Fragata ‘Mercedes’: la traición con la que Inglaterra robó uno de los tesoros más grandes de América al decadente Imperio español
Thank you for reading this post, don't forget to subscribe!El 5 de octubre de 1804 cuatro buques de la «Royal Navy» atacaron por sorpresa un convoy español a pesar de la neutralidad entre ambos países. Con esta felonía lograron acabar con la paz y quedarse con los impuestos recaudados en el Nuevo Mundo por la Corona
Ni los Drakes de turno, ni los Hawkins de rigor. La mayor felonía inglesa contra España no la cometieron los corsarios de medio pelo amparados por la reina Isabel I (y eso que hicieron méritos para ello). El infame honor de perpetrar el ataque más deshonroso de la historia de Gran Bretaña corrió a cargo del comodoro Graham Moore. Un vicealmirante de la «Royal Navy» que -el 5 de octubre de 1804– atacó un convoy de bandera rojigualda cargado hasta la toldilla con un tesoro procedente de las Américas. Y todo ello, a pesar de que ambos países eran neutrales por entonces.
La contienda resultante, llamada la batalla del cabo de Santa María, terminó con una derrota estrepitosa para España, cientos de compatriotas muertos y una de nuestras fragatas saltando por los aires ante el fuego inglés. Ese bajel fue la «Nuestra Señora de las Mercedes», cuyas monedas acabaron desparramadas en las aguas ubicadas frente a la Península.
Dichos pesos fuertes de plata perdidos descansaron durante más de dos siglos en aquel lugar. Inertes y esperando a que alguien los encontrara. Y eso fue precisamente lo que ocurrió en 1999 cuando, con engaños y artimañas legales, la empresa estadounidense «Odyssey Marine Exploration» empezó a extraer (sin que España se percatase de ello) el gran tesoro de la «Mercedes».
Por suerte, nuestro país llevó a los tribunales a la empresa y logró, allá por 2009, recuperar las monedas que los cazadores de tesoros norteamericanos llevaban años y años sacando a la superficie de incógnito. En 2012 la sentencia se completó cuando dos aviones Hércules devolvieron a nuestro país los 574.553 pesos de plata y los 212 escudos de oro robados por aquellos ladrones del mar.
Paz fugaz
Esta historia de infamia y traición se forjó al calor de la tregua que, tras años a cañonazos, sellaron la Primera República Francesa y el Reino Unido en 1802. Aquel tratado (conocido como la Paz de Amiens) prometía poner fin a un enfrentamiento de décadas que había arrastrado al campo de batalla a naciones como España, aliada entonces de la «France» revolucionaria y hasta el chambergo de ser atacada por los corsarios «british» desde hacía tres siglos.
Las premisas del pacto quedaban claras en su artículo primero: «Habrá paz, amistad y buena inteligencia […] Las partes contratantes pondrán la mayor atención en mantener una perfecta armonía entre sí y sus estados, sin permitir que de una parte ni de otra se cometa ningún tipo de hostilidad».
Las palmaditas en la espalda de Amiens prometían paz. Pero se demostraron más falsas que un Real de a Ocho de madera cuando, un año después (en mayo de 1803), la pérfida Albión declaró de nuevo la guerra a la Primera República. Nuestra nación, aliada de los galos desde 1796, debería haber sido arrastrada por enésima vez a la lid contra los molestos lords «british», pero logró mantenerse al margen. Al menos militarmente, pues el acuerdo rubricado obligó a los nuestros a ofrecer alguna compensación a «la France».
Ya lo dijo el popular oficial de la época Antonio Alcalá Galiano (luego ministro de Marina) en sus memorias: «No dio España a Francia el auxilio de sus armas terrestres o navales, pero le franqueó con larga mano el de sus tesoros, proporcionando además cómodo y seguro abrigo en sus puertos a los buques franceses, así de guerra como mercantes y hasta corsarios».
El apoyo encubierto de España era un secreto a voces, pero mientras se extendió en el calendario permitió a nuestro país recuperar un poco su maltrecha economía gracias (entre otras cosas) al comercio con las Américas. Así lo afirma el doctor en Historia Moderna Agustín Guimerá Ravina en su libro «Trafalgar y el mundo Atlántico», obra en la que señala que partieron de Cádiz desde 1802 a 1804 «más de 1040 naves» para volver a recorrer la Carrera de Indias como antaño.
El académico Luis Suárez Fernández es de la misma opinión. En «Historia general de España y América» define los intercambios comerciales entre la metrópoli y sus colonias como una «ruta vital» para regenerar el tesoro real y afirma que -a partir de la Paz de Amiens- nuestro país vivió «un breve período de paz que permitió reemprender el tráfico y renovó las esperanzas».
Hacia América
En estas andábamos los españoles, inocentes ante el peligro de la traidora Albión, en los felices años de 1802. Rutas comerciales recién abiertas y caudales esperando en las Américas, nos las prometíamos muy felices. Y más todavía cuando, el 16 de octubre de ese mismo año, una Real Orden del Secretario de Estado Miguel Cayetano Soler exigió a los virreyes del Perú y del Río de la Plata recaudar un número considerable de Reales para la Metrópoli.
Sabedor de la necesidad que había de monedas para paliar la casi bancarrota en la que nos hallábamos tras la guerra, el gobierno estableció que un convoy partiera desde la Península, recogiera los impuestos y los llevara hasta la Península. Labor aparentemente nada peligrosa, pues la paz impedía a los hijos de la Gran Bretaña atacar los bajeles de la Corona.
«Además de la fragata que en principio de este año salió para ese Reyno, se está preparando en Cádiz para hacer viaje a él la fragata «Asunción», y en el Ferrol la «Mercedes» y «Clara»»
En su página web, el ministerio de Educación, Cultura y Deporte afirma que la maquinaria del Estado se puso en marcha y envió al virreinato de Perú tres buques de guerra. El primero (el bajel la «Asunción») partió desde Cádiz,. El resto del convoy (las fragatas «Nuestra Señora de las Mercedes» y «Santa Clara») viajó desde El Ferrol.
Su misión no consistía únicamente en hacer de transportistas, sino en llevar también «el azogue necesario para amalgamar la plata y traer de regreso oro y plata acuñada en barras». Así lo recogen varias cartas redactadas por Cayetano Soler en las fechas previas al viaje. Una de ellas, fechada el 30 de noviembre de 1802: «Además de la fragata que en principio de este año salió para ese Reyno, se está preparando en Cádiz para hacer viaje a él la fragata «Asunción», y en el Ferrol la «Mercedes» y «Clara»». Otro tanto sucede con una misiva en la que se especifica que su destino era el Callao (en Perú).
La descripción pormenorizada de estas tres naves la aporta el ingeniero e investigador Víctor San Juan en su documentada obra «Extraños sucesos navales». A lo largo de sus páginas, determina que las mencionadas fragatas eran «buques medianos de muy buena navegación» idóneos para llevar a cabo este tipo de viajes a través del océano. De hecho, su rapidez y su peso -mucho más ligero que el de los pesados buques de línea– les permitían combatir o, llegado el momento, escapar a toda vela del enemigo.
El autor explica en su obra que la más antigua era la «Asunción» (de 22 años), seguida de cerca por la «Clara» (con 20 primaveras a sus espaldas) y la «Mercedes» (fabricada hacía 18). La dos primeras habían sido diseñadas por el ingeniero naval Gautier, mientras que la última fue creada por sus sucesores, Retamosa y Romero de Landa.
El convoy arribó a El Callao en varias partes. La «Clara» llegó a Lima en junio y, a lo largo de julio de 1803 (se desconoce exactamente el día, según el ministerio de Cultura español), lo hicieron también la «Mercedes» y la «Asunción».
A finales de ese mismo mes el convoy ya estaba listo para partir, viento en popa, hacia Montevideo (el primer puerto de reabastecimiento en su viaje de regreso a España). Sin embargo, la declaración de la guerra entre Gran Bretaña y Francia detuvo drásticamente los planes de partida. Al final, el viaje se retrasó hasta el 3 de abril de 1804, día en que los navíos salieron hacia su nuevo destino al mando de Tomás de Ugarte.
Las peripecias vividas en esta primera parte de la aventura no fueron precisamente nimias. Las enfermedades, los temporales… todo pareció unirse para dar al traste con el traslado de las riquezas del tesoro recogidas en el Nuevo Mundo.
Viento en popa
Las tres fragatas posaron sus popas de madera el 5 de junio de 1804 en el puerto de Montevideo. Desgraciadamente, no llegaron precisamente listas para continuar su viaje debido a varios problemas. El principal fue la baja de Ugarte, a quien una enfermedad le obligó a quedarse en tierra. Por si aquello fuese poco, el brigadier militar de la ciudad (José de Bustamante y Guerra) tuvo que ver con tristeza como la más antigua de las fragatas, la «Asunción», no podía seguir navegando debido a los desperfectos que había sufrido cruzando el cabo de Hornos.
Que a la «Asunción» le resultara imposible continuar el viaje de retorno a España era una noticia más que preocupante. No ya por la falta de protección (un factor también determinante), sino porque en Montevideo se unieron a la tripulación decenas de viajeros ansiosos por regresar a la Península y llevarse consigo sus riquezas. Por suerte, a la expedición se sumó en aquellos días la también fragata «Fama», más joven que sus compañeras.
Las tres naves fueron cargadas hasta las cofas. A la tripulación y a los nuevos viajeros se les unió una ingente cantidad de equipaje. Y todo ello, sumado a las riquezas destinadas a llenar las arcas del Tesoro Real y aquellas de los pasajeros. La cantidad exacta de monedas es desvelada por San Juan en su obra. Este afirma que los caudales privados consistían en «dos millones de plata en pesos fuertes y casi un millón en monedas de oro», mientras que el total de los impuestos consistían en «un millón trescientos mil pesos fuertes de plata».
Repletas de gente, de equipaje y de oro, las naves suponían un blanco sencillos para los corsarios. Al fin y al cabo, esas toneladas de más impedían la perfecta maniobrabilidad y funcionamiento de los bajeles.
Fue por ello por lo que Bustamente le puso arrestos y se decidió a comandar él mismo la expedición a lomos de una fragata más: la «Medea». Una nave joven y mejor armada que el resto. Al fin y al cabo, con ella no solo lograba reforzar el convoy, sino también aligerar a sus compañeras de viaje para que pudieran enfrentarse, llegado el caso, a cualquier enemigo que se interpusiera en su rumbo. De esta guisa comenzó el viaje. Un trayecto que sería el último para muchos de los que se subieron a estos bajeles.
Datos básicos del convoy
A comienzos de agosto de 1804 las fragatas estaban listas para partir. Los navíos del convoy contaban con las siguientes características, atendiendo a la relación de los mismos que hacen San Juan y la hija de Diego de Alvear y Ponce de León (segundo comandante en la «Medea») en su obra «Historia de D. Diego de Alvear y Ponce de León».
1-Fragata «Medea».
Cañones: 40 de a 18.
Capitán: Francisco de Piédrola y Verdugo.
Carga: Casi millón y medio de pesos en plata; medio millón de pesos en oro; 2.000 lingotes de estaño y cobre; 9.000 pieles de lobo marino.
Buque insignia en la que enarbolaba su insignia Bustamante.
2-Fragata «Fama».
Cañones: 34 de a 12.
Capitán: Miguel Zapiaín.
Carga: 600.000 pesos en plata; 240.000 pesos en oro; 15.000 pieles.
3-Fragata «Santa Clara».
Cañones: 34 de a 12.
Capitán: Diego Alesón.
Carga: más de medio millón de pesos de particulares; 250.000 pesos en plata.
4-Fragata «Nuestra Señora de las Mercedes».
Cañones: 36 de a 12.
Capitán: José Manuel de Goicoa.
Carga: casi 800.000 pesos fuertes en plata estatales y de particulares.
Viaje… casi tranquilo
Mientras el convoy español abandonaba el puerto de Montevideo, los pérfidos ingleses preparaban su particular caza a las riquezas españolas. En parte por pura avaricia, y en parte porque temían que fuera utilizado para sufragar a Francia. «Los británicos, bien informados de la llegada de Bustamante a primeros de octubre, tenían la certeza de que gran parte del dinero que traía acabaría en manos de su feroz enemigo», explica San Juan.
Sabedores de que el convoy llegaba cargado hasta los topes de riquezas, el Almirantazgo inglés envió una pequeña escuadra al Estrecho de Gibraltar para interceptar a Bustamante cuando este oliera ya el rico aroma a tierra patria. La «Royal Navy» despachó así un total de cuatro fragatas.
¿Por qué se escogió un número igual al hispano si conocían el tamaño de nuestro convoy? La respuesta la ofrece Alcalá Galiano en sus memorias. Este oficial es partidario de que los británicos querían -además de las evidentes riquezas- evitar que sus enemigos se rindieran sin derramamiento de sangre. Ansiaban que se entablara batalla para crear un conflicto internacional, airar soberanamente a nuestra Corona, y que a esta no le quedase más remedio que declarar la guerra.
«Agravó esta circunstancia la inquinidad de aquella acción, pues claro está que habiendo caído, como bien podían los ingleses, sobre las fragatas españolas con muy superiores fuerzas, la resistencia habría sido imposible o poco menos, con lo cual se habría excusado la efusión de sangre, por apéndice del robo, al paso que siendo los agresores iguales en número y en la apariencia los acometidos, mandaba el honor con voz irresistible detenerse», determina Alcalá Galiano.
En todo caso, los ingleses no deseaban perder, así que amarraron su victoria seleccionando unas fragatas mejor equipadas que las españolas, unas tripulaciones versadas en el arte de la guerra, y una carga sumamente escasa para favorecer su capacidad de maniobra. Ventajas a las que se sumaban unas temibles armas secretas: las carronadas.
«Las carronadas de cañón corto se generalizaron después de 1779 […] En distancias superiores a las 500 yardas (455 metros) eran inútiles, pero en distancias más cortas eran extremadamente eficaces porque podían llegar a disparar balas de hasta 68 libras (30,8 kilogramos) o una lluvia mortal de cientos de balas de mosquete», explica Walter Browlee en «La Armada que venció a Napoleón».
La escuadra enviada por la «Royal Navy» era la siguiente, según los datos ofrecidos por la hija de Alvear (Sabina de Alvear) en su obra: «Historia de D. Diego de Alvear y Ponce de León». Cabe destacar que Cesáreo Fernández Duro ofrece una información diferente en «Historia de la Armada española desde la unión de los reinos de Castilla y de Aragón», y lo mismo ocurre con el propio San Juan. Las cifras varías severamente atendiendo a las fuentes a las que se acuda:
1-Fragata «HMS Indefatigable».
Cañones: 26 cañones de a 24; 4 obuses de a 12 y 16 carronadas de a 42.
Capitán: Comodoro Graham Moore.
2-Fragata «HMS Lively».
Cañones: 28 cañones de a 24; 4 obuses de a 12 y 18 carronadas de a 42.
Capitán: Graham Hamond.
3-Fragata «HMS Medusa».
Cañones: 26 cañones de a 24; 4 obuses de a 12 y 12 carronadas de a 42.
Capitán: John Gore.
4-Fragata «HMS Amphion».
Cañones: 26 cañones de a 24; 2 obuses de a 12 y 8 carronadas de a 42.
Capitán: Samuel Sutton.
De primera mano
La narración de la batalla ha llegado hasta nuestros días gracias a tres documentos de gran valor histórico.
1-«Relación del viaje, combate y apresamiento de las fragatas Medea, Clara, Mercedes y Fama, por Joseph de Bustamante y Guerra, general de la Armada, dirigido al embajador de España en Londres José de Anduaga». Bustamante, al mando del convoy, explicó lo acaecido aquel aciago día en una carta fechada el 20 de octubre de 1804. Y lo hizo en pleno puerto inglés, pues había sido apresado por el enemigo.
2-«Relación de lo acaecido a la división de cuatro fragatas de guerra españolas al mando del jefe de escuadra, el sr. D. José de Bustamante y Guerra». Zapiaín, al mando de la fragata «Fama», llevó a cabo una relación de los hechos que dejó plasmada el 18 de octubre de 1804 en una misiva. Esta carta la escribió en Portsmouth (Inglaterra), sobre el buque enemiga «Lively» tras haber sido capturado.
3-«Historia de D. Diego de Alvear y Ponce de León, Brigadier de la Armada, los servicios que prestara, los méritos que adquiriera y las obras que escribió». La biografía de este marino y político español (presente en el ataque inglés) fue elaborada por su hija Sabina de Alvear y Ward. En ella se explica pormenorizadamente el enfrentamiento. Este español era el segundo comandante de la expedición y sentaba sus reales en la «Medea».
El avistamiento
El convoy español regresaba felizmente de las Américas cuando se topó con los buques de la «Royal Navy» a la altura del golfo de Cádiz. Navíos que, hasta entonces, andaban merodeando por el Cabo San Vicente mientras esperaban la llegada de la presa española. «Nuestra navegación ha sido bastante feliz, solo experimentamos en esta fragata «Medea» ciertas calenturas epidémicas emanadas tal vez del calor y las humedades de los chubascos de la línea», señalaba el propio Bustamante en la mencionada carta enviada posteriormente.
Así recordaba Zapiaín, por su parte, aquel aciago encuentro: «El día 5 del mes de octubre, después de una navegación de 58 días desde el Río de la Plata […] a las 6 y media divisamos […] cuatro embarcaciones […] de guerra». Bustamente, por su parte, fue algo más específico: «En la mañana del día 5 de octubre, tras una navegación tranquila desde Montevideo, hallándonos ya a la vista del cabo de Santa María, y pensando entrar en Cádiz al día siguiente, descubrimos en el horizonte una división de cuatro fragatas inglesas de crecido porte que navegaban hacia nosotros».
Lo cierto es que a Bustamante no le pilló de sorpresa darse de bruces con aquellos buitres, pues el 30 de septiembre varios bajeles extranjeros ya le habían informado de que una división «british» andaba bloqueando a otra francesa en Cádiz. Pero no debió agradarle mucho ver cómo las velas del comodoro se acercaban de forma inexorable al convoy. Más sabiendo que sus navíos portaban un gigantesco tesoro destinado a inflar las arcas del Estado.
A pesar de todo, Zapiaín destacó en su informe que no se sintieron amenazados en principio. Y es que, todavía consideraban que los ingleses contaban con el suficiente honor cómo para no atacar a una nación neutral. Un craso error.
«Seguimos constantemente nuestro rumbo […] con una confianza que daba a conocer la ninguna sospecha de nuestro general de un rompimiento de guerra con la Inglaterra, pues ya no nos quedaba duda fuese una división de cuatro grandes fragatas de guerra de esta nación que con todo aparejo venían a reconocernos». Se avecinaban los vientos de guerra, pero los españoles -para desgracia suya- no podían disparar primero para no hacer añicos su presunta paz con la pérfida Albión.
Zafarrancho
Desde el primer momento Alvear supo que aquellas fragatas eran de «crecido porte». Esto es, que venían cargadas hasta los topes de cañones y marineros para dar la mayor guerra posible si llegaba el momento de los cañonazos.
Bustamante, que de tonto no tenía un pelo del pelucón, dio orden a las «siete horas y tres cuartos» de izar la señal de zafarrancho. Poco después, aproximadamente a las ocho, el mandamás español hizo válido aquello de ‘más vale prevenir que curar’ y ordenó formar para recibir a los «british».
«Nuestras cuatro fragatas las recibieron formadas en línea de combate, mura a babor y con el zafarrancho hecho cada uno en su lugar»
«Nuestras cuatro fragatas: “Fama”, “Medea”, “Mercedes” y “Clara”, las recibieron formadas en línea de combate, mura a babor y con el zafarrancho hecho cada uno en su lugar», añadía el propio jefe del convoy en su relación de la contienda. Zapiaín, obediente, ubicó marcialmente a su bajel en cabeza. «Esta fragata, debiendo tomar la cabeza de la línea, forzó de velas», se puede leer en su informe.
Los ingleses formaron la línea a barlovento y ubicaron cada una de sus naves junto a una fragata española. Los buques de Moore se establecieron por este orden: «Medusa», «Indefatigable», «Amphion» y «Lively». Cada uno de ellos ubicados, respectivamente, al lado de la «Fama», la «Medea», la «Mercedes» y la «Clara».
Tensión
Con las dos líneas en paralelo aumentó todavía más la tensión. En cabeza, la «Medusa» ordenó a la «Fama» poner en facha las velas para detenerse. Pero Zapiaín mandó a los ingleses de regreso a su tierra, por decirlo de forma educada: «El capitán de esa fragata inglesa […] nos dijo que nos pusiéramos en facha […] Entre otras muchas preguntas se informó de los días de navegación que traíamos de Río de la Plata; a todo eso se le contestó que sus demandas y preguntas eran ejecutadas, [pero también] que el general nuestro era el único que le podía satisfacer sobre ese particular».
Los «british» repitieron la instrucción varias veces más pero, al ver que sus palabras no causaban efecto en los bajeles hispanos, lanzaron un cañonazo con bala que paró en seco a Bustamante.
Así recordaba el mismo oficial aquel momento: «La fragata que estaba a nuestro costado nos preguntó por los puertos de salida y destino, y habiendo respondido que de América para Cádiz, tiró un cañonazo con bala, obligándonos de este modo a esperarla». Detenida la «Medea», la «Mercedes» (la siguiente nave en la línea española) se vio obligada a maniobrar para no encalomarse a la popa de la almiranta. A su busca y captura salió la «Amphion», temerosa de que nuestro barco pudiese escapar de sus garras.
Ya detenido el convoy español, el comodoro inglés envió a uno de sus oficiales sobre un pequeño bote a la «Medea». Este arribó sin demasiada espera al bajel rojigualdo (no en vano se encontraba a menos de «medio disparo de cañón» de él) portando unas órdenes indignantes, en palabras de Bustamante: «No puedo […] explicar la sorpresa que causaron las palabras de ese oficial cuando subió a bordo. Tenía orden particular su comodoro Graham Moore para detener la división de mi mando, y conducirla a los puertos de la Gran Bretaña, aunque para ello debiese emplear las superiores fuerzas con las que se hallaba»
Bustamante no solo recibió las noticias con sorpresa, sino que también de forma airada. Aceptar las exigencias inglesas implicaba no solo perder la escuadra, sino entregar el tesoro a los británicos. Y todo ello, en tiempos de paz.
La trampa causó, en definitiva, el efecto deseado. Y es que, el mandamás español izó la señal de peligro. El bajel del comodoro, por su parte, se limitó a llamar al bote. «El oficial inglés, con cierta aceleración y desasosiego, salió al alcázar, hizo una seña con un pañuelo blanco a sus buques, y diciendo al intérprete que volvería por la respuesta del consejo de guerra, se retiró en su bote», determinaba Bustamante.
Tragedia en la «Mercedes»
Cuando el bote del emisario estuvo a salvo (a eso de las nueve y media de la mañana, según Zapiaín), la fragata del comodoro inglés disparó un primer cañonazo que sirvió a sus compañeras de señal. Ese fue el triste momento en el que se completó la felonía inglesa. Una nación que, en pocos minutos, destruyó un tratado de paz, incumplió las leyes del honor militar y perpetró una traición inimaginable para hacerse con el oro español.
Con todo, los nuestros no se quedaron atrás, según determinaba Bustamante: «Respondiendo nuestra división con bastante igualdad y prontitud, se hizo en aquel momento el fuego general».
Para desgracia hispana, el plan que los ingleses tenían en la mollera les funcionó a la perfección. Al estar ubicados tan cerca de las fragatas españolas, sus carronadas hicieron verdaderos estragos en nuestros bajeles. Los números de la primera andanada así lo atestiguan: 7 muertos en la «Clara» y dos en la «Medea». En la «Fama» sucedió otro tanto, según Zapiaín: «La primera descarga de la fragata “Medusa” nos hizo mucho daño por estar situada por nuestra aleta de babor y a tiro de pistola. Por parte nuestra rompimos también el fuego».
Media hora continuó el fuego de esta guisa (cañonazos por aquí y carronadas por allá) hasta que ocurrió un hecho que encogió el corazón de todos los españoles presentes: las balas de la «Amphion» impactaron en los pañoles de munición de la «Mercedes», haciéndola saltar por los aires.
«De repente, oímos una terrible explosión, creímos un instante que la fragata “Medea” se había volado, pero a poco después vimos que había sido la “Mercedes”», explicaba Zapiaín. El asombro fue mayúsculo también para Bustamante: «A la media hora de un fuego sostenido por una y otra parte, un golpe de fortuna dio a nuestros adversarios la superioridad con un incidente de los más desgraciados y tremendos como fue volar la “Mercedes”».
Aquella explosión se llevó consigo al fondo de los mares, además del buque y el tesoro, la vida de 249 personas. Entre ellas, la mujer y los siete hijos de Alvear, quien se vio obligado a ser un triste testigo de su trágica muerte.
El destrozado protagonista del momento recordaba que «la familia del Mayor que escribe este diario» estaba «compuesta de su mujer doña María Josefa Balbastro, cuatro niñas, Manuela, Zacarías, María Josefa y Juliana, y tres niños, lldefonso, Francisco Solano y Francisco de Borja, que eran los siete hijos que iban con su madre, no pasando ninguno de ellos de diecisiete años de edad: con otro sobrino que la acompañaba, D. Isidro Gálvez».
«Medea» y «Clara»
Con la «Mercedes» bajo las aguas, la «Amphion» se vio libre de enemigos, por lo que pudo avanzar hasta ubicarse al costado de estribor de la «Medea». Sobrepasado, Bustamante combatió hasta la extenuación contra el infame inglés para salvar el tesoro que portaba y a los hombres que combatían junto a él.
No obstante, su desesperación quedó patente en el informe: «La “Indefatigable” se nos echaba encima para el abordaje. La marinería estaba abatida y consternada por el hundimiento de la «Mercedes» y su dilata convalecencia. Además, la fragata tenía su aparejo arruinado y sin gobierno».
Al final, a eso de las diez y media, tuvo que rendirse. «Agotados todos nuestros esfuerzos, ni se podía ni convenía dilatar más aquel acto. Así en las cosas, me vi en la necesidad de retirar la bandera, como lo dispuse de común acuerdo de todos mis oficiales», determinaba el español.
Unos quince minutos después, la «Clara» (ubicada en la última posición de la línea) se vio también obligada a rendirse «bien descalabrada, y con muchos muertos y heridos», en palabras de Bustamante.
Todo ello, mientras la «Fama» (cabeza de la línea) escapaba a todo trapo viendo que pintaban bastos. «A los 20 minutos logramos nuestro intento a pesar de haber calmado bastante el viento, de tener todas las velas acribilladas, la mayor parte de los cabos de babor cortados, un medio tablón de la banda de babor hecho pedazos, de tres balazos a flor de agua, de bastantes heridos y tres muertos», determinaba Zapiaín. Tras ella, no obstante, salió a toda velocidad la «Medusa».
Adiós a la «Fama»
El periplo de Zapiaín fue breve. Con la «Fama» destrozada, el capitán poco pudo hacer más allá de tratar inútilmente de escapar mientras repartía cañonazos entre sus enemigo: «Seguimos en fuego con bastante viveza esperando siempre zafarnos de un enemigo bien superior a nosotros».
A la «hora y tres cuartos de haber emprendido la caza», una segunda fragata inglesa, la «Lively» (mucho más velera) salió también en su busca. «A las 11 y cuarto rompimos el fuego contra esta otra fragata continuando siempre batiéndonos con la “Medusa”, cuyas balas nos hacían poco daño», añadía Zapiaín. Al final, el fuego de los dos bajeles enemigos terminó con los palos de la nave, que se quedó sin gobierno alguno.
Zapiaín combatió bien, pero poco pudo hacer. Finalmente, el capitán español no tuvo más remedio que arriar la bandera: «Sostuvimos el combate contra estas dos fragatas hasta las 12 y media que, teniendo 10 heridos, 11 muertos, 10 contusos (entre estos últimos no van incluidos el comandante y 4 oficiales), 5 balazos a flor de agua, 60 pulgadas de agua en bodegas, la caña del timón rota, palos y vergas la mayor parte rotos, y lo demás fuera de estado de poder servir más, arriamos la bandera».
Poco después la trampa quedó completada. Los ingleses lograron su botín y, tras capturar las tres fragatas que no se habían hundido, las escoltaron hasta Gran Bretaña. Todo ello, tras buscar en las aguas a los escasos supervivientes de la explosión de la «Mercedes» (apenas hallaron 50). España, ultrajada y humillada, declaró la guerra a la pérfida Albión. La visita a tierra enemiga no fue precisamente satisfactoria para nuestros compatriotas pero, como se suele decir, eso es otra historia.