Herta Oberheuser, la sádica enfermera nazi que extirpaba y reimplantaba los miembros a niños vivos
Esta germana fue una de las pocas mujeres condenadas en los Juicios de Nüremberg (iniciados el 20 de noviembre de 1945). Tras su cautiverio continuó ejerciendo la medicina
Thank you for reading this post, don't forget to subscribe!Desde el orondo Hermann Goering (Mariscal del Reich y mano derecha de Adolf Hitler) hasta Albert Speer (un desconocido arquitecto que acabó siendo Ministro de Armamento y Guerra del Partido Nacionalsocialista). El elenco de jerarcas nazis que tuvo que vérselas con el Tribunal Militar Internacional en los Juicios de Nüremberg es ampliamente conocido en todo el globo. Y no es para menos, pues sus atrocidades acabaron con la vida de millones de reos que, uno por uno, fueron asesinados en las cámaras de gas por alejarse del ideal ario.
No obstante, y además de estos mandamases, a partir diciembre de 1945 fueron juzgados también una larga lista de personas que, aunque tenían menor rango, colaboraron en la masacre y la tortura sistematizada de hombres, mujeres y niños. Una de ellas fue Herta Oberheuser, una doctora que disfrutaba extirpando los órganos de los reos o, incluso, amputándoles y volviéndoles a reimplantar las extremidades mientras todavía seguían con vida para conocer cómo reaccionaba su cuerpo.
La historia de esta infame doctora -amante también de repartir inyecciones de aceite entre los prisioneros para acabar con su vida de la forma más dolorosa posible- vuelve a estar tristemente de actualidad. ¿La razón? Que el pasado 20 de noviembre se cumplieron 72 años del comienzo de los Juicios de Nüremberg, un causa que -a pesar de ser conocida por llevar ante la justicia a 21 jerarcas nazis- también contó con 12 procesos más en los que fueron sentenciadas -por ejemplo- algunas empresas que colaboraron con el régimen de Hitler y los ministros que dirigieron los territorios conquistados por los alemanes.
Herta Oberheuser, por su parte, fue condenada en el denominado Juicio a los Doctores, en el que un tribunal estadounidense cargó de forma exclusiva contra 23 médicos germanos por colaborar en la esterilización masiva de mujeres judías, participar en el programa de eutanasia del Reich o llevar a cabo experimentos médicos con prisioneros. Con todo, no fue condenada a muerte y, tras salir de la cárcel, logró volver a ejercer la medicina hasta que se descubrió su pasado.
Reclutada por los nazis
Herta Oberheuser vino al mundo en Colonia (Alemania) el 15 de mayo de 1911. De familia conservadora, cursó estudios de preclínica en Bonn (al oeste del país). Allí, a pesar de provenir de una buena familia, tuvo problemas para sufragar su clases, por lo que se vio obligada a regresar a la casa familiar que sus padres tenían en Düsseldorf, donde finalmente terminó sus estudios en 1932. Apenas tres años después sintió la llamada de su país y se alistó en la «Liga de muchachas alemanas» (Bund Deutscher Mädel o BDM, por sus siglas en alemán).
Esta organización se destacaba por ser la sección femenina de las Juventudes Hitlerianas y su objetivo era adoctrinar a los más pequeños en la ideología del «Führer». En 1937, finalmente, pasó a formar parte oficialmente del Partido Nazi, gracias al cual consiguió trabajo en el Instituto de Fisiología de Bonn y en la Clínica de Düsseldorf. Posteriormente se especializó en dermatología.
Sin embargo, no le valió de nada estar bajo el paraguas del nazismo pues, cuando su familia volvió a atravesar una crisis económica, se vio obligada a buscar un trabajo bien remunerada para poder ayudar económciamente a sus padres. Así fue como, en 1940, se presentó a una entrevista de trabajo que había visto en el periódico y que solicitaba a «mujeres para colaborar en un campamento de entrenamiento cerca de Berlín».
De esta guisa empezó a formar parte del personal de Ravensbrück, un centro ideado en principio como una cárcel para mujeres pero que, al final de la contienda, se terminó convirtiendo en uno de los primeros campos de concentración ubicados en territorio germano. Su objetivo, como no podía ser de otra forma, era encerrar a aquellos que el «Führer» considerara indignos. A su vez, el lugar también se terminó conociendo en todo el país por ser la «escuela» de la que partían una buena cantidad de guardianes (y guardianas, o «aufseherin») de las SS.
«Las “aufseherin” eran equiparables a los soldados rasos de las SS nazis. Eran personal de las SS, pero no podían formar parte del ejército como tal por la normativa, por ello tenían –entre otras cosas- un uniforme distinto. Sus objetivos eran, también, otros. En Ravensbrück, en lugar de enseñarles cómo se debía administrar un campo (cómo limpiar las cocinas, hacer que funcionase de forma efectiva el lugar o cómo tratar a los prisioneros) aprendían las diferentes formas de pegar, apalear y asesinar a los presos, además de todo lo referente al tema de los hornos crematorios. Todas las alemanas que pasaban por allí estaban destinadas a maltratar, humillar y en última instancia matar a cualquier preso que pasara por el campo de concentración», explicaba, en declaraciones a ABC, Mónica González Álvarez, periodista, escritora y autora de «Guardianas nazis. El lado femenino del mal».
Así pues, nuestra protagonista se metió de lleno en la «escuela» más brutal y sanguinaria del nazismo.
Tras un breve período de formación de tres meses, Herta Oberheuser fue reclutada oficialmente como miembro del campo de concentración en la primavera de 1941, dos años después de que la guerra comenzase y durante el apogeo del centro como campo de trabajo. Y es que, los prisioneros eran obligados a construir bombas o producir prendas de vestir hasta la extenuación. Una vez en el lugar, fue puesta bajo las órdenes de Karl Franz Gebhardt, un doctor germano famoso por ser el «padre profesional» de otras tantas crueles guardianas nazis como Irma Grese (apodada la «Bella Bestia» debido a que, a pesar de su juventud y de que era bastante agraciada físicamente, sometía a los reos a una mezcla perversa de dolor y erotismo).
Aquel hombre, cirujano en jefe de las Waffen SS, ya se había hecho por entonces un nombre entre los guardias y las reclusas de la zona por ser un firme defensor de la experimentación en humanos para hacer avanzar a la ciencia.
Primeros experimentos
De la mano de Gebhardt, y a partir de 1942, Oberheuser participó en multitud de experimentos en los que se utilizaron a decenas de mujeres del campo como «conejillos de indias» (o «kanichen», como eran conocidas por los nazis). Una de las primeras investigaciones en las que colaboró fue en la prueba de las sulfanomida, una sustancia que se acababa de descubrir y prometía mitigar las infecciones en los combatientes del frente.
«Las sulfanomidas son fármacos extensamente utilizados para el tratamiento de las infecciones bacterianas. […] Las sulfanomidas de acción prolongada son también eficaces contra la lepra. […] Las sulfanomidas se administran casi siempre por vía oral. Normalmente, la aplicación tópica es ineficaz ya que el pus y los residuos celulares inhiben su actuación. Sin embargo, pueden aplicarse sulfanomidas tópicas en la cavidad conjuntiva, en el canal auricular y en la vagina», explica el doctor Joseph H. Andrejus Korolkovas en su obra «Compendio esencial de química farmaceútica». A Gebhardt, un firme defensor de estas sustancias, no le importó enviar a mujeres de Ravensbrück a la muerte para confirmar su funcionamiento.
Junto a Oberheuser, el «buen doctor» se dedicó a dañar a las presas del campo de concentración para, a continuación, tratarlas con sulfanomida. «Los experimentos fueron sumamente perversos y dolorosos, se basaban principalmente en infligir heridas a los prisioneros e infectarlos para simular las heridas de los soldados alemanes que combatían en el frente. Para ello utilizaba astillas de madera, clavos oxidados, astillas de cristal, suciedad y serrín», señala el doctor Sergio Alberto Dragoni en su obra «Heroes y Villanos de la Medicina, las dos caras de la moneda».
A su vez, se favoreció que las heridas de algunas reas tuvieran gangrena (así como otro tipo de dolencias) para ver el efecto del fármaco experimental en ellas. Finalmente, inoculó también algunas enfermedades como la malaria en sus «pacientes» para ir descartando progresivamente aquellas en las que su uso era inútil.
Por desgracia, los resultados de los test fueron catastróficos para las prisioneras (principalmente polacas, ucranianas y alemanas), quienes en su mayoría morían inmediatamente, eran fusiladas a las pocas jornadas o sufrían el resto de su vida las graves secuelas.
Extraños transplantes
Pero la sulfanomida no fue el único experimento al que las prisioneras de Ravensbrück se vieron sometidas. Oberheuser se hizo también famosa también por colaborar en pruebas que pretendían comprobar cuánto tiempo tardaban los huesos rotos volver a reconstituirse. Para ello, esta dermatóloga destrozaba el esqueleto de sus «conejillos de indias» y esperaba pacientemente a que se recuperasen. En el caso de que este proceso tardara demasiado o la rea enfermase, era fusilada.
Lo mismo hizo nuestra cruel protagonista con los músculos. «Rompían parte de las extremidades de estas “conejillos de indias” para constatar cómo se producía la regeneración del músculo de los nervios o si era necesario un trasplante», explica González Álvarez en su obra «Guardianas nazis, el lado femenino del mal». Tal y como señala la divulgadora histórica, el seguimiento de las heridas se hacía después de haberlas golpeado con un martillo o un cincel. Posteriormente, suturaban la parte afectada, esperaban un tiempo prudencial, la volvía a «abrir» y observaban el resultado.
El proceso no se detenía en este punto, pues a algunas prisioneras también se les extirpaban varios órganos, huesos y extremidades (brazos y piernas) con el objetivo de reimplantarlos en soldados heridos y observar si se regeneraban y se recuperaban.
«Pero estos experimentos no se ciñeron solo a los huesos, llegaron a los sistemas muscular y nervioso. Semejantes intervenciones fueron diseñadas para probar la velocidad de mejoría de los músculos y los nervios para el uso de la cirugía plástica. Estas consistieron en la extirpación de los nervios y los músculos de los nervios y la pantorrilla, pero sin condiciones básicas de higiene y salubridad», añade la experta. Por descontado, la doctora no se preocupaba lo más mínimo del estado de sus «pacientes», a las que solía abandonar a su suerte una vez que la prueba había finalizado.
Oberheuser llegó incluso a experimentar con niños, a los que inyectaba aceite (Hexobarbital, un barbitúrico) para extirparles posteriormente los órganos vitales y los huesos. Sus víctimas siempre estaban vivas mientras se realizaba este proceso. Si alguno de los presos tenía la suerte de resistir al proceso, podía ser también presa de la rabia de esta doctora y su jefe. «Si el paciente sobrevivía era asesinado con una inyección de gasolina en el brazo, administrada por la misma Dra. Oberheuser con una jeringa de diez centímetros cúbicos», explica, en este caso, Dragoni.
Estos sanguinarios experimentos se extendieron durante dos años y medio, hasta julio de 1943 aproximadamente. Algunas semanas después fue trasladada al hospital psiquiátrico de Hohenlychen, donde pasó sus últimas días como facultativa al servicio del Reich hasta que fue capturada por los aliados en una fecha que se desconoce.
Empiezan los juicios
Tras ser capturada, Oberheuser fue una de tantos oficiales nazis procesasdos en los denominados Juicios de Nüremberg tras la Segunda Guerra Mundial. Unos procesos ideados por los aliados (especialmente por los americanos, pues los soviéticos y los británicos eran partidarios de fusilar a todos aquellos nazis que hubiesen fomentado la tortura o la encarcelación de personas inocentes en campos de concentración) para permitir a los acusados tener un juicio justo.
El evento, sin embargo, no fue como comúnmente se cree, pues constó de 13 partes diferencias y en cada una de ellas tuvo que vérselas ante el tribunal un grupo concreto de partidarios del nacionalsocialismo. El primero fue el más famoso por procesarse en él a 21 de los grandes jerarcas de Adolf Hitler. Este fue, también, el que contó con un Tribunal Militar Internacional y cuatro equipos fiscales (formados por las cuatro naciones victoriosas más destacadas -Estados Unidos, Gran Bretaña, U.R.S.S. y Francia-) para presentar las pruebas y tratar de llevar hasta la horca a los acusados. Aunque este es el más recordado, la doctora tendría que esperar hasta el 9 de diciembre de 1946 para sentarse en le banquillo de los acusados en el denominado Juicio de los Doctores.
En el también llamado Proceso de los Médicos se juzgó a 23 responsables o cómplices de diferentes crímenes entre los que se destacaba la experimentación «en sujetos que no habían concedido su permiso para ello, cometiendo en el transcurso de dichos experimentos homicidios, violencias, atrocidades, torturas, crueldades y otras acciones inhumanas».
También se vieron obligados a responder del programa de eutanasia. «Las ideas nazis de pureza racial requerían que todos los discapacitados mentales o físicos fueran eliminados. […] El programa de eutanasia fue la consecuencia lógica de considerar a los discapacitados como bocas inútiles a las que había que alimentar», explica Álvaro Lozano en su libro «La Alemania nazi».
Durante nueve meses, el tribunal examinó centenares de folios sobre estos temas y las crueles prácticas de la Ahnenerbe nazi, una sociedad secreta que mezclaba ocultismo y medicina. Finalmente, Oberheuser fue condenada por el Tribunal Militar a 20 años de prisión el 20 de agosto de 1947. Cifra que, posteriormente, se redujo a 10 años.
La enfermera fue liberada en 1952. Lo más curioso (por no decir macabro) es que poco después fue contratada como enfermera en la región de Holstein Stocksee. Con todo, su pasado terminó desvelándose en 1956, año en que fue reconocida por una superviviente del campo de Ravensbrück. En 1958 su licencia médica fue revocada. En 1965 dejó la región y se trasladó hasta Bad Honnef (en Renania del Norte-Westfalia). Aquí se le perdió la pista. Falleció en la pequeña ciudad de Linz el 24 de enero de 1978.