, 1960) publica una minuciosa obra, «El Embajador Imperial: Hans Khevenhüller» (BOE, 2015), sobre la experiencia de este trotamundos austríaco en la España del siglo XVI. El libro resultante, que forma parte del plan nacional de I+D+i, está vertebrado por el propia diario escrito por Hans y cien folios de su correspondencia, traducida parcialmente del alemán antiguo para la ocasión.
–¿De dónde le viene el interés por Hans Khevenhüller, el embajador imperial?
–En los años noventa acudí al Archivo Imperial de Viena para conocer qué información tenían allí. Sabía de la existencia del embajador por su Palacio de Arganda y porque era un hombre excepcional. Sin embargo, lo que encontré en el archivo me sorprendió gratamente y dejé aparcada la documentación varios años. Volví en 2004 y desde entonces he estado regresando todos los años a Austria por su culpa.
–En estos viajes incluso has trabado amistad con los descendientes de Hans Khevenhüller
–Los hijos del actual conde han nacido en España. Su relación con nuestro país va más allá de Hans. Hablando con ellos pasan indistintamente del español –con acento andaluz– al inglés o al francés… Son unos enamorados de España. Han vivido en Madrid y en Sevilla. De la posguerra mundial vinieron a establecerse aquí, como hiciera su antepasado muchos siglos antes.
–Defines a Hans Khevenhüller como «un personaje trotamundos, leal consigo mismo, recto, solitario…», ¿qué es lo que le atrajo del Embajador Imperial?
–Es un hombre del Renacimiento procedente Carintia (una región de Austria), que se formó en universidades italianas, y, como la nobleza europea de entonces, viajó por muchos rincones para completar su educación. A la muerte de su padre debió hacerse cargo de las rentas familias siendo muy joven, pero continuó su periodo de formación entre el mundo cortesano de Austria y el mundo político de Italia. Su primer acercamiento a España fue a través de un puesto como segundón en embajadas de baja intensidad en Madrid. Finalmente, se estableció en España hacia 1570, cuando acudió a dar el pésame por la muerte del Príncipe Don Carlos, después de un viaje azaroso donde se enteró por el camino del fallecimiento también de la esposa de Felipe II, la Reina Isabel de Valois. Al año siguiente fue nombrado oficialmente embajador y se quedó hasta su muerte en Madrid.
–Su primer viaje a España, en torno a 1566, coincide con el traslado de la Corte de Toledo a Madrid, ¿cuál es la impresión que le causa esta ciudad que aspiraba a ser la capital del primer imperio global?
–Ninguna. Madrid era una ciudad muy pequeña. No era un poblachomanchego, porque era una ciudad con siete u ocho mil habitantes, pero comparada con Viena, capital del imperio oriental, no le podía llamar la atención. Era el lugar donde estaba la Corte, pero como núcleo urbano no le causó apenas interés.
«Desde el principio mantuvo una relación de cordialidad que, poco a poco, fue evolucionando hacia la amistad»
–Y en general, ¿cuál es la impresión sobre España y los españoles del siglo XVI?
–Era un poco receloso con el carácter de los españoles. Él no compartía la política que Felipe II estaba aplicando en Flandes, que era un territorio bajo el vasallaje del Imperio Germánico, y se mostró crítico con algunas costumbres españolas, por ejemplo nunca asistió a una corrida de toros. No obstante, estuvo 40 años de embajador; se hizo un palacio en Arganda; se hizo pintar por los mejores pinceles españoles, entre ellos el pintor del Rey, Pantoja de la Cruz; y ordenó que fuera enterrado en el convento de los jerónimos. Desde luego es un país que le enamoró. Tampoco hay que olvidar que él estaba aquí como embajador imperial, no era un turista precisamente.
–No debía ser fácil acudir como embajador a la Corte de un Rey con fama de ser gélido en el trato personal.
–Felipe II encarnaba una Gran Majestad. Eran reyes puestos por Dios con un halo a su alrededor que era infranqueable. Los embajadores debían arrodillarse al acudir ante él. Su carácter tímido tampoco hacía mucho por relajar la tensión. El Rey usaba a menudo una frase imperativa cuando notaba que el interlocutor estaba nervioso o inquieto, en esos casos decía: «Sosegaos», con lo cual conseguía precisamente el efecto contrario, como es evidente.
–En el caso de Hans Khevenhüller las cosas fueron distintas casi desde el principio, ¿cómo fue su trato con el Rey?
–Él vino de la mano del Emperador Maximiliano II, que es familiar de Felipe II, y estaba acostumbrado a este halo infranqueable de la Majestad. Desde el principio mantuvo una relación de cordialidad que, poco a poco, fue evolucionando hacia la amistad, al menos hasta donde es posible con un Rey cuya soledad en los barrotes de oro de la corona debía ser inmersa. Viajaban juntos, hablaban en privado y celebraban todas las audiencias que querían, lo cual es insólito para un hombre tan tímido como Felipe. De hecho, el Rey solicitó personalmente el capelo cardenalicio para Hans, lo cual da una muestra de su grado de estima hacia el austríaco. El embajador finalmente rechazó el ofrecimiento para seguir sirviendo al Emperador.
–En el periodo en el que Hans Khevenhüller viaja a Madrid están aquí los hijos del Emperador Maximiliano II educándose junto a su tío Felipe II, ¿era Madrid uno de los centros políticos de Europa?
–Donde estaba el Rey de España siempre estaba uno de los grandes centros políticos de Europa, ya fuera Valladolid, Toledo o Madrid. La llegada de los Archiduques de Austria, Rodolfo y Ernesto, respondió a un problema de carácter familiar. Los Archiduques vinieron a Madrid porque todos vieron como era el hijo de Felipe II, Don Carlos, que era su único hijo varón. Sus sobrinos se postularon como una posibilidad real para suceder a Felipe II en caso de que falleciera el joven. Al Embajador Imperial le tocaba lidiar con los asuntos de dos ramas de una misma familia, los Habsburgo.
–¿Cómo es la relación entre estas dos ramas? ¿Y cuál es el papel que tenía que jugar un embajador, casi un intermediario entre ellas?
–La preeminencia práctica de la familia la tenía –por sus recursos económicos, sus posesiones y sus fuerzas militares– la rama española; pero es la rama vienesa quien llevaba la preeminencia protocolaria. La relación de los sucesivos emperadores con Madrid estaba marcada por cómo trataban el problema religioso dentro del Imperio. En el caso de Maximiliano II, casado con la hermana de Felipe II, se negó en su lecho de muerte a recibir los sacramentos. Se le considera así un criptoluterano. Ante los embajadores españoles hacía constantes manifestaciones públicas de su catolicismo, pero luego sus hechos no corresponden con esta afirmación. Los embajadores españoles en Viena estaban encargados de informar sobre la condición religiosa del Emperador, puesto que el protestantismo podía degenerar en problemas políticos.
–Otra prueba de que a Hans Khevenhüller le enamoró España es que se construyera un Palacio en Arganda. Sin embargo, la respuesta patria no es muy generosa. Cuando muere se produce un expolio de sus propiedades.
–Si Hans hubiera estado casado, el destino de ese patrimonio hubiera sido otro. Murió en Madrid siendo soltero en 1606 y teniendo a toda su familia en Carintia. La noticia de su fallecimiento tardó mucho en llegar a Austria, lo que a su vez provocó que sus familiares no pudieran viajar a tiempo a reclamar su testamento. Mientras venían o no, en España se hizo un inventario de su bienes –que aparece detallado en el libro– y la justicia de Madrid tomó una serie de decisiones para poner en venta el palacio, según lo estipulado en el testamento. El célebre Duque de Lerma, que fue rival político del embajador, es quien presionó para hacerse con el edificio y todo lo que tenía dentro. Su botín es increíble. Como anécdota, la vajilla que guardaba en Arganda es luego usada por el Rey español como obsequio al Sha de Persia para sellar una alianza contra el Imperio turco.
–¿Pensó en algún momento en regresar a su país?
–Regresó una vez a Praga en 1591 con la misión de exigirle a Rodolfo II una respuesta en lo referido a su boda con la hija de Felipe II, tras 18 meses sin dar una respuesta. Rodolfo no estaba por las mujeres y nunca dio una respuesta definitiva. En ese momento pudo quedarse en Austria, donde conservaba un enorme patrimonio y una familia, pero decidió volver igualmente a su cargo en España, lo cual era una pésima elección económica. Ser embajador no era un buen negocio, porque los gastos eran inmensos. En definitiva, puede que Hans no fuera a los toros pero estaba muy interesado por las cosas de España. La Casa de la Moneda de Segovia, la gran ceca en España creada por Felipe II, le debe toda la parte técnica al esfuerzo de Hans por traer la maquinaria desde el Tirol.
En la otra dirección, la Escuela de Equitación de Viena le debe su existencia a los caballos que él mandó desde España. Sus esfuerzos como intermediario en el envío de obras de arte también es clave para el intercambio cultural entre Austria y España.
«»Sobre esto ya escribirán los historiadores», se refiere casi a modo de frase hecha»
–Fue un importante mecenas del arte.
–Como corresponde a un aristócrata europeo estuvo retratado por los mejores pintores de la Corte madrileña. Tienen cuadros de Tintoretto, de Pantoja de la Cruz, de Sánchez Coello, entre otros muchos. Fue además el intermediario entre América y Austria a través de España. Todas las piezas procedentes de América compradas por Rodolfo, coleccionista de cosas insólitas, pasaron por él. Además, Hans Khevenhüller dejó un enorme boticario a su muerte. Era un hipocondríaco con muy mala salud, quizás por ello no tuvo hijos. Y como corresponde a todo hipocondríaco con salud débil vivió 77 años, lo cual era una edad extensísima para la época. Se puede decir que tuvo una débil salud de hierro.
–El libro que publica estos días está vertebrado por el documento Diario Secreto escrito por el propio embajador. ¿Qué secretos de la España imperial revela este texto?
–Hans Khevenhüller escribió un breve extracto de su linaje y su biografía, que se publicó en 1974 en lengua alemana con el caprichoso título Diario Secreto. Sin embargo, no es un documento para nada secreto. Los lectores pueden encontrar en este extracto el único diario que habla de la vida en España entre 1566 y 1605, año a año, y acontecimiento a acontecimiento, de forma detallada y clara. Ese es el gran secreto que encontraran. En muchos casos, Hans decida solo una frase a algunos hecho, pero incluso cuando guarda silencio es revelador. «Sobre esto ya escribirán los historiadores», se refiere casi a modo de frase hecha cuando prefiere callar.
Pero además de este diario, se conservan más de 3.000 folios en cartas de su puño y letra, que en este libro hemos traducido en lo que corresponde a un año, unas cien páginas. Esas cartas no escatiman en detalle y son uno de los mejores testimonios del cambio de gobierno que se vivió a la muerte de Felipe II.
–¿Qué criterio ha seguido a la hora de seleccionar esos cien folios en cartas traducidos del alemán antiguo?
–Tenía a mi alcance todo el epistolar de Hans y decidí seleccionar las cartas que corresponden al año 1598 porque Hans era en ese momento un hombre maduro y porque es un año crucial con el ascenso del nuevo régimen. Hans tiene una opinión terrible de lo que está pasando en España, hasta el extremo de que contribuyó a configurar un partido político, más bien una facción cortesana, que integraba junto a la Emperatriz María y la Reina Margarita de Austria, contrario a Lerma. Para fortuna de este valido, los tres murieron poco después y se desarticuló el grupo político. En 1615, hubo dobles bodas de España con Francia; es decir, desarbolada la facción austracista, el Duque de Lerma tuvo la felicísima idea de aliarse con sus enemigos en vez de con sus amigos de toda la vida. El resultado fue espectacularmente malo, pues en 1635 Francia le declaró la guerra a España.
Origen: «Felipe II se creía puesto en el trono por Dios; tenía un halo infranqueable»