Historia: Lo que ocurrió en la habitación donde los últimos nazis se rindieron. Noticias de Alma, Corazón, Vida
Historia: Lo que ocurrió en la habitación donde los últimos nazis se rindieron. Noticias de Alma, Corazón, Vida. Mucho se ha escrito sobre los últimos momentos en el Führerbunker hasta el suicidio de Adolf Hitler. La batalla de Berlín tiene, sin embargo, un epílogo hasta la última capitulación
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“La historia siempre concede una mayor importancia a los acontecimientos terminales”, declaró Albert Speer (el arquitecto más representativo del Tercer Reicht) a sus interrogadores estadounidenses recién acabada la guerra.
El 30 de abril de 1945, Adolf Hitler decidió acabar con su vida junto a su esposa, Eva Braun. Él con un disparo en la cabeza, ella envenenada con cianuro. Con la muerte del Führer, se derrumbaba la utopía nacionalsocialista, y la vergüenza de la derrota, en un pueblo cargado de orgullo, escapa a la imaginación de todo aquel que haya vivido siempre en periodo de paz.
Antony Beevor, historiador británico y autor de varios ensayos superventas, es uno de los expertos que ha tratado más en profundidad el progresivo derrumbe del nazismo en obras como ‘Stalingrado’ o ‘El Día D: La batalla de Normandía’. En su libro ‘Berlín: La caída: 1945’ reconstruye la última gran batalla en el continente europeo de la Segunda Guerra Mundial. Una singular tragedia marcada por la agonía de los combatientes que defendían un régimen ya derrotado y que daba sus últimos estertores.
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Dos generales soviéticos se sentaron por error en los sitios reservados a los alemanes. Ambos dieron un salto, como si les hubiese mordido una serpiente
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Las contiendas, sin embargo, no solo se desarrollan en las ofensivas, sino también entre las cuatro paredes de los despachos y de las salas de reuniones. Hitler se había suicidado una semana antes, y los últimos militares alemanes se disponían a firmar una rendición incondicional ante las fuerzas aliadas. ¿Qué ocurrió en la habitación donde semejante trámite burocrático tuvo lugar?
Los papeles de la humillación
A pesar de la muerte del dictador, el miedo en Alemania ante las consecuencias de la derrota provocó que su fallecimiento no supusiera el final inmediato del conflicto en Europa. Los ciudadanos creían que su país iba a quedar totalmente subyugado y que sus soldados iban pasar el resto de sus vidas como esclavos en Siberia.
Cuando el ejército alemán y los Aliados se reunieron en Berlín cerca de la medianoche del 8 de mayo para firmar los documentos de rendición, la atmósfera en la habitación era agobiante tanto desde una perspectiva emocional como política.
Poco antes de las doce, los representates de los Aliados entraron en la sala situada en el edificio del Colegio Alemán de Ingeniería Militar de Karlshorst. Cuenta Beevor en su libro que “el general Bogdanov, comandante del 2° ejército blindado de guardias, y otro general soviético se sentaron por error en los lugares reservados a la delegación alemana. Uno de los oficiales de estado mayor se lo hizo saber al oído, y ambos ‘se levantaron de un salto, como si les hubiese mordido una serpiente’, y fueron a sentarse a otra mesa”.
Keitel pidió que le acercaran el documento. No había lugar para el orgullo. Zhúkov volvió a dirigirse al intérprete: «Diles que vengan aquí para firmar»
Periodistas y cámaras de los principales medios occidentales se peleaban por conseguir a empellones la posición más privilegiada, empujando a veces, a los militares en su particular batalla por la noticia. Cuatro máximos mandatarios tomaron asiento en la mesa principal, colocada tras las banderas de los cuatro países Aliados: el mariscal ruso Gueorgui Konstantínovich Zhúkov; Arthur Tedder, comandante escocés de la Real Fuerza Aérea Británica; el general americano Carl Andrew «Tooey» Spaatz; y el ‘Général d’Armée’ francés Jean Joseph Marie Gabriel de Lattre de Tassigny.
Se hizo pasar entonces a la delegación alemana. Describe Beevor que entre los rostros de los representantes se mezclaban la resignación con el gesto orgulloso que caracterizaba a estos militares. Algunos lanzaban miradas despectivas a Zhúkov, otros eran incapaces de contener las lágrimas a pesar de sus intentos por no mostrar sentimiento alguno en su semblante. Entre los mandos más destacados del Eje estaban el almirante Hans-Georg von Friedeburg; el general de la Luftwaffe Hans-Jürgen Stumpff y el mariscal de campo Wilhelm Keitel.
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Las explosiones atronaban la ciudad. No eran disparos contra el enemigo, sino munición estallada al cielo, como si fueran fuegos artificiales
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Los papeles de la rendición se colocaron encima de la mesa. La firma se desarrolló como todo un ritual. Iniciaron el procedimiento los Aliados, en un orden muy riguroso: primero Zhúkov, a quien le siguieron Tedder, Spaatz y, por último, De Lattre. Tras las rúbricas, Zhúkov se levantó de su asiento y como sumo sacerdote de una ceremonia solemne pronunció: «Invitamos a la delegación alemana a firmar las actas de capitulación». El intérprete tradujo las palabras del mariscal ruso. Keitel señaló que lo había entendido y pidió que le acercaran el documento. No había lugar para el orgullo de los perdedores. Zhúkov volvió a dirigirse al intérprete para dar la orden: «Diles que vengan aquí para firmar».
Comenzó así el paseo de la vergüenza para los altos mandatarios del bando perdedor. Uno a uno fueron caminando hacia la mesa. Primero Keitel, que tuvo el gesto de quitarse el guante antes de coger la pluma, luego Stumpff. Friedeburg sería quien dejaría la última marca de la rendición.
Estado de la Puerta de Brandeburgo tras la rendición alemana. (Creative Commons)
Como no podía ser de otra forma Zhúkov proclamaría las palabras cierre: «La delegación alemana puede abandonar la sala«. Los tres aludidos se pusieron en pie, Keitel, saludando con su bastón de mariscal antes de dar la media vuelta.
Cuenta Beevor que cuando las puertas se cerraron, la tensión se relajó de forma instantanea. Grandes abrazos y risas sirvieron de preámbulo a una fiesta en la que el severo Zhúkov acabó bailando la Russkaya. De fondo, las explosiones atronaban la ciudad. No eran disparos contra el enemigo, sino la munición que los soldados hacían estallar contra el cielo a modo de fuegos artificiales. La Segunda Guerra Mundial no había acabado aún, eventos tan terribles como las bombas de Hiroshima y Nagasaki iban a suceder meses más tarde. No obstante, la contienda contra los nazis sí había alcanzado con esta rúbrica su punto y final.
Autor: GONZALO DE DIEGO RAMOS